Capítulo 31

A partir de mayo de 1942, Eve solicitó una excedencia en la Cruz Roja Internacional para mudarse a Cambridge. No estaba lejos de Londres, pero residir en la Ciudad Universitaria le impedía ayudar a Elizabeth y a su departamento de manera permanente. Los trenes se habían convertido en una especie de lotería de la que no te podías fiar para llegar a la capital para cumplir con el trabajo, así que, con lágrimas en los ojos, no le quedó más remedio que dejar el área de Relaciones Públicas y Prensa, también el periódico, para aventurarse a vivir una nueva vida, bastante más ociosa.

Su inesperada decisión pareció no extrañar a nadie, y aunque tenía una serie de explicaciones para justificar un paso tan radical, no tuvo que pronunciar ninguna, porque tanto su familia como su jefa o sus compañeros veían su mudanza como algo lógico y natural. Lo más normal teniendo a un piloto de la RAF como marido, un héroe nacional que la necesitaba, y al que podría ayudar y apoyar regalándole todo su tiempo.

Así que no se quejó, en realidad era una suerte poder estar cerca de Robert, y con esa premisa se trasladó a Cambridge, donde empezó por matricularse como oyente en la facultad de Filosofía y Letras. Retomó los libros y trató de convertir su habitación en un hogar aceptable. Moira le dejó instalar un infiernillo para hacer el té, y comprar una radio. También adquirió un sofá nuevo, y se dedicaba principalmente a esperar a Rab, que a veces aparecía solo para tirarse encima de la cama con lo puesto, tan agotado que no podía ni abrir los ojos. Eso si había suerte y aparecía, porque a veces pasaban días sin tener muchas noticias de su paradero, ausencias que intentaban compensar Danny Renton y Andrew Williamson con sus visitas. Los dos tenían a sus mujeres en Escocia y a ninguno lo visitaban en Cambridge, así que Eve los recibía encantada en su cuarto, les preparaba el té o compartían juntos un fish & chips en cualquier pub de la ciudad, momentos muy agradables donde ellos le contaban recuerdos de infancia de Robert, de su paso por la universidad, de su juventud y de sus aventuras más divertidas, con tanta gracia que la hacían reírse a carcajadas y olvidar por un momento la tremenda preocupación que la embargaba siempre.

El estado de espera, preocupación y añoranza se asentó de forma permanente en su vida, en la de ella como en la de cualquier persona que tuviera un familiar en el frente, en alta mar o en la aviación. Esa era la vida en tiempos de guerra, y no quedaba más remedio que compensar la soledad y el miedo con los preciosos minutos que podía compartir con Rab cuando llegaba más descansado, podían cenar y charlar toda la noche, hacer el amor incansablemente, o sencillamente dormir juntos, abrazados. Unos privilegios tan valiosos que no se atrevía ni a mencionarlos en voz alta, porque una esposa que podía ver a su marido al menos una vez a la semana, por aquellos días, tenía demasiadas cosas que agradecer a Dios, porque aquello era un verdadero milagro.

A las pocas semanas de mudarse a Cambridge, y cansada de pasarse las veladas bordando, oyendo la radio o mirando incansablemente el cielo, aún en llamas, a la espera de Robert, decidió pedir permiso a Moira y organizar varias actividades con las chicas de la pensión, como la recogida de ropa usada y trapos viejos, que luego convertían en vendas para el ejército, un club de lectura y un taller literario, donde muchas de las asistentes empezaron a dar grandes muestras de talento. Incluso una de ellas, Morgan Bell, que era actriz del East End antes de casarse con un piloto de la RAF, propuso crear un taller de teatro, asesoradas por Eve, que se ofreció encantada a dirigirlas, y el 31 de octubre de 1942, cuando un bombardeo sorpresa de la Luftwaffe destruyó el centro de la histórica ciudad de Canterbury, estaban a punto de estrenar El sueño de una noche de verano de William Shakespeare, un estreno que quedó automáticamente suspendido por las terribles noticias que oyeron a través de la radio, y por la caída en combate de varios cazas británicos que habían intentado interceptar el ataque alemán sin éxito.

Esa noche, la madrugada del 1 de noviembre, fue una de las más aciagas para Eve McGregor en Cambridge. Dos veces aparecieron oficiales de la base de Duxford con los nombres de los caídos en combate en Canterbury, desencadenando unos dramas imposibles de sujetar, sintiéndose culpable cada vez que acababan la lista y el nombre de su marido no aparecía, y entonces se tenía que esconder para que no la vieran dar gracias a Dios por su suerte. Era tremendo enfrentar su alivio al dolor de las demás, y acabó llorando cada minuto más desesperada, impotente, incapaz de consolar a sus amigas afectadas por la tragedia, para quienes no existían ni palabras, ni argumentos, ni explicaciones.

—Evy, entra o te vas a congelar —Cate, una de sus mejores amigas, salió a la calle para llamarla a gritos, aunque ella no le hizo ningún caso—. Es la una de la madrugada, no le ha pasado nada.

—¿Y eso cómo lo sabemos?

—Porque las bajas ya están controladas, me acaba de llamar Peter desde la base, entra, por el amor de Dios.

—No, y vuelve a la cama. Yo me quedo esperando.

—Y si no viene esta noche, a lo mejor se ha ido…

—Da igual, yo me quedo.

Y se quedó en la puerta de la pensión a pesar de la lluvia, esperando, otro día más con el corazón en la mano, alguna noticia más concreta sobre el escuadrón derribado y sobre su marido, y por supuesto sobre Andrew y la mayoría de sus compañeros. Estaba decidida a no acostarse hasta recibir más noticias y se dedicó a pasear con energía por la calle, intentando entrar en calor y matar las horas a fuerza de ejercicio. No iba a dormir hasta que Rab apareciera, algo que estaba segura acabaría ocurriendo, porque ambos habían desarrollado un sexto sentido, un lazo de unión potentísimo, que la ayudaba a percibir si estaba bien o no, desde cualquier parte y a cualquier hora. Así pues, lo esperaría despierta, para mimarlo un poco y prepararle un té, para abrazarlo y cuidarlo, se estuvo repitiendo incansable hasta que, pasadas las dos de la madrugada, un vehículo sin identificación militar aparcó frente a la casa de Moira y entonces el corazón se le congeló unos segundos y se le fue la respiración de los pulmones.

—¡Robert! —Lo vio bajarse del jeep con aspecto cansado y corrió para lanzarse a sus brazos, sollozando—. Mi amor.

—Cariño…

—¿Dónde estabas?, ¿dónde demonios te habías metido? Me estaba muriendo de angustia…

—No llores, estoy bien, perfectamente, mírame… ¿Eve? Mírame.

—¿Por qué has tardado tanto?… el marido de Helen, el de Susy… —Los sollozos apenas la dejaban hablar, así que él la abrazó por los hombros y la subió a la habitación casi en volandas, la sentó en la cama y se acuclilló a su lado—. Todos muertos…

—Siento no haberte llamado… pero…

—Susy se cortó las venas, ¿sabes?, está embarazada de cinco meses, y no le importó, cuando vino el sargento Irons con los partes de bajas, ella se nos escapó a la cocina y se cortó las muñecas, no había forma de parar la hemorragia…

—Está bien, tranquilízate. Estás empapada, venga, deja que te saque esa ropa…

—No puedo vivir así, no puedo, me voy a volver loca.

—¡Eve! ¡Mírame!

Ella se ahogaba con el llanto pero lo miró con cara de susto.

—Mírame, estoy aquí, contigo, y estoy bien.

—Casi me muero de miedo.

—Lo sé, y creo que estar aquí con todas estas… —Se levantó y se pasó la mano por el pelo—. Tenemos que hablar, pero antes necesitamos un té…

—¿Qué ocurre?, ¿dónde estabas?, hace horas que los escuadrones estaban de vuelta… ¿Qué sabes de Andrew? —se dejó sacar la ropa húmeda sin oponer resistencia, y se metió en la cama tapada hasta los ojos.

Robert preparó una taza de té y se sentó a su lado, para mirarla de cerca. Le clavó los ojos color turquesa y carraspeó antes de hablar.

—Andy está bien, y lo que te voy a decir a continuación es confidencial.

—¿Qué pasa?

—Prométeme que no lo revelarás a nadie. Eve, promételo.

—Lo prometo.

—He venido porque nos enteramos del ataque a Canterbury y de los aviones derribados, pero… yo ni siquiera estaba allí, solo he venido porque fue imposible contactar con esta casa por teléfono y porque me imaginé que estarías muy preocupada.

—¿Dónde estabas?

—En Francia, realizando unos vuelos de reconocimiento, haciendo fotografías aéreas, y ni siquiera me enteré de la alarma de bombardeo sobre Kent. Lo supimos por radio hace dos horas.

—¿Y por qué no estabas volando con el escuadrón 19?

—Porque desde hace dos meses estoy colaborando con el SAS, el Servicio Aéreo de las Fuerzas Especiales.

—¿Fuerzas Especiales?, ¿el servicio secreto?

—Sí.

—¿Y…? ¿Cómo…?

—No te podía decir nada, tampoco es un servicio permanente, es una colaboración, estamos realizando vuelos espías por detrás de las líneas enemigas y, aunque parezca muy arriesgado, está resultando menos peligroso que el combate aéreo.

—¿Fuerzas especiales? —repitió mirándolo a los ojos.

—Es solo una colaboración, nada oficial, hace mucho tiempo que me lo ofrecieron y ahora, contigo… —Le acarició la mejilla con el pulgar—. Decidí hacerlo, y me gusta, es diferente y…

—¿Yo qué tengo que ver?

—Es un servicio más seguro que el combate, acabo de decírtelo.

Parpadeó y por un segundo recordó la entrevista fugaz que había mantenido con el coronel Stirling hacía tres meses, en el comedor de oficiales. El viejo escocés lo había agarrado por la solapa y le había palmoteado la espalda, sonriendo:

—¿Te vienes al fin con nosotros, McGregor?

—Bueno, señor… aún…

—Ya sé que te has casado con una preciosa niña judía de Hampstead, enhorabuena, y tu deber ahora es procurar que no se convierta en viuda antes de que acabe la guerra, ¿o quieres dejarla sola y a merced de su segundo marido?

—Por supuesto que no, señor.

—Esos cabrones están machacando a su pueblo, se lo debes… Además… es más seguro adentrarse ahora sobre Europa que volar intentando pararlos sobre nuestras cabezas.

—Lo pensaré.

—No, dame una respuesta ahora, tengo dos aviones espías que quiero estrenar, empieza con una colaboración y luego veremos.

Le clavó los ojos claros y Robert pensó en Eve, y la posibilidad de volar con una mayor seguridad le borró las dudas de golpe.

—Trato hecho.

—Dentro de una hora en el despacho de Stewart. Bienvenido a mi escuadrón.

Tras esa mínima charla, había iniciado un entrenamiento intensivo con su nuevo avión y desde hacía dos meses salía a diario en misiones de alto secreto, la mayoría de ellas destinadas a las fotografías aéreas sobre ciudades ocupadas, bases militares, aeropuertos y fábricas de armamentos.

—¿Cruzar las líneas enemigas y hacer vuelos espías es seguro?

—¿Qué? —Volvió de golpe de sus recuerdos y fijó la vista sobre ella—. Sí, claro, pero… ¿qué hay realmente seguro hoy?

—Oh, Dios… —Se abrazó las rodillas y apoyó la frente sobre ellas—. Ya no sé qué es seguro o no, no sé nada, salvo que no sé si sobreviviremos a esta maldita guerra, porque, si no nos matan las malditas bombas enemigas, nos matarán las preocupaciones.

—Esto es más seguro, me gusta el trabajo y espero que me apoyes.

—¿Puedo negarme?

—No —se acercó, la agarró por la nuca y la besó—. Siento por lo que has pasado esta noche, ha sido terrible.

—Lo fue, pero lo importante es que ya estás aquí, conmigo.

—Y me muero por ti.

Apartó las sábanas y la abrazó, ella estaba desnuda, suave y tibia, y la besó con ansiedad, cada vez con más desesperación, se quitó el cinturón y se desabrochó los pantalones con una mano, sin poder dejar de tocarla, e incapaz de esperar para desnudarse, solo la necesitaba a ella, así que la penetró sin desvestirse, soltando un quejido profundo y desgarrado, celebrando la vida, como decían los chicos en broma después de una misión, agarrándose a lo único concreto, verdadero y estable que tenía en su vida, ella y nadie más, porque tampoco necesitaba nada más para seguir viviendo, nada, salvo a su mujer.