Capítulo 1

—Es obscenamente rica —comentó sir William Ferry, y observó a los dos jóvenes caballeros con paciencia—, su fideicomiso está valorado en veinte millones de dólares, ¡veinte millones de dólares! ¿Lo ha oído usted bien, milord?

—Cómo no oírlo, me lo viene repitiendo desde que pisé Nueva York —Henry Chetwode-Talbot se levantó y se acercó a la ventana para mirar a la gente normal y sencilla que llenaba las calles a esas horas. Todos con sus vidas, con sus historias, todos tan libres de las servidumbres y las responsabilidades que a él apenas lo dejaban respirar.

—¿Y cuándo podrá hacerse cargo de la herencia a pleno derecho? —intervino Thomas Kavanagh estirando las piernas—. ¿Ya lo tiene claro, Ferry?

—A los veinticinco años si no se casa, pero si se casa antes, el control del dinero pasa automáticamente a sus manos… —hizo una pausa muy teatral y también se puso de pie—, más bien a las manos de su esposo, ya me entiende.

—En fin… —Henry hizo amago de coger su chaqueta y Ferry lo detuvo.

—Ese fideicomiso se lo dejó su abuela materna, por ser la única chica del matrimonio formado por Patrick y Caroline O’Callaghan. La mujer adoraba a su única nieta y quiso favorecerla, pero además de esa fortuna le legó una mansión en Boston, otra en Savannah y bonos y participaciones varias. Eso solo por parte de su abuela materna, la honorable Hope Fermanagh, porque la señorita O’Callaghan también heredará de su padre y de toda la rama paterna de su familia, que son riquísimos.

—Bien, y…

—Es una suerte que usted haya venido a América a buscar esposa justamente ahora, milord, cuando dama tan notable ha cumplido la edad para casarse.

—¿Me consiguió los datos del local del que le hablé…? —preguntó Chetwode-Talbot ignorando el comentario cargado de mala intención. Ferry asintió sacando una tarjeta del interior de su chaqueta—. Mil gracias, sir Ferry. Nosotros deberíamos irnos.

—Es el mejor partido que le podía conseguir, milord. Tal como le prometí a su padre, lo he situado justo delante de la heredera más rica de América, ahora solo depende de usted.

—Y de ella —susurró Thomas preparado para seguir a su amigo.

—Eso desde luego —sonrió Ferry.

—Nosotros nos marchamos, muchas gracias por todo.

Abandonaron el despacho de ese hombre, un aristócrata inglés venido a menos que ejercía de abogado y asesor para todo de los británicos de buena familia que llegaban a los Estados Unidos, y Henry se detuvo para mirar bien los datos de ese local que estaba como loco por visitar. Thomas respiró hondo y se puso el sombrero.

—No me gusta este tipo, Harry, pero tiene razón. Virginia O’Callaghan es tu princesa del millón de dólares.

—Ya, ya…, ¿qué hacemos? ¿Alquilamos un coche o unos caballos? El dichoso local está en las afueras.

—Yo preferiría no ir.

—¡¿Qué?! ¿Quieres matarme de aburrimiento?

—Quiero que te comportes. Lo habías prometido y, sinceramente…

—¿Eres mi padre?

—Casi.

—Mierda, Tom, necesito tomar un par de copas con gente normal. No me seas aburrido.

—¿Qué piensas hacer con respecto a Virginia O’Callaghan? —buscó sus ojos y su amigo se encogió de hombros—. Si no te decides pronto…

—¿Otro se hará con el trofeo?

—Jamás llamaría trofeo a la señorita O’Callaghan, pero no seamos idiotas, seguro que tiene cientos de pretendientes y tú no dispones de mucho tiempo.

—Pobre muchacha, solo es una pieza de caza muy valiosa.

—No hables así de ella.

—¿Te gusta?

—¿A quién no?

—Cortéjala tú, cásate con ella, hazte rico y seguro que me ayudas a salvar mi patrimonio.

—No estés tan seguro.

—Tú no me abandonarías nunca, Tommy.

—Harry… —lo agarró del brazo y Henry Chetwode-Talbot bufó—, esa dama no está a mi alcance ni en sueños, lo sabes, tú eres nuestra mejor baza. Tu padre espera que hagas lo correcto, dime que lo harás y te dejo ir al dichoso local de las afueras.

—No estoy nada seguro de esto, amigo, igual una noche de juerga me aclara un poco las ideas.

—Ya llevas demasiadas noches de juerga y cada día te dispersas más.

—Como no eres tú el que se tiene que casar.

—Dios bendito.

—Pero tienes razón —interrumpió, encendiéndose un cigarrillo—, al menos esta tal Virginia no es uno de esos adefesios pegajosos de los que nos hablaron Pete y Jamie Carroll, ni ninguna de aquellas vacaburras que nos presentaron la semana pasada.

—No hables así de las mujeres, Henry, eres despreciable, en serio —cuadró los hombros y se largó.

Henry subió el tono y le soltó por encima del ruido de la calle:

—Está bien, iré a por ella.

Thomas Kavanagh ni se molestó en responder y se alejó de su amigo lo más rápido que pudo.

Llevaban veinte días en Nueva York y al parecer ya habían dado con la candidata perfecta.

El noveno duque de Aylesbury, padre de Henry, y uno de los hombres más respetados de la añeja aristocracia británica, había tenido que endeudarse para poder enviar a su único hijo a América con la intención de que encontrara una esposa inmensamente rica, y generosa, que los ayudara a salvar el maltrecho patrimonio familiar.

El ducado de Aylesbury, ubicado en Buckinghamshire, muy cerca de Oxford, había sido una de las propiedades más ricas y prósperas de Inglaterra, sin embargo, los malos tiempos, las malas cosechas, las malas decisiones, la mala suerte, los impuestos prohibitivos y un sinfín de desgracias habían empobrecido al duque y sus dominios, y llevaba diez años luchando contra los acreedores, los bancos y la ruina total para evitar morir como un indigente en las calles de Londres.

La situación era realmente grave, muy seria, aunque su hijo Henry ignorara el asunto y siguiera viviendo como un derrochador, dilapidando lo poco que le quedaba a su padre en juergas, vicios y mujeres, sin trabajar, aunque se había licenciado en Derecho, y haciendo oídos sordos a la desgracia. Y no es que Henry fuera una mala persona, simplemente actuaba como de costumbre, como lo habían educado, como un pequeño príncipe ajeno a la realidad y los problemas de la gente de a pie. Además era demasiado generoso y optimista, regalaba todo lo que tenía y creía que las cosas se iban a arreglar solas y que no había de qué preocuparse.

Así había entrado en su edad adulta, siendo adorado allí por donde iba, sin angustias ni preocupaciones. Hasta hacía dos años, cuando lord John sufrió una angina de pecho y Henry tuvo que correr a Aylesbury para cuidarlo y hacerse cargo del gobierno de su hogar. El momento más difícil e implacable de toda su vida.

En casa tuvo que aceptar que no tenían dinero, que estaban a punto de perderlo absolutamente todo y fue allí cuando empezaron a barajar la posibilidad de encontrar una alianza matrimonial lo suficientemente afortunada como para salvarlos del abismo. Era una opción, una que estaban siguiendo muchos herederos de las grandes familias británicas, muchos de los cuales estaban viajando hasta los Estados Unidos de América para elegir entre las ricas herederas locales a la mujer perfecta, a la esposa ideal, financieramente hablando, se entiende.

En 1874 lord Randolph Churchill, segundo hijo del séptimo duque de Marlborough, íntimo amigo de la familia Chetwode-Talbot, se había casado con la rica heredera neoyorquina Jennie Jerome, y había cambiado su vida. Desde entonces muchos aristócratas empezaron a volver del Nuevo Mundo con prometidas o esposas americanas, y hasta la prensa empezó a hablar de las princesas del millón de dólares, que llegaban al Reino Unido salvando títulos y propiedades con los bolsillos llenos de dinero, buena salud y una admiración exacerbada por las costumbres y el estilo de vida británicos. Una verdadera suerte a la que Henry Chetwode-Talbot no podía dar la espalda tan fácilmente.

Lord John se recuperó de su angina de pecho, pero su salud era delicada y, cuando oyó las novedades sobre el interés de su hijo por casarse con una buena herencia, lo organizó todo para mandarlo a Nueva York en busca de su propia princesa americana. Localizó a través de un conocido al abogado William Ferry, que estaba dispuesto a introducir a Henry en los mejores círculos de Manhattan a cambio de una buena comisión, y finalmente los había enviado al otro lado del mundo con una única tarea: volver con una esposa rica, a ser posible, la más rica del lugar.

Y eso estaban haciendo, buscando a la candidata perfecta. Él, que era amigo de Henry desde su más tierna infancia, porque su padre había sido el administrador de lord John desde tiempos inmemoriales, había accedido a acompañarlo por el cariño que tenía al duque, y porque ambos sabían que no podían dejar solo a Henry en ninguna parte. De ese modo, había dejado su bufete de abogados a cargo de sus socios y había partido detrás de su amigo con todos los documentos necesarios para cerrar un compromiso y organizar una boda legal y financieramente óptima. Ese era su papel en Nueva York y no pretendía desviarse del fin último del viaje porque Henry empezara a aburrirse o porque no le gustara ninguna de las candidatas que le presentaban.

Tenía veintiséis años, una delicadísima situación familiar y había que empezar a actuar con urgencia. No estaban para perder el tiempo y mucho menos tras haber dado con la mejor de las aspirantes, la señorita Virginia O’Callaghan, que además de ser tremendamente rica, era tremendamente guapa y, según contaban, muy culta e inteligente.

—¡Tom! —Henry llegó por su espalda y le tocó el hombro—. Venga, hombre, no me dejes solo en esta ciudad de locos.

—No estoy de humor, Harry.

—Hay que divertirse un poco, no todo va a ser andar a la busca y captura de alguna heredera tontorrona que quiera casarse conmigo.

—A eso hemos venido, ese es tu deber. Tu casa…

—Mi casa, mi patrimonio, mi título… madre mía, qué aburrido.

—La mayoría de tus iguales acuerda matrimonios de conveniencia. Ya sabes cómo funciona esto, así que deja ya de perder el tiempo y espabila. Lo vais a perder todo si no empiezas a tomarte esto en serio, Harry. No es un juego.