Capítulo 26
Una princesa del millón de dólares visita Dublín en Navidad, rezaba el titular de la columna de sociedad del Irish Times. Un periódico en teoría serio, que no había tenido ningún reparo en llamarla así en su cara, acompañando el artículo con una fotografía suya del brazo de Henry, saliendo de una cena con el alcalde de la ciudad. Deslizó el dedo por encima de la imagen un poco borrosa y se quedó prendada de la sonrisa y la elegancia de su apuesto marido, flamante duque de Aylesbury, guapísimo, impecablemente vestido de frac, con su chistera negra y una amplia capa de piel en el mismo tono sobre los hombros. Inmejorable.
Observó fugazmente su propio aspecto de niña tímida y seria, pegada a él por culpa del frío, luciendo su abrigo de visón y un sombrero negro, porque seguían estando de luto, y pasó a leer el contenido de la columna de un tal Mr. O’Hara, que hablaba de ellos como si los conociera de toda la vida:
Lady Virginia Chetwode-Talbot, de soltera O’Callaghan, es hija de una de las familias más ricas de Nueva York, una de las seis fortunas más poderosas de los Estados Unidos. Dejó su país natal tras casarse con el único hijo del recientemente fallecido duque de Aylesbury, para iniciar junto a él una nueva vida en Inglaterra, convirtiéndose, de paso, en una más de las llamadas «Princesas del millón de dólares». Se trata de un selecto club al que pertenecen damas de renombre como sus compatriotas Consuelo Vanderbilt, actual duquesa de Marlborough o Consuelo Yznaga, duquesa de Manchester. Como ellas, O’Callaghan aportó a su matrimonio una enorme suma de dinero, un fideicomiso de veinte millones de dólares y una jugosa dote, que este reportero no ha podido confirmar, pero que le aseguran supera el millón de dólares.
Lady Chetwode-Talbot, ahora duquesa de Aylesbury tras el fallecimiento de su suegro, llegó al Reino Unido para salvar el maltrecho patrimonio de su familia política. Ha renovado completamente las arcas de su marido y ha salvado el ducado de Aylesbury a golpe de talonario, regalando una nueva vida a uno de los títulos más antiguos y tradicionales de Gran Bretaña.
La joven dama, de diecinueve años, llegó estas Navidades a Dublín para disfrutar de las fiestas en la tierra natal de sus antepasados, aseguró a sus más allegados, y pudimos verla esta semana radiante y muy hermosa junto a su esposo, el honorable duque de Aylesbury, lord Henry Chetwode-Talbot. El matrimonio aún no tiene hijos.
Acabó de leer aquello y se puso de pie con un enorme agujero abriéndosele en el estómago.
No sabía qué le dolía más, si lo de «ha renovado completamente las arcas de su marido», «ha salvado el ducado de Aylesbury a golpe de talonario» o que se aireara de esa manera tan frívola el monto de su fideicomiso o su ausencia de hijos. Todo era de un despropósito tal, que se le llenaron los ojos de lágrimas. Era horrible verse expuesta de esa manera y precisamente en ese momento, cuando ni siquiera estaba Henry a su lado para tomarse el tema a risa, burlarse del periódico y acabar quitándole hierro al asunto.
Ella era perfectamente consciente de que la llamaban «Princesa del millón de dólares», primero en su propio país, luego en Inglaterra, también de boca del mismísimo Henry. Sabía que se la consideraba igual que a las otras estadounidenses ricas que habían acabado casándose con aristócratas europeos arruinados a cambio de un título y prestigio social. Lo sabía, no era idiota, incluso ella se refería a sí misma de ese modo cuando se enfadaba, pero en el fondo, aunque había ayudado a Harry y a lord John con su dinero, quería creer que principalmente lo había hecho por amor.
Ella se había prendado de Henry Chetwode-Talbot en Nueva York. Le habría dado igual si era duque, príncipe o cochero cuando lo conoció. Él la había enamorado y se había casado amándolo, o eso seguía creyendo. Aunque él dijera que no la quería y que la soportaba por puro agradecimiento, ella, en su cabeza y en su corazón, sabía que se había casado por amor y aquello era lo único que le quedaba. Eso nadie podría arrebatárselo jamás, dijera lo que dijera aquel periodicucho que no la conocía en absoluto, o jurara lo que jurara Harry… al que, por cierto, pensaba liberar de su matrimonio en cuanto fuera posible.
Harry.
Suspiró mirando el reloj de pared y se envolvió mejor en su chal. Las tres de la tarde. Él llevaba veinticuatro horas desaparecido, bueno, no del todo desaparecido porque al menos Thomas había conseguido averiguar que se había marchado a Francia en compañía de ese tal Daniel Drogheda, un personaje oscuro y peligroso al que Tom había calificado de crápula y que parecía ser el compañero perfecto para que Henry recayera otra vez en el opio y la mala vida.
Thomas no le había ocultado nada. Con su serenidad y sentido común habitual, la miró a los ojos y le explicó todo lo que había averiguado en el puerto, incluidos los rumores que apuntaban a que Drogheda era un contrabandista y que regentaba fumaderos de opio en París. Estaba claro. Henry, tras su última gran pelea, ofendido y dolido, había decidido coger el camino de en medio, y no iba a ser ella la que se lo impidiera. Si se quería matar a base de su veneno, que lo hiciera. Ella ya había hecho todo lo humanamente posible por él, lo había intentado ayudar y él ni siquiera era capaz de valorarlo, así que, sintiéndolo mucho, y en contra de sus creencias religiosas, estaba dispuesta a dejarlo en paz, regresar a Nueva York y solicitar el divorcio.
Una mujer católica no se divorciaba, era pecado mortal, su deber era aguantar y cuidar de su marido. Sin embargo, como bien le había explicado Thomas, la no consumación del matrimonio era motivo de peso para que la Iglesia anulara el enlace, y estaba dispuesta a esgrimir esa causa para conseguirlo. Le dolía en el alma dejar en evidencia a Henry, pero él mismo la había empujado a eso. Ni siquiera la quería, así que lo más sensato era tomar decisiones, divorciarse y pasar página de una vez.
—¿Virginia? —Thomas tocó la puerta de su dormitorio y asomó la cabeza—. Disculpa, pero Theresa me dijo que querías verme aquí arriba.
—Sí, Tom, pasa, por favor. Gracias por subir, prefiero hablar contigo a solas —lo animó a sentarse en su saloncito y él lo hizo un poco incómodo. Ninguna mujer decente recibía a otro hombre que no fuera su marido en sus aposentos privados, pero a ella le daba igual. Eran amigos y no estaban para protocolos estúpidos precisamente en ese momento—. ¿Aún estás pensando en ir a buscar a Henry?
—Sí, zarpo esta misma noche.
—¿En Nochevieja?
—No me importa, aquí no celebramos mucho esta fiesta.
—En Nueva York es la mejor y más alegre noche del año —suspiró, pensando en su familia con un poco de congoja, y se sentó frente a él—. Puedes hacer lo que quieras, yo te apoyaré, pero que sepas que no estoy de acuerdo. Lo he pensado mucho y creo que deberíamos dejarlo en paz, no tiene cinco años.
—No voy a permitir que se mate lejos de casa, es mi amigo, mi her…
—Tu hermano, lo sé y te entiendo, pero creo que precisamente el que todos hagamos lo que sea por cuidar de él solo lo perjudica, así nunca madurará.
—Me da igual. Ahora hay que buscar soluciones, ya habrá tiempo para analizar y para…
—De acuerdo, está bien —lo interrumpió, y le acercó un sobre—. Aquí tienes letras de cambio y algo de dinero en efectivo para ayudarte en la búsqueda de Henry, no quiero que escatimes en gastos.
—Ni hablar —se puso de pie y cuadró los hombros—. No necesito tu dinero.
—No es mi dinero, también es el de Henry, y es para que puedas viajar con más soltura e incluso para que puedas pagar a quien te cobre por decirte dónde está. Ya sabemos cómo van estas cosas, lo comprobé a tu lado en Londres.
—No. Mira, Virginia, no me ofendas dándome dinero.
—No te estoy dando dinero, es una inversión para encontrar a Harry. No existe dinero en el mundo que pueda pagar lo que haces por él. No me ofendas tú a mí rechazando mi aportación a tu viaje y a todo lo que se te viene encima porque… —se pasó la mano por la frente, miró hacia la calle, donde en ese momento empezaba a caer una nevada, y luego a él a la cara— yo ya no estaré aquí para ayudarte.
—¿Cómo dices? —entornó los ojos claros y ella respiró hondo—. ¿Qué piensas hacer? ¿Te vas a los Estados Unidos antes de volver a ver a tu marido?
—Sí, me voy a Aylesbury mañana, recogeré mis cosas y partiré enseguida hacia Nueva York. Lo haré desde Liverpool, ni siquiera tendré que pasar por Londres.
—No, no puedes hacer eso. Tienes que hablar con él.
—No hay nada que hablar con Harry, Tom, ya nos lo dijimos todo anteayer.
—No, no puede ser, estáis ofuscados y dolidos y…
—No —se puso de pie y se cruzó de brazos—. Creo que ya he cumplido con mi parte. Me casé con él, hice mi aportación al ducado, cuidé de su casa, de su padre, de él mismo en las peores condiciones posibles, incluso después de saber que me había ocultado algo tan grave, tan fundamental, como su adicción recurrente al opio. Nunca podremos tener un matrimonio normal, él no me quiere, apenas me tolera, según me confesó aquí mismo anteanoche y, siendo sincera, prefiero saberlo ahora que seguir viviendo una fantasía inútil el resto de mi vida.
—Tienes razón, la tienes, no te la voy a negar, pero ya sabes cómo es Henry. No tiene tacto, a veces no sabe expresarse, sin contar con el hecho, casi probado, de que seguramente estaba drogado la noche que te soltó todas esas barbaridades.
—Es igual.
—Harry no es consciente de nada de lo que dice, no actúa con maldad. Al contrario, simplemente es una víctima de sí mismo.
—¿No te das cuenta de que toda la gente que lo queréis vivís justificando y perdonando sus errores?
—Eso no es del todo cierto.
—Lo es. Parece que siempre hay que perdonarlo a él, entenderlo a él, comprender su sufrimiento, sus problemas. ¿Qué pasa con todos los demás, Tom? ¿Qué pasa con nosotros? ¿No tenemos derecho a enfrentarlo y a decidir, de una maldita vez, alejarnos de él?
—Escucha, vete a Aylesbury. Espéralo allí y habla una última vez con él. Si no lográis un acuerdo, yo mismo te llevaré a Liverpool, te lo pido por favor.
—Jamás podremos tener hijos, que es lo que más quiero en el mundo, no podremos formar una familia. Sus problemas con el opio se lo impedirán, lo sabes, me lo explicó el doctor Hammersmith, y mucho menos si Henry no soporta la idea de tener que tocarme.
—¡Dios! —Thomas se pasó la mano por la cara muy incómodo y ella le dio la espalda.
—Es la verdad, Tom, siento decírtelo así, pero esa es la realidad de mi futuro, así que permíteme ser un poco egoísta. No creo que merezca tanto rechazo.
—Por supuesto que no.
—Gracias.
—¿Vas a pedir el divorcio?
—En cuanto pise Nueva York. Pero no te preocupes, no voy a reclamar nada de la dote o de lo invertido en el ducado.
—Eso no me preocupa.
—Muy bien. Entonces, solo espero que tú y yo sigamos siendo… —se volvió hacia él y se calló de golpe al ver sus ojos llenos de lágrimas. Se le acercó y solo atinó a acariciarle el brazo—. Todo va a ir bien, seguro que Harry está bien, regresa contigo y…
—No deberías marcharte.
—No puedo más, te lo juro por Dios.
—¿Y qué pasa conmigo?
—Bueno, espero que no te olvides de mí…
Bromeó y lo miró a los ojos, esos preciosos y enormes ojos celestes que siempre la miraban con ternura, e intentó sonreír, pero no pudo, fue incapaz ante su mirada tan intensa, tan profunda, tan vehemente, que le provocó un tremendo y desconocido estremecimiento por todo el cuerpo, e instintivamente dio un paso atrás.
Aquello no podía ser apropiado, no era lo correcto, pensó, haciendo amago de alejarse y salir corriendo, pero fue incapaz de hacerlo porque una fuerza sobrehumana la empujó hacia Thomas Kavanagh. Se acercó a él otra vez, estiró la mano y le acarició la mejilla. Él se inclinó un poco mirando su boca, ella se puso de puntillas y lo besó.