Capítulo 22

Dublín, Irlanda

Diciembre de 1901

Al fin conocía Irlanda, al fin pisaba la tierra de sus abuelos, pero lamentablemente las circunstancias no eran las más alegres. Respiró hondo y se limpió las lágrimas. Su suegro, lord John Arthur David Chetwode-Talbot, el honorable duque de Aylesbury, había fallecido el catorce de octubre en su casa, en su cama, pero sin ningún miembro de su familia cerca.

La dichosa partida de su madre, y su egoísta deseo de inaugurar la casa de Westminster con una gran fiesta, los había empujado a viajar a Londres sin pensar, ni en sueños, que lord John iba a empeorar de su neumonía y que acabaría muriendo dos días después de su marcha, víctima de una insuficiencia respiratoria.

Henry casi se volvió loco con la noticia. Todo el mundo, la primera ella, le había pedido que se quedara en Aylesbury con su padre, incluso el médico les había advertido que no se alejaran mucho porque nunca había visto al duque tan desmejorado. Sin embargo, él, alegando que necesitaba ver gente y pasar un par de días en la ciudad, se empeñó en ir a Londres y aquella decisión lo atormentaría el resto de su vida, o eso aseguraba entre lágrimas y fustigándose como siempre, con un inmenso sentimiento de culpa que apenas lo dejaba respirar.

Resultaba muy complicado darle algo de consuelo, no había palabras y como Thomas estaba igualmente abatido, solo quedaba ella para poner algo de cordura, tomar decisiones y actuar en medio de la tremenda pérdida. No obstante, también se le había hecho muy duro porque, aunque solo había disfrutado ocho meses de su suegro, había llegado a quererlo muchísimo, y respetarlo con todo su corazón. Esos primeros días tras recibir la noticia de su muerte, los recordaría siempre como los más difíciles y desoladores de su existencia.

Obviamente, había perdido a más seres queridos. La muerte de su abuela Hope casi la había partido por la mitad. No había nada que la consolara por aquellos días, pero al menos entonces sus padres eran los responsables, los que la arropaban y protegían, los que tomaban todas las decisiones y los que la dejaron al margen de los detalles, los trámites y los papeleos. Sin embargo, en esta ocasión, ni siquiera sabía con claridad lo que tenía que hacer, pero con Henry destrozado y Thomas inconsolable, no le quedó más remedio que cuadrar los hombros, limpiarse las lágrimas y ponerse al frente de la familia.

Lord Somerset, hermano mayor del fallecido, solo atinó a mandarle a sus abogados, que le explicaron el asunto del funeral, que no era corriente porque se trataba de un duque de Inglaterra, además de ser miembro de la Cámara de los Lores, y la necesidad casi imperiosa de hacer inmediatamente la sucesión legal del título y la herencia. Llegaron a su casa funcionarios de Buckingham Palace, de las Casas del Parlamento, el canciller de la antiquísima Orden de la Jarretera, a la que pertenecía lord John desde la muerte de su padre, y el responsable de su club de caballeros, más cientos de personas que querían dar el pésame, informarse de los detalles del deceso, o informarles a ellos de los homenajes y oficios religiosos que pretendían hacer en honor del fallecido. Una locura.

Su madre, al ver semejante trastorno, suspendió su viaje a Nueva York y decidió quedarse con ella un par de semana más. Caroline también llamó a sus abogados londinenses y entre todos empezaron a poner orden. Gracias a su madre, que siempre había sido una gestora muy eficiente (igual que su abuela) empezó a ver la luz, y cuando Thomas logró sobreponerse y apareció para tomar las riendas, ellas ya las tenía bien sujetas y andando. «Los estadounidenses, sobre todo las mujeres, Tom», le comentó su madre «no nos achantamos ante nada, y lo más importante, sabemos tomar decisiones rápidas. Tú, tranquilo y pasa tu duelo en paz».

Y así fue. El diecisiete de octubre llegaron a Aylesbury con los deberes hechos y toda la intención de celebrar un entierro y un funeral lo antes posible. Los anglicanos no solían darse mucha prisa con esas cosas, pero Henry, que no era nada religioso, accedió a su sugerencia. El entierro del duque de Aylesbury se celebró en la más estricta intimidad el día diecinueve, organizando para el veintidós de octubre un solemne funeral en la capilla de la familia, a la que asistieron muchísimas personas llegadas de todas partes, entre ellas Bridget Kavanagh, la madre de Tom, que apareció acompañada por su hija Missy y por su yerno, Frank Collins.

Virginia recordaba aquellos días como en una nebulosa, como le pasaba con su boda. Todo carreras, mucha gente, muchas personas aconsejando, hablando de normas de protocolo, de la llegada de tal o cual ilustre invitado, del servicio multiplicándose para llegar a cumplir con todo… Del pobre Williams, de luto riguroso, llevando la casa con pulso firme a pesar de la pena que lo embargaba, de la señora Wilkes o la cocinera llorando a escondidas… De Henry recibiendo a sus invitados con los ojos secos y su cortesía habitual, aunque de cuando en cuando tuviera que subir a su cuarto para pasar el mal trago a solas.

Gracias a Dios todo se había superado y cuando al fin se quedaron solos, la familia más íntima, y se miraron a los ojos, fue la madre de Thomas la que tomó el relevo y los obligó a descansar un poco.

Bridget Kavanagh resultó ser una mujer joven y llena de energía, muy simpática, con ese acento irlandés tan cálido y agradable hablando claro y regañando cuando hacía falta. Especialmente a Henry, al que trataba como a un hijo y al que consoló hasta la saciedad, hasta el día en que tuvo que marcharse y les anunció que esas Navidades, las más difíciles para los Chetwode-Talbot desde la muerte de lady Rose, las pasarían todos juntos en Dublín, en su casa, donde las penas serían más llevaderas.

Su propia madre, que acabó adorando a la señora Kavanagh porque le recordaba a su abuela Mary Fermanagh, también les suplicó que viajaran con ella a los Estados Unidos, pero ambos desistieron. Aún les quedaba mucho papeleo por hacer, muchos trámites que llevar a cabo y Henry quería pasar el duelo en su hogar.

De ese modo, su madre, sus primas, Dotty y Damian FitzRoy embarcaron rumbo a Nueva York el uno de noviembre. A Virginia le partió el corazón despedirse de ellas, pero prometió viajar a casa al año siguiente, seguramente a mediados de verano, para poder estar en la boda de Susan. Un propósito que quería mantener a rajatabla y que Henry apoyaba al cien por cien.

Afortunadamente, Theresa había decidido quedarse con ella en Inglaterra. La doncella, que era huérfana de padre y de madre, y que había llegado a la casa de los O’Callaghan con catorce años, se había enamorado de un mozo de cuadras de Aylesbury. Ya le había anunciado su intención de casarse hacía un par de meses y aquello le había permitido contar con ella para no quedarse tan sola tras la partida de su familia. Theresa era una chica estupenda, muy trabajadora, muy cariñosa y además, no era ni la sombra de Dotty, que hasta su último día allí había estado quejándose de todo y de todos.

Respiró hondo, bebió un poco de té y se asomó a la ventana de la hermosa casa de estilo georgiano que Thomas les había alquilado en Dublín. Estaba en una esquina de Grafton Street, frente al precioso St Stephen’s Green, en el corazón de la ciudad, y la tenía fascinada. Era grande, elegante, tenía muchas comodidades, como chimeneas en todas las habitaciones y espacios habitables de la propiedad, y la decoración era muy agradable. Y si eso fuera poco, contaba con un amplio y eficiente personal de servicio.

Harry le había propuesto llevarse a Williams y a otros empleados de Aylesbury House a Irlanda, donde pretendían pasar un mes y medio, pero ella se había negado y había decidido darles el mes de diciembre libre, con sueldo, por supuesto, y una gratificación navideña por su espléndido trabajo y como recuerdo a lord John. Sabía que muchos de ellos no tenían adonde ir, así que dio instrucciones a Williams para que los que quisieran se pudieran quedar tranquilamente en la casa, celebrando las fiestas navideñas con todas sus necesidades suplidas y sin ninguna preocupación.

El mayordomo primero había dudado de su idea, pero finalmente había aceptado la propuesta y eso le había permitido partir hacia Irlanda el uno de diciembre, con todo bajo control y con Henry y Thomas más tranquilos y dispuestos a disfrutar de unas pequeñas vacaciones.

Henry y Thomas. Pensó en los dos y sintió un pequeño escalofrío.

Estaba segura de que quería a su marido. Henry, a pesar de sus problemas con la intimidad y de su inevitable tendencia a la melancolía, era maravilloso. Ambos habían desarrollado una relación muy dulce y cálida, se querían y compartían mucho tiempo libre, podían pasar horas paseando de la mano por el campo, montando a caballo juntos o charlando toda la noche, metidos en su cama, abrigados y tan a gusto, sin que nada los perturbara. Ella había decidido no presionarlo más con el contacto físico y él se mostraba cada día más entregado. Se besaban castamente y se acariciaban, pero el sexo seguía siendo tabú, nadie lo mencionaba nunca, tampoco cuando ella había cometido la terrible imprudencia, empujada por una borrachera, de contarle a Tom que aún no habían consumado el matrimonio.

Seguía arrepintiéndose de aquello, de lo que jamás había vuelto a tratar con su amigo, y Henry tampoco lo mentaba. Todo había quedado en un episodio incómodo, que los había mantenido lejos un par de meses, enfadados y ofendidos, sobre todo a Harry, pero nada más. Él nunca le reprochó nada, ni siquiera le contó lo de su pelea con Tom, y fin de la historia. Otro asunto que enterrar en el fondo de un cajón.

Se giró hacia Theresa, que bordaba unas sábanas nuevas que le había regalado para su ajuar, y miró la hora en el reloj de pared. Las cuatro de la tarde. Thomas le había prometido ir a tomar el té con ellos, pero llegaba tarde. Se retrasaba y no podía evitar alterarse por eso, lo echaba continuamente de menos, se le paralizaba el corazón cuando lo oía entrar, cuando miraba sus ojos celestes tan vivos o cuando lo oía reírse. Le encantaba pasar tiempo con él, era el mejor amigo que tendría jamás y necesitaba, para qué negarlo, tenerlo cerca a todas horas. Era un ser indispensable en su vida y, de hecho, a pesar del dolor y el trajín de las últimas semanas, tenerlo en Aylesbury a su lado, casi dos meses enteros, la había convertido en la mujer más dichosa del mundo.

Amaba a Henry, por supuesto, pero también quería a Tom. Los necesitaba a los dos y, aunque sonara desde fuera frívolo o ridículo, ella tenía muy claro que no podía renunciar a ninguno. Ambos eran imprescindibles en su existencia y aquello, además de desconcertarla a veces, empezaba a preocuparla un poquito.

—Señora duquesa.

—Sí —levantó la vista hacia Kelly, el mayordomo, y él le hizo una venia.

—El señor Kavanagh ha mandado una nota, no podrá venir a tomar el té, milady —le acercó el papel y ella lo abrió muy rápido—. Tampoco a cenar.

—Ya veo, Kelly, muchas gracias —se acercó a la luz de la chimenea y repasó las letras de Thomas con una desilusión enorme en el pecho: Chicos, no puedo pasar hoy por vuestra casa. Otro compromiso ineludible. Os veo pasado mañana en la cena de Nochebuena. ¿Pasado mañana?—. Gracias, Kelly, puede retirarse.

—Sirvo el té, milady.

—¿Sabe si mi marido…?

—Cielo… —Henry apareció de punta en blanco en el salón y le sonrió—. ¿Tomamos el té? Me esperan a la cinco y media en el Trinity College.

—Ahora mismo. Kelly, por favor, sirva el té cuando quiera.

—Por supuesto, milady.

—Tom no viene ni a tomar el té, ni tampoco a cenar.

—¿Ah no? ¿Te vas a quedar sola? ¿No quieres venir conmigo a la conferencia de O’Reilly? Será interesante, luego te traigo y me voy a cenar al club.

—No, no me apetece oír hablar de la caza del zorro, gracias —suspiró y se acercó para alisarle la pechera—. Llevamos dos semanas sin parar, hoy me quedaré tranquilamente en casa, tengo mucho que leer y alguna labor que hacer.

—Como quieras, preciosa —se inclinó y le besó la frente—. ¿Qué tal va el ajuar, Theresa?

—Muy bien, milord, aunque aún queda mucho por hacer.

—Bueno, así os entretenéis.

—¿Sabes qué compromiso podía tener Thomas esta tarde? ¿Va contigo al Trinity College?

—¿Por qué? ¿Dice que está ocupado?

—Dice que tiene otro compromiso.

—Ni idea. A la conferencia no va, seguramente se trata de otro asunto más agradable.

—¿Más agradable?

—Su madre y Missy están empeñadas en casarlo el próximo año con una buena chica irlandesa. A lo mejor le ha tocado ir a conocer a alguna de las candidatas. ¡Qué bien, Kelly! —exclamó mirando al mayordomo, que llegaba con una doncella para servir el té—. Tengo mucha hambre. ¿Gini?

—Sí, sí, voy —respondió ella mirando la torre de emparedados y pastelitos que colocaban en una mesilla, pero sin verlos porque, de repente, sin saber el motivo, el mundo entero se derrumbó bajo sus pies.