Capítulo 30
Nueva York, Estados Unidos
1 de octubre de 1906
—¡Jack! —llamó, y el pequeño salió corriendo muerto de la risa.
—Es un rebelde, igual que su madre —susurró Tracy, y ella la miró moviendo la cabeza—. Menudo diablillo estás hecho, Jack Chetwode-Talbot. ¡Ven aquí!
—¡No! —protestó y su tío Kevin lo pilló desprevenido, lo cogió en brazos y lo hizo girar en el aire.
—Está precioso —Caroline O’Callaghan suspiró viendo a su nieto disfrutar de su fiesta de cumpleaños y abrazó a su hija por la cintura—. Acabáis de llegar y ya estoy sufriendo por vuestra marcha.
—Nos quedamos hasta febrero, mamá, aún tenemos tres meses y medio por delante.
—Y pasarán volando, como siempre. Deberías quedarte en Manhattan, ¿para qué volver a vivir sola a ese caserón tan grande de Buckinghamshire?
—No vivo sola, estamos rodeados de gente que, por cierto, adoran a tu nieto, y tengo mucho trabajo y obligaciones.
—Bla, bla, bla, cada día te pareces más a tu padre.
—Me tomaré eso como un cumplido.
—Señora Virginia —una doncella se le acercó y le entregó un sobre—. Un telegrama de Inglaterra, acaban de traerlo.
—Gracias, Poppy.
Miró a su hijo, comprobó que estaba feliz jugando con Kevin y dos de sus primitos y entró al salón de sus padres, donde cientos de adornos recordaban el cuarto cumpleaños de Jack. Cuatro años ya desde ese uno de octubre de 1902, cuando lo había dado a luz en Aylesbury House, asistida por una partera y el médico de la familia, con su madre y Tracy a la cabecera de su cama y sin mayor dificultad, al contrario, con bastante rapidez y fortuna.
Al día siguiente, el dos de octubre, ella cumplió los veinte años y desde entonces celebraban sus respectivos cumpleaños juntos. Una costumbre que sus padres estaban encantados de reproducir ese año en Nueva York, donde acababan de llegar para disfrutar de unas cuantas semanas de vacaciones.
Abrió el telegrama y leyó con una sonrisa el saludo de cumpleaños que enviaba Williams en su nombre y en el de todos los empleados de Aylesbury. Un detalle precioso, pensó, y se imaginó lo que estarían echando de menos al pequeño, al que todo el mundo quería, cuidaba y mimaba hasta la saciedad. Una consecuencia más de haber nacido sin padre.
Obvió ese pensamiento un tanto deprimente y subió a su antiguo cuarto de soltera para descansar un poco y cambiarse. Llamó a su niñera, le pidió que vigilara a Jack, subió las escaleras a la carrera y se encerró en su habitación. Se alegró de poder estar un rato a solas y se acercó al tocador viendo todos los telegramas de felicitación que llevaban recibiendo desde muy temprano. Eran al menos una docena, pero los ignoró todos y se fue directa al que había llegado primero que los demás, lo agarró y leyó en voz alta:
—«Querido hijo, muchas felicidades, que Dios te bendiga. Te llevo siempre en mi corazón. Tu padre, Thomas Kavanagh».
Respiró hondo y sintió como se le llenaban los ojos de lágrimas, pero se recompuso enseguida, tragó saliva y guardó el dichoso telegrama en el compartimento secreto de su joyero.
—Maldita sea, Tom, maldita sea —susurró y se sentó en la cama con un agujero enorme en el estómago.
Desde que el niño había nacido, Thomas lo saludaba puntualmente, a través de telegrama, por su cumpleaños y por Navidad. Siempre el mismo texto, siempre dirigiéndose a él como hijo, y aquello la partía en dos, le volvía a remover un montón de recuerdos llenos de dolor e impotencia, y le estropeaba el ánimo unos cuantos días. Era muy injusto, innecesario y lo odiaba por eso, a pesar de lo cual, guardaba todos sus telegramas por si un día, cuando Jack fuera mayor, se animaba a dárselos y a hablarle de su verdadero padre.
Se soltó el pelo y decidió desvestirse para estar ocupada, pero fue imposible detener la avalancha de recuerdos que se le vinieron encima: la muerte de Henry, su entierro, la tremenda pelea con Thomas Kavanagh en la biblioteca de la casa, cuando su familia y amigos aún lloraban a Harry tras el funeral celebrado tres semanas después de su fallecimiento.
Sus padres, que habían salido de Nueva York a mediados de abril, no alcanzaron a llegar a tiempo de ver a su yerno con vida, pero al menos llegaron solo unos días después de su muerte para apoyar a su hija, consolarla y ayudarla con toda la burocracia y los trámites que seguían al deceso de un miembro de la nobleza británica.
Ya había pasado por algo parecido con la muerte de lord John, pero con Harry fue diferente. Ella no estaba muy en forma, encima embarazada y destrozada por la pérdida, y no contó para nada con el apoyo de Thomas, que se encerró en un cuarto de Aylesbury House a llorar a solas la muerte de su mejor amigo, abrumado por un sentimiento de culpa tan inmenso que ni su madre, ni nadie, consiguieron consolarlo.
Aquellas semanas fueron desoladoras. No habían acabado un luto y ya estaban inmersos en otro si cabe más doloroso, porque Henry había muerto con solo veintiocho años y sin haber llegado a conocer a su primogénito. Una verdadera tragedia.
Aparecieron en la propiedad parientes, amigos, conocidos, camaradas, miembros de la familia real, inquilinos, antiguos empleados… Un sinfín de personas a las que hubo que atender y agradecer como era debido, y que le impidieron en parte derrumbarse del todo.
Afortunadamente, sus padres, que desembarcaron en Inglaterra con su pequeño séquito de asistentes y su prima Tracy, se hicieron cargo de mucho trajín, lo mismo que Bridget Kavanagh y el duque de Somerset, que no se separaron de su lado. Y cuando al fin, a las tres semanas, llegó el día del gran funeral, todo estaba más o menos bajo control. Todo menos Thomas Kavanagh.
Se cepilló el pelo mirándose al espejo y no le costó nada rememorar los ojos celestes de Tom, esa mirada transparente y hermosa que se transformó en algo muy diferente aquel día, cuando después de la misa la agarró de un brazo, la metió en la biblioteca y tras cerrar la puerta con llave se volvió hacia ella y la señaló con el dedo.
—Tú y yo tenemos que hablar, Virginia.
—¿Ahora? Hay mucha gente ahí fuera, tengo…
—Me importa un carajo la gente, esto es importante.
—Llevas tres semanas sin dirigirme la palabra… —se sentó en una butaca y lo miró a los ojos—. Perdona, tres semanas no, cinco meses sin hablarme, ¿y no puedes esperar a que se vayan las visitas?
—No, y no te pongas sarcástica conmigo porque no estoy de humor.
—Déjame en paz, Tom —se puso de pie e hizo amago de salir, pero él le cortó el paso—. Déjame pasar.
—No, vuelve ahí y siéntate.
—No quiero.
—Siéntate, Virginia. Por favor.
—Lo que tengas que decir lo puedo oír de pie. Vamos —lo animó con un gesto—, ¿qué quieres?
—Quiero hablar de mi hijo. Tu padre dice que te vuelves con ellos a Nueva York la semana que viene, que quieres dar a luz allí y no pienso permitirlo, yo…
—¡¿Qué?!
—Ya me has oído, ese niño es mío —le miró el vientre hinchado y se pasó la mano por la cara—. Tengo derecho a opinar.
—Este niño es mío y de Henry, tú no tienes nada que opinar.
—Mira —se puso las manos en las caderas y le clavó los ojos celestes—, no voy a discutir ahora lo evidente. Henry, tú y yo sabemos la verdad, no pretenderás que renuncie a mi primer hijo por…
—¿Y qué piensas hacer? Porque hasta hoy, que yo sepa, no te has interesado lo más mínimo por mi bienestar o el de mi hijo.
—Estas últimas semanas no me has dejado ni mirarte a la cara, me has evitado y me has hecho toda clase de desplantes. He esperado porque entiendo tu dolor, pero se acabó. Hay que aclarar este asunto inmediatamente.
—¿Qué asunto?
—Vamos, Virginia, no me insultes haciéndote la tonta conmigo.
—No tengo nada que hablar contigo, mucho menos en lo referente a mi hijo, el hijo de Henry, que nacerá donde yo decida, que para eso soy su madre. Fin del asunto. Ahora, si me disculpas, tengo cosas que hacer.
—No —la agarró de un brazo y ella bajó la cabeza intentando contenerse y no ponerse a gritar—. Tú y yo siempre nos hemos entendido bien, somos amigos. Hablemos, por favor. Harry quería que no te dejara sola…
—No metas a Harry en esto.
—Hablamos el día que murió y me pidió que…
—Y tú y yo hace tiempo que dejamos de ser amigos —lo interrumpió zafándose de su mano—. Concretamente desde el treinta y uno de diciembre del pasado año, cuando tras acostarte conmigo me abandonaste con una miserable nota, alegando no sé cuántos prejuicios y culpas. Yo estaba dispuesta a todo por ti, iba a pedir el divorcio, podríamos haber tenido una vida normal, sin dramas ni tragedias porque Henry lo hubiese aceptado y comprendido perfectamente. Sin embargo, decidiste deshacerte de mí, así que no quiero hablar nunca más contigo. Ese era tu deseo entonces, que no nos viéramos más, y eso haremos. Buenas tardes.
—Lo siento, siento mucho haberte hecho tanto daño, me arrepentiré toda mi vida. Perdóname, pero…
—Adiós, Thomas —hizo amago de ir hacia la puerta y él la detuvo otra vez.
—Yo te amo, nunca he dejado de amarte.
—Acabo de enterrar a mi marido, tengo el corazón roto, no pretenderás que escuche todo eso en este momento —tragó saliva ya con lágrimas en los ojos, pero se mantuvo firme y sin mirarlo a la cara—. Preferiría que te marcharas hoy mismo de Aylesbury. Sin Henry, ya no se justifica tu presencia aquí.
—Lo siento, Virginia. Por favor, mírame.
—¡No me toques! —lo esquivó con violencia y él levantó las manos.
—Si te marchas, ya no tengo ningún motivo para seguir viviendo.
—Hace cinco meses no te importó si yo podía o no seguir viviendo sin ti.
—Era una situación extrema, Harry…
—Te he dicho que no metas a Harry en esto.
—Escucha, está todo muy reciente, es verdad. Tomémonos unos días y volvamos a discutirlo. Me iré a Oxford para asistir al oficio religioso organizado por nuestro colegio mayor y volveré…
—No vuelvas, no quiero verte, Thomas, ¿no lo entiendes? —lo miró a los ojos y él reculó—. Olvidarte es lo más difícil que he hecho en toda mi vida, así que, por favor, si alguna vez de verdad sentiste algo por mí, déjame en paz.
—No puedo dejarte en paz. Estoy enamorado de ti, estás esperando un hijo mío.
—Haberlo valorado antes de abandonarme de esa manera en Dublín.
—Lo siento.
—Ya basta —llegó a la puerta, pero antes de abrirla se volvió hacia él—, y no vuelvas a decir que este es tu hijo, porque no lo es. Es el hijo de Henry, se apellidará Chetwode-Talbot y se criará honrando a su padre y a su familia, así que olvídate de nosotros de una maldita vez.
—Virginia.
—Si eres un hombre de verdad, vete sin mirar atrás, Thomas. Si realmente Harry era tu hermano, ahora es un buen momento para demostrarlo. Estoy segura de que no quieres perjudicarnos, ni a mi hijo ni a mí, y tampoco deshonrar la memoria de Henry poniendo en duda su paternidad.
—No se trata de eso.
—Se trata precisamente de eso. Y ahora, si me disculpas, tengo invitados que atender. Adiós.
Salió sollozando al pasillo y se apoyó en la pared antes de seguir caminando. Thomas, gracias a Dios, no la siguió, pero lo oyó romper algunas cosas contra el suelo, blasfemando en arameo y seguramente maldiciéndola a ella y a toda su familia. Mejor así. Todo destruido en un momento y para siempre.
No volvió a verlo, porque él se marchó enseguida de Aylesbury.
Cuatro meses después de aquella discusión, y tras desechar su inminente vuelta a los Estados Unidos, nació Jack, John Patrick Henry Chetwode-Talbot, en su casa familiar de Inglaterra, en Aylesbury House, como correspondía al heredero de un condado tan importante, tal como le aconsejaron sus asesores legales, y como le suplicó el tío de Henry, el duque de Somerset, que también insistió en apadrinarlo. Por supuesto, Thomas no estuvo presente en el trance, ni ella quiso que le avisaran del alumbramiento. Tampoco lo invitó para que lo conociera, y en sus cuatro años de vida, aparte de los telegramas de felicitación, no habían tenido ningún contacto.
No obstante, ella sabía que estaba informado de todo, que Williams o alguien de la casa le contaba detalles de la vida del niño, de sus progresos, de sus viajes a los Estados Unidos… Eso no podía impedirlo, pero sí podía seguir evitando un acercamiento entre ambos. A todos los efectos, Jack era el hijo póstumo de Henry, su heredero, y no pensaba cambiar ni un ápice aquello, mucho menos por un hombre que la había rechazado y abandonado tras compartir con él la experiencia más importante de su vida.
Se levantó y buscó un vestido de tarde. La peluquera no tardaría en llegar para ayudarla a arreglarse y quería tener la ropa elegida y lista. Se limpió las lágrimas con un pañuelo, respiró hondo y sintió un golpecito en la puerta.
—Hola, mamá, te echábamos de menos —Tracy le sonrió con Jack de la manita y él, en cuanto la vio, corrió para que lo cogiera en brazos.
—¡Hola, mi vida! ¿No sigues jugando con los tíos? —se lo comió a besos y le peinó el pelo rubio y ondulado con los dedos.
—¿Dónde estabas, mami?
—Aquí, cariño, iba a cambiarme.
—¿No vienes a comer tarta?
—Por supuesto, mi amor. Ahora bajamos a comer la tarta. Es de merengue, ¿sabes?
—¿Dónde está Gulliver?
—Aquí mismo —cogió el libro de Los viajes de Gulliver del aparador y se lo dio. Él lo agarró con su entusiasmo habitual y se sentó en el suelo para leerlo.
—De repente se despistó un poco entre tanta gente —le susurró Tracy, que además de ser su madrina vivía con ellos en Inglaterra desde su nacimiento—. Enseguida empezó a preguntar por ti. Estamos muy enmadrados.
—Déjalo. Crece tan rápido, que dentro de nada me quejaré porque no me hace ni caso. ¿Qué tal estás?
—¿Yo? Bien, aunque echando de menos Aylesbury. No llevamos ni tres días aquí y ya quiero volver a Inglaterra.
—Ya, lo sé.
—¿Has estado llorando?
—Nah, un poco. Ya sabes que en estas fechas me acuerdo de Henry, de…
—De todo un poco.
—Sí.
—Tía Tracy —Jack se puso de pie y buscó a su tía con el libro en la mano—, esta palabra es muy difícil.
—Es larga, pero no difícil, cielito. Tú ya lees de todo, así que mírala bien.
—Ame-dren-ta…
—«Amedrentado y confuso como estaba…» —leyó Tracy acariciándole el pelo—. Amedrentado. Si casi te sabes el libro de memoria, Jack.
—Amedrentado —repitió muy seguro, y miró a su madre sonriendo, y con sus enormes ojos celestes muy abiertos—. Amedrentado y confuso.
—Es que eres un genio, mi vida —Virginia se agachó y lo abrazó muy fuerte—. Antes de un año estarás leyendo a Shakespeare.
—Tu madre y la mía creen que enseñarle a leer tan pronto lo puede perjudicar —Tracy se sentó en la cama y movió la cabeza—. ¿En qué le puede perjudicar? Es muy inteligente, inquieto y quiere aprender. ¿Están locas?
—Son de otra época, no les hagas caso.
—También mi madre le ha dicho a la tía Caroline que es una lástima que no se parezca en nada a Henry.
—¿Qué?
—Que siendo Henry y tú morenos de ojos oscuros, ¿cómo este niño ha salido tan rubio y con los ojos tan claros?
—Menuda tontería, nuestra familia es así, Pat y Sean son rubios de ojos claros, Robert tiene el pelo negro y los ojos verdes, y Kevin y yo tenemos el pelo y los ojos oscuros, vosotras, mis primas hermanas, sois pelirrojas, y tres cuartos de la familia tiene los ojos claros.
—No te justifiques, no abras la boca. Por eso te lo cuento, para que no hagas ni puñetero caso y no entres a dar explicaciones. En nuestra familia hay de todo, morenos, rubios, pelirrojos, iris de todos los colores. Además, que yo sepa, tu suegra era muy rubia y de ojos claros, Jack podía salir como le diera la gana.
—Está bien, tienes razón.
—Aunque es clavado a su padre, pero eso solo lo sabemos tú y yo… —soltó como si tal cosa, se levantó y se miró el vestido—. ¿Crees que es necesario que me cambie?
—Yo diría que sí.
—Qué pereza. En fin, os dejo un ratito solos. Voy a mirar mi equipaje, a ver si encuentro algo decente. Hasta ahora, vida mía.
Besó al pequeño en la cabeza y desapareció. Virginia se quedó quieta observando como Jack pasaba las páginas de Los viajes de Gulliver, el libro que le había regalado Thomas Kavanagh en su decimonoveno cumpleaños, despacio y con mucho cuidado. Era un niño tan despierto y tan adorable, que una vez más sintió como se le llenaba el corazón de amor por él, se acercó y se sentó en el suelo a su lado, le acarició el pelo y él la miró con esos enormes y almendrados ojos celestes tan preciosos, y sí, tan parecidos a los de su padre.