Capítulo 3

—¿Eve?

—Sí, abuela, aquí estoy.

—Trae mi sombrerera.

—No es necesario llevarla, abuela, en casa no la necesitas.

—No sé si algún día volveré a mi casa, Eve, lo más probable es que muera antes de que esos alemanes dejen de bombardear el East End. ¿Qué quieres?, ¿que muera sin mis sombreros?, ¿no sabes que mi madre los trajo de Rusia en 1860? Siempre han formado parte de mi vida.

—Oh, Dios mío —exclamó Eve por lo bajo, agarrando la sombrerera, que era casi tan vieja como el piso de su abuela, ubicado a dos pasos de Leicester Square, para colocarla entre las cosas que se llevaría a Hampstead. Al fin habían logrado convencerla para que se trasladara con su hija y sus nietas hasta allí, que era un barrio más seguro. Eve, que era la única que se entendía de verdad con ella, la había acompañado esa tarde para que recogiera algunas cosas, bultos que esperaba fueran los últimos y que tenían que conseguir llevar en un solo viaje en el taxi del señor Simmons, que les había cobrado una fortuna por hacerles el favor de alquilarles su automóvil.

—Muy bien, ahora voy a buscar tus medicinas a la farmacia del señor Abraham y en cuanto vuelva nos vamos, ¿de acuerdo?

—Tu bisabuela Alexandra, que era la más hermosa de las criaturas, sirvió de inspiración para muchos sombrereros artesanos de San Petersburgo, Eve, ¿te lo he contado muchas veces?

—Sí, abuela.

—Creo que nunca he visto a una mujer que luciera mejor un sombrero que mi madre.

—Tú los llevas maravillosamente…

—Uf, ni la sombra de lo que fue mi madre, lástima que muriera tan joven, tú le hubieses encantado, ¿sabes?, corriendo por allí con tu cámara de fotos.

—Voy a bajar a la farmacia.

—Espera —la agarró del brazo—. Hay unas telas carísimas en ese baúl de mi dormitorio, son para vuestro ajuar, no debemos olvidarlas. Charlotte se llevó una pieza de Como, una seda valiosísima que compramos en Italia mi hermana y yo, a París, y lo que queda es para Claire y para ti. A Honor también le regalé algo de eso cuando se casó ¿no?

—Sí, se hizo el vestido de novia con una de tus telas, abuela. Era precioso.

—Es cierto, pues hay que coger las vuestras y, además, unos vestidos que ni siquiera se han usado. Solo los botones cuestan más que todo lo que llevas encima —miró de arriba abajo la imagen tan poco femenina de su preciosa nieta, vestida con tanta sencillez, y movió la cabeza, resignada—. En fin, hay que meterlo todo en alguna caja.

—Bien, lo haremos luego, o mañana…

—Nada de eso, lo haremos ahora mismo. Ven conmigo.

—Es tardísimo, abuela.

—Si sigues discutiendo, más tarde se hará.

Rebeca Rosenberg le hizo un gesto con la mano y a Eve no le quedó más remedio que obedecer, o la discusión podría eternizarse. Necesitaban dejar el centro lo antes posible. Así que caminó detrás de ella, localizó un pequeño baúl con dos asas y se lo acercó para empezar a meter las telas y los vestidos de principios de siglo que su abuela guardaba primorosamente envueltos en papel de estraza. No eran muchos. La observó organizando sus tesoros, con esas manos finas y un poco temblorosas, y sintió mucha ternura por ella, tan elegante y distinguida, con su pelo blanco recogido con un broche de plata y sus ojos color miel vivos y soñadores, a pesar de los años y la leve miopía que la obligaba a usar unas gafas de carey muy elegantes, que, sin embargo, pasaban más tiempo colgando de una cadena de oro que reposando encima de su nariz.

—Esther me ayudó a embalarlos el año pasado, quién nos iba a decir que necesitaría sacarlos de aquí —agarró los paquetes y los ordenó dentro del pequeño arcón que su nieta le puso encima de la cama—. Claro que quién nos iba a decir hace un año que entraríamos en guerra y que yo viviría sin saber nada de mi hija pequeña.

—Seguro que pronto se ponen en contacto con nosotros, abuela, hoy en día las comunicaciones son un desastre y, con París ocupado, aún más. Seguro que la tía Charlotte está tan preocupada como tú por no poder hablar contigo.

—Son muchos meses ya, Ruth Newman dice que las deportaciones son masivas en Francia y tal vez…

—No le hagas caso a la señora Newman, qué sabrá ella… —superó la distancia que las separaba y la abrazó por los hombros—. El tío Víctor es médico, un neurocirujano muy prestigioso, nadie les hará daño, seguro que hasta los alemanes se pelean por acudir a su consulta —soltó el comentario sintiendo la boca pastosa. Era horrible mentir de esa forma, porque en realidad no tenían ni idea de lo que estaba pasando con sus tíos en París, pero era mejor soltar una mentira piadosa que asustar más a su pobre abuela. Se lo había prometido a sus padres y, cada vez que el tema salía, había optado por mentirle y tranquilizarla, a pesar de las pésimas noticias que llegaban desde el continente respecto a la población judía—. Ya verás como todo se arregla.

—No sé yo, pobre Charlotte, es tan frágil y tan temerosa, aún no comprendo cómo no se vinieron a Inglaterra en cuanto ese hombre subió al poder y empezó a hablar del Nuevo Orden, de la raza aria, del Tercer Reich… el Lebensraum[1].

—Nadie decente imaginó en 1933 que Adolf Hitler conseguiría rearmar Alemania y empezar esta guerra, abuela…

—En 1933 no, pero hace un año se lo dijimos, tu padre se lo dijo mil veces a Víctor, que podía venir a Londres y abrir una consulta. Todos se lo aconsejamos, pero no nos hicieron caso, y mira ahora…

—Bueno, ya está, no nos pongamos tristes —le dio un beso en la mejilla y se volvió hacia el cuadro de la abuela Alexandra que presidía el dormitorio. Tragó saliva y respiró hondo, no pensaba llorar y derrumbarse, era necesario mantener la calma y el optimismo, y ella era especialista en disimular sus preocupaciones—. La verdad es que tu madre era espectacular, abuela, no me extraña que el abuelo Salomon no volviera a casarse.

—Es cierto, era una mujer impresionante y dotada de un gran sentido del humor, me recuerdas mucho a ella.

—Ya quisiera yo.

—Aunque tú tienes los ojos Rosenberg.

—¿Y sabes dónde están sus cartas del tarot?

De pronto recordó que su bisabuela, que había llegado a Inglaterra en 1860 procedente de Rusia gracias a su matrimonio con un rico comerciante británico de joyas y piedras preciosas, era, además de sufragista convencida, progresista y especialista en la Cábala, una tarotista de primera. Sus hijas habían guardado siempre su colección de cartas del tarot, y ese pequeño tesoro le interesaba bastante más que unos cuantos sombreros hechos a mano en San Petersburgo.

—Sara se llevó algunas, pero guardé dos barajas, están ahí mismo, en el cajón de mi mesilla. Llévatelas, Eve, te las regalo.

—¿En serio? —Sacó la cajita de terciopelo negro donde estaban guardadas y las acomodó dentro del arconcito con los vestidos—. Perfecto, gracias, las cuidaré muchísimo… pero… —Miró la hora y el corazón se le puso en la garganta—. Voy a bajar a comprar y luego nos vamos, se ha hecho tardísimo y no deberíamos estar todavía por aquí.

—Bueno, baja mientras yo acabo con todo esto.

—Perfecto, no tardo ni quince minutos, ahora vuelvo.

—De acuerdo, querida.

Eve le sonrió, se puso el abrigo de lana y bajó a la carrera hasta Piccadilly, donde el señor Abraham regentaba una elegante farmacia que la guerra había convertido en un local cubierto de sacos de arena y cortinas antiaéreas. Llegó a la puerta y comprobó la cola de clientes que la precedía. Miró la hora: las cinco menos cuarto, era muy tarde. En cuanto oscureciera saltarían las alarmas y las pillaría a medio camino de casa. Bajó la cabeza, pensando en volver al día siguiente, e inmediatamente la sirena antiaérea sonó haciéndola saltar en su sitio. Miró con los ojos abiertos como platos hacia el interior del local mientras a su espalda la gente salía corriendo en bandada a buscar refugio. El señor Abraham le hizo un gesto para que entrara, pero ella negó con la cabeza y salió disparada de vuelta al piso de su abuela, que estaba sola en el edificio.

Cruzó Piccadilly Circus en medio del revuelo, empujando al mar de personas que iba en dirección contraria a la suya y que la retrasaba horrores en su avance, subió por la calle Shaftesbury a buen paso, sin dejar de oír la maldita sirena. Antes de llegar a la esquina de Charing Cross Road cayó la primera bomba, haciendo retumbar el suelo bajo sus pies. Se apoyó en la pared de un edificio y comprobó que estaba prácticamente sola en la calle, esperó un segundo mientras el corazón le latía con fuerza contra los oídos e intentó seguir andando, pero no fue posible, porque la mano firme y enérgica de alguien la detuvo con determinación.

—¿Dónde cree que va?

—¿Qué? —Se revolvió indignada, zafándose de la garra de ese individuo, porque se trataba de un hombre, un soldado. No: un aviador, alto y con acento escocés—. Déjeme seguir.

—¡No!, ¿cómo es que no está en un refugio? Venga, vamos hacia Leicester…

—¡No! —negó muy convencida, comprobando que el aviador era ese tipo, el capitán McGregor, al que había visto hacía dos días en el metro de Leicester Square—. Mi abuela, tengo a mi abuela sola, ahí mismo, voy a recogerla y bajamos al refugio.

—Creo que ya es un poco tarde…

Segundo bombazo, bastante más cercano. Rab McGregor, que andaba deambulando por la calle muy aburrido esa tarde, tiró la muleta al suelo y empujó a la muchacha contra la pared, protegiéndola con su cuerpo. Ella desapareció detrás de su envergadura y él notó cómo sus manos se aferraban a su chaqueta. Bajó la cabeza y olió, no sin asombro, el delicioso aroma a jazmín de su pelo.

—No puede ir ahora a buscar a su abuela, seguro que estará bien.

—Tiene setenta y ocho años, está sola y asustada —protestó Eve, separándose de él e intentando escabullirse por debajo de sus brazos—, tengo que ir a buscarla.

—No puedo permitirlo.

—No lo permita, señor, no hace falta.

De un salto se escapó y salió corriendo hacia la esquina. Rab se agachó, recogió la muleta y la siguió a buen ritmo. Aunque no podía correr, sus zancadas eran bastante más amplias que las de esa muchacha tan cabezota. Cuando entró en el edificio, ella aún iba subiendo las escaleras en busca de su abuela. Se armó de ánimo y subió los escalones despacio, oyendo los silbidos de las bombas alemanas cayendo sobre el centro y sus alrededores. «Malditos hijos de perra», masculló, llegando a la segunda planta, donde la muchacha abrazaba a una venerable anciana que iba vestida como para asistir a una cena en Buckingham Palace.

—¿Y este soldado tan apuesto, querida?

—Aviador, abuela —corrigió, mirando con el ceño fruncido al capitán McGregor—. ¿Qué hace usted aquí?

—Acompañarla, será mejor que no salgamos a la calle —guardó silencio, levantando los ojos claros hacia el techo, y medio segundo después una explosión hizo crujir el edificio entero. Se acercó a ellas y las atrajo hacia el dintel de la puerta—. Han empezado pronto hoy, ¿no?

—¿Y usted quién es, jovencito? —insistió la dama, ajena al miedo de su nieta, que pensaba que morirían todos, los tres, esa misma tarde y en ese vetusto edificio, por no haber llegado antes al centro, por no haber ido por la mañana, que era lo que tendrían que haber hecho.

—Robert McGregor, señora, oficial de la Royal Air Force, Escuadrón 19, a sus pies.

—¿Es usted piloto?

—Sí, señora.

El silbido fue tan cercano que involuntariamente Rab cerró los ojos, temiéndose lo peor. Agarró a la anciana y a su nieta y las abrazó contra su pecho. Al fin iba a morir, pensó, pero no a bordo de su caza y llevándose por delante a varios malditos esbirros de Hitler, sino en pleno centro de Londres, junto a ese par de desconocidas que en realidad le importaban un carajo. Apoyó la espalda en el dintel y percibió perfectamente cómo la deflagración hacía que las paredes se movieran como papel de fumar. Inmediatamente saltaron los cristales de todas las habitaciones y se llenó todo de un polvo oscuro que los bañó de arriba abajo.

—¡Malditos hijos de puta!, oh, lo siento…

—No, no se preocupe, hijo, es saludable oír a un hombre hablar como un hombre —bromeó Rebeca Rosenberg coqueta, cosa que hizo bufar de indignación a su nieta.

—Abuela, por el amor de Dios.

—Un momento… —McGregor se apartó de ellas poniendo atención a los ruidos que veían de la calle. Eran ambulancias, la policía, protección civil, tal vez Cruz Roja, el peligro estaba cediendo—. Esperaremos unos minutos y podremos bajar.

—Muchas gracias, capitán McGregor, mi nombre es Eve Weitz y esta es mi abuela Rebeca Rosenberg —le tendió la mano con firmeza.

Rab devolvió el apretón, gratamente sorprendido por su energía, levantó los ojos y por primera vez se encontró con esos enormes, preciosos y almendrados ojos oscuros, tan grandes que parecían leerle el alma a uno de un solo vistazo.

—Usted no me recuerda, pero coincidimos en el refugio de Leicester Square hace dos días, su compañero, el cabo Renton, estuvo hablando conmigo.

—Ah, claro, como no… —«La princesa judía», pensó, regalándole una de sus célebres sonrisas—. Sí, me acuerdo de usted.

Eve se apartó de él unos pasos y empezó a sacudirse el pelo oscuro de las motas de polvo que lo invadían todo.

—¿Qué puedo decirle, capitán?, muchísimas gracias por quedarse con nosotras, ha sido extremadamente amable.

—El deber es siempre el deber. Y si se cumple en favor de dos damas tan hermosas, es un placer.

—Oh, por favor, qué granujilla, ¿de qué parte de Escocia es usted, capitán?

—¿Tan evidente es? —preguntó, coqueteando tan descaradamente que Eve movió la cabeza, confirmando su teoría de que aquel tipo no era más que un gallito del corral con uniforme—. De Edimburgo. En realidad, prácticamente me crie en Leith por el trabajo de mi padre, pero somos de Edimburgo.

—Oh, qué interesante ¿y a qué se dedica su padre?

—Abuela, por favor, acabamos de sobrevivir a un bombardeo, no marees al capitán con tus preguntas como si estuviéramos en uno de tus bailes de Nochevieja.

—Espero no importunarlo, capitán, pero es que creo que, aunque el cielo esté en llamas por culpa de la guerra, podemos seguir manteniendo las buenas maneras y la camaradería.

—Estoy de acuerdo, señora Rosenberg.

—Mi nieta siempre es así, todo lo que tiene de guapa lo tiene de aburrida.

Eve abrió la boca para defenderse, pero prefirió callarse, y miró a ese tipo de reojo, seria, aunque él parecía realmente divertido con la situación.

—Mi padre es médico y ejerció muchos años como médico del sindicato de estibadores de Leith, además de mantener una consulta cercana al puerto, donde atendía a muchas familias de la zona.

—Pero qué coincidencia, mi yerno, el padre de Eve, también es médico. Bueno, y mi difunto esposo, mi otro yerno y el marido de mi nieta mayor también.

—Vaya, sí que es una coincidencia —susurró Rab, observando la carita de la princesa judía, con ese cutis inmaculado y perfecto, el gesto tan serio, y ese cuerpo menudo y tan bien proporcionado que ocultaba detrás de ese vestido de solterona que no le hacía ninguna justicia. Era preciosa, pero ella no lo sabía, y aquello lo enterneció—. Bueno, creo que ya podemos bajar, ¿tienen intención de ir a alguna parte?, ¿puedo acompañarlas?

—Nos vamos a la casa de mis padres, en Hampstead. Si ha habido suerte y no lo han destrozado, tengo un coche aparcado a unas cuantas calles de aquí.

—¿Y quién las llevará?

—Yo misma, capitán, ¿o es que no sabe que las mujeres ya conducimos?

El capitán Robert McGregor resultó ser un caballero muy amable y, además de llevarlas hasta el coche, que permanecía milagrosamente intacto aparcado a unas calles de Leicester Square, cargó con las cosas de la abuela y las acomodó dentro del vehículo con enorme disposición. Luego se despidió de ellas, tomando nota de sus señas en Hampstead, por insistencia de la señora Rosenberg, que parecía no querer perderlo de vista, y desapareció entre la gente cojeando un poco y regalándoles una vez más una amplia y bella sonrisa, sin que Eve respondiera de la misma forma o sucumbiera lo más mínimo a sus evidentes encantos. Para ella ese hombre era una especie de encantador de serpientes, demasiado guapo, demasiado caballeroso, demasiado diligente, cualidades que seguramente escondían una personalidad egoísta y vanidosa.

Opinión que mantuvo con firmeza, a pesar de las alabanzas que su abuela le dedicó durante todo el viaje de vuelta a casa y en los días posteriores, delante de la familia, cuando Eve empezó a pensar demasiado en él, a recordar con una sonrisa su agradable acento escocés y a fantasear con ese abrazo cálido y protector que él le había dado en medio del bombardeo, un abrazo puramente de supervivencia, pero que era el primero que ella daba a un hombre que no fuera su padre.