Capítulo 33
Conocía a su hijo. Había visto al pequeño John Patrick Henry Chetwode-Talbot casi desde su nacimiento gracias a las fotografías que su madre le mandaba hacer con regularidad a un conocido fotógrafo de Londres. La señora Wilkes, que era amiga de sus padres desde hacía décadas, y que prácticamente los había criado a Henry y a él, era sus ojos en Aylesbury House y, además de mantenerlo informado de todos los progresos y movimientos del niño, le había facilitado los datos del profesional que hacía aquellas imágenes, le avisaba de cuándo se realizaban las sesiones delante de la cámara, y a él no le había costado demasiado sobornar al artista para que le vendiera por una pequeña fortuna unas copias.
De ese modo había logrado confeccionar un gran álbum de fotografías, con un seguimiento exhaustivo de Jack, como lo llamaba Virginia, que le había permitido prácticamente verlo crecer.
Tenía muchas imágenes suyas que le contaban muchas cosas sobre él, y un par de veces al año lo espiaba desde lejos cuando Virginia lo llevaba a su residencia de Londres. Todo aquello lo ayudaba a seguir respirando con algo de cordura, lo emocionaba hasta las lágrimas. Sin embargo, nada podía compararse a la experiencia de haberlo tenido cerca, de haber oído su voz por primera vez, de ver cómo adoraba a su madre y cómo ella lo trataba a él.
Jack era un chico estupendo y Virginia una gran madre. Ella se entregaba a la maternidad con toda su energía, con todo su espíritu, como hacía con todos los demás aspectos de su vida y, aunque él viviera en una angustia perpetua por no poder compartir la crianza de su hijo, por no poder estar a su lado, por no poder ser su padre, el que ella fuera una madre entregada y responsable solo podía proporcionarle paz y sosiego.
Esa realidad aplacaba en parte la angustia que lo mataba por dentro, que lo estaba destrozando desde hacía cuatro años, cuando ella lo había echado a patadas de su vida, aquel terrorífico día en la biblioteca de Aylesbury House, tras el funeral de Henry, cuando le había gritado sin ninguna compasión: «Si eres un hombre de verdad, vete sin mirar atrás, Thomas. Si realmente Harry era tu hermano ahora es un buen momento para demostrarlo».
Esas palabras, dichas en uno de los momentos más duros de su vida, le hicieron replantearse toda su existencia, todos sus principios, todos sus valores, y lo empujaron a respetar sus deseos, salir de Aylesbury y alejarse de los dos para siempre.
Se levantó del escritorio y se asomó a la ventana de su lujoso hotel de Nueva York, el mismo donde seis años antes se había alojado con Harry. Descorrió las cortinas y se quedó abstraído, mirando la lluvia caer a raudales sobre Manhattan. No hacía mucho frío, pero la gente iba muy abrigada y corría esquivando el agitado tráfico entre los charcos de agua.
Siempre le había gustado Nueva York, lo contrario que a Henry, para quien separarse de Londres representaba un verdadero sacrificio. Sonrió recordando a su añorado amigo ahí mismo, burlándose de los estadounidenses y de las «princesas del millón de dólares» con una copa en la mano e impecablemente vestido. Tan irónico y divertido, siempre con la sonrisa fácil y esa manera suya de mirar la vida sin ningún apego, sin ningún drama, con total confianza y desparpajo. Ese era Henry Chetwode-Talbot, un tipo estupendo, inteligente, seguro de sí mismo, el mejor amigo que un hombre podía desear.
Por un momento rememoró su paso por París, cuando lo había sacado al borde de la muerte de un tugurio propiedad del impresentable Daniel Drogheda, pero cerró los ojos e hizo el esfuerzo por espantar aquellos terribles momentos. Había sido un infierno mantenerlo con vida hasta conseguir llevarlo de vuelta a casa. Una lucha inútil, porque en cuanto lo vio intuyó que de ese episodio no salía. No hizo falta que se lo advirtieran los médicos, porque enseguida comprendió que esa era la última vez para Harry y que su amigo, su hermano, se moría irremediablemente sin que pudiera hacer nada por impedirlo.
No le gustaba recordar a Henry de ese modo. Había entrenado su mente para obviar aquellos últimos momentos, durísimos para Harry y para toda la gente que lo quería. Pero muy difíciles también para él, que por aquellos días no podía soportar la culpa que lo atormentaba a diario, la congoja y la vergüenza que le impidieron cuidarlo como siempre había hecho, y que lo mantuvieron lejos de Aylesbury hasta el mismo día de su muerte.
Había traicionado su confianza enamorándose de su mujer, había roto cualquier pacto de lealtad, de caballerosidad y de amistad intimando con ella. Se había comportado como un maldito traidor, un cobarde y un infiel, y aquello no se lo perdonaría en la vida. Aunque Henry sí lo hubiese perdonado en su lecho de muerte, él no se lo perdonaría jamás.
Respiró hondo y volvió a sus papeles, se sentó frente al escritorio y buscó la fotografía más reciente que llevaba de Jack entre sus documentos. Era de unos días antes de su viaje a los Estados Unidos y salía junto a Virginia, vestido muy elegante y sonriéndole a la cámara. Sonreía igual que ella, era muy guapo, rubio y de ojos azules como los Kavanagh, pero también tenía mucho de su madre, sobre todo ese aspecto saludable y lleno de luz que siempre la había caracterizado. Ella siempre había irradiado una luminosidad especial, brillaba en medio de la gente, era preciosa y elegante y sus ojos oscuros eran los más increíblemente hermosos que había visto en toda su vida. Lástima que ahora lo miraran con tanta desconfianza y dolor.
—¿Thomas? —oyó los golpes en la puerta y automáticamente guardó la fotografía de Jack en la cartera, se levantó y abrió mirando la hora en su reloj de bolsillo—. ¿No estás listo, hombre?
—Pasa, Kevin. Ni había mirado la hora, estaba trabajando. Me visto en un momento, ¿quieres tomar algo?
—No, gracias, ya llevo demasiadas copas encima, creo.
—Como quieras, dame un segundo —se metió en el dormitorio y descolgó el chaqué de la percha. Kevin O’Callaghan, que era un tipo muy agradable, apenas se había separado de él desde su reencuentro en Nueva York, y esa noche había organizado una cena de negocios con su padre, sus hermanos y unos importantes empresarios neoyorquinos en su exclusivo club de caballeros. Una oportunidad magnífica para informarse y tomar el pulso al dinero local—. Ya estoy, ¿nos vamos?
—¿Qué os pasa a mi hermana a ti, Tom?
—¿Cómo dices? —se detuvo y lo miró frunciendo el ceño—. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque yo os conocí siendo muy amigos, inseparables. Ella no podía prescindir de Henry ni de ti, incluso lo dijo una vez en voz alta, delante de mi madre en Inglaterra, y le costó una tremenda reprimenda. Y ahora…
—¿Una tremenda reprimenda?
—Mi madre no consideraba ese comentario muy propio de una mujer casada.
—Vaya por Dios.
—¿Qué os ha pasado? Supongo que Henry hubiese querido que ella contara contigo tras su fallecimiento.
—La relación se enfrió. Ella se quedó en el campo mucho tiempo, yo en Londres… Imagino que Harry era el vínculo que nos unía y, sin él, la amistad se resintió —mintió, buscando su pitillera.
—Pero… ¿cuatro años sin veros? ¿En serio? —Thomas asintió y se puso el abrigo—. ¿No te gustaría pasar tiempo con Jack? Al fin y al cabo, es el hijo de tu mejor amigo, seguro que al pequeñajo le encantaría. Es un chico estupendo, ¿sabes?, y tan listo; con cuatro años ya sabe leer.
—Me gustaría mucho pasar más tiempo con Jack, pero no depende solo de mí, Kev. ¿Nos vamos?
—¿Y de quién depende?
—De su madre, que al parecer no tiene demasiado interés en propiciar esa relación.
—Buah, Virginia es muy suya a veces —comentó y lo siguió escaleras abajo hacia el hall del hotel—. Oye, y lo siento, pero hay un pequeño cambio de planes.
—¿Ah sí? ¿Qué ocurre?
—La reunión será en casa de mi hermano Pat. Es el cumpleaños de su mujer y… en fin, allí habrá más intimidad, cenaremos y estaremos más a gusto. ¿Te importa?
—En absoluto.
Llegaron a la mansión de Patrick O’Callaghan Junior, al que todo el mundo llamaba Pat, quince minutos después. Se trataba de una casa reformada, un petit hôtel, como se conocía a esas viviendas tan elegantes en Nueva York, ubicada muy cerca de Washington Square. Es decir, muy cerca de la propiedad de sus padres, e inconscientemente recordó que los O’Callaghan eran dueños de medio Manhattan. Un dato de esos que había recopilado con gran interés hacía siglos, en otra vida, cuando había desembarcado con Harry en los Estados Unidos buscando a su codiciada princesa del millón de dólares.
Descartó rápido el recuerdo y entró en el enorme salón de Pat y Pamela O’Callaghan saludando a todo el mundo. Estaban celebrando una pequeña recepción de cumpleaños en honor de la dueña de casa y enseguida comprobó que allí se encontraba la flor y nata de la alta sociedad neoyorquina. Toda la familia, todos menos Virginia, confirmó de un vistazo, y sus amigos más allegados, un cuarteto de cuerda y un amplio servicio de camareros que se paseaban entre los elegantes invitados con bandejas repletas de delicias varias. Un verdadero lujo.
Sonrió, estrechó manos y charló muy animado, un poco desbordado por la excesiva atención que le prodigaban algunas mujeres y sin perder de vista lo que ocurría a su alrededor, esperando que el cielo fuera generoso y que Virginia apareciera por allí en cualquier momento. Una posibilidad bastante plausible que empezó a ser improbable cuando el tiempo comenzó a transcurrir y llegó la hora de la cena.
—Ya ha llegado Gini —les avisó Pamela agarrando a su marido del brazo—. Cenamos en diez minutos.
—Gracias, Pam. Vamos subiendo al comedor. ¿Thomas?
—Sí, sí, gracias. Ahora voy.
Se giró hacia el hall de entrada y efectivamente vio a Virginia. Acababa de llegar y estaba entregando su abrigo al mayordomo. Llevaba un elegante vestido negro, muy ceñido, el pelo recogido y unos sencillos pendientes de diamantes. Preciosa, discreta y distinguida, como era ella, tan guapa que se quedó un segundo sin aliento, observándola sin moverse, quieto y silencioso. Hasta que la imagen del tipo que iba a su lado, y que la cogía del brazo, lo despertó de golpe y lo lanzó hacia ellos con decisión, con un enfado tan enorme subiéndole por el pecho que tuvo que detenerse y carraspear antes de poder hablar.
—Virginia.
—Thomas, vaya, no sabía que ibas a estar aquí.
—Y yo tampoco que trataras con ese individuo —miró al aludido metiéndose las manos en los bolsillos y él lo observó ceñudo.
—¿Cómo dices?
—¿Campbell, no? Creo que te dimos una buena lección hace unos años en Londres.
—¡Vaya por Dios! —exclamó ese americano al que Henry había expulsado de su casa de Westminster hacía unos cinco años, el mismo día que había muerto lord John—. ¿El guardaespaldas del duquesito?
—¡¿El qué?! —Virginia se giró y lo miró a los ojos—. ¿Qué has dicho, Beau?
—Es una forma de hablar, Gini, estoy de broma.
—No lo estabas aquella noche en Westminster, por eso no me quedó más remedio que partirte la cara.
—Pero ahora todos somos más viejos, estamos en mi país y te vas a cuidar bien de actuar como un matón irlandés, ¿de acuerdo, Kavanagh? ¿No te llamabas así? ¿No sé qué Kavanagh?
—¡Maldito hijo de la…! —dio un paso hacia él con los puños cerrados y Virginia se interpuso entre ambos.
—¡Ya basta!
—¿Ahora te relacionas con este tipo de escoria, Virginia?
—¿Qué? Mira… —lo miró a los ojos sin apartar la mano de su pecho y respiró hondo—. No es asunto tuyo y ahora os vais a calmar los dos. No voy a permitir un escándalo en casa de mi hermano.
—Salgamos fuera —se oyó decir como un patán, y avanzó con la clara intención de matar a ese gilipollas si le ponía un solo dedo encima.
—¿Quién demonios te crees que eres, capullo? Y lo más importante, ¿quién te ha dejado entrar en los Estados Unidos? —Campbell se arregló la chaqueta y Virginia lo miró con la boca abierta—. Maldito cerdo irlandés.
—¡Cabrón! —apartó a Virginia y casi lo agarró por la pechera, pero la voz clara y autoritaria de Patrick O’Callaghan detuvo el movimiento en el aire.
—¡Alto, Thomas!
—Papá, yo… —balbuceó Virginia, y él le hizo un severo gesto para que se quitara de en medio.
—¿A quién llamas cerdo irlandés, Beau Campbell? —bajó las escaleras y se acercó al susodicho para mirarlo a los ojos. Tom dio un paso atrás y por el rabillo del ojo localizó a Kevin, Sean y Pat, que se habían asomado para ver qué estaba pasando.
—Es una forma de hablar, señor O’Callaghan —Beau Campbell soltó una risa nerviosa y buscó el apoyo de Virginia con los ojos—. Este señor me ha atacado gratuitamente y sin mediar palabra. Creo que tiene un grave problema.
—Lo dudo mucho. Thomas es de nuestra entera confianza —le puso una mano en el hombro y miró a sus hijos—. Y tan irlandés como nosotros, así que ya me explicarás como te atreves a ofender a un amigo y paisano mío de esta forma y en casa de mi hijo.
—Le repito que solo ha sido un exabrupto, señor O’Callaghan, sin ninguna intención de ofender a nadie. Le pido disculpas, si hace falta.
—Hace años, cuando tuvimos que largarte a patadas de la casa de mi cuñado en Londres —intervino Kevin— te dejamos claro que te apartaras de mi hermana, Campbell.
—Kevin, por el amor de Dios —susurró Virginia muy nerviosa y blanca como el papel.
—La culpa es tuya por traerlo aquí, Gini, así que mejor te callas.
—¡Kevin!
—¡Suficiente! —Patrick O’Callaghan levantó una mano—. Me da igual por qué este caballero se presenta aquí escoltando a mi hija y por qué la ronda desde hace tanto tiempo. Me es igual, lo que tengo claro es que no lo quiero delante de mis ojos, así que fuera, Campbell, y la próxima vez que hables de cerdos, hazlo con tu familia, que eran los que se dedicaban a criarlos en Escocia.
El patriarca se dio la vuelta y volvió al comedor subiendo las escaleras despacio. El mayordomo entregó el abrigo a Campbell y Pat se encargó de acompañarlo a la puerta.
Thomas sintió de repente un desconcierto enorme por haber sido capaz de provocar semejante escena y bufó incómodo. Kevin se acercó y le palmoteó la espalda sin abrir la boca, y lo mismo hicieron Sean y el propio Pat, que se le acercó para animarlo a subir a cenar. Él asintió y miró a Virginia a los ojos. Ella permanecía allí sin moverse, aunque temblaba entera. Quiso hablarle, explicarse, pero ella entornó los ojos indignada, se agarró la falda del vestido y subió los peldaños a la carrera camino de la cena.