Capítulo 6
Saltó del avión, entregó la hoja de servicio al asistente y llamó a Danny Renton con la mano. Su amigo era uno de los mecánicos expertos del Spitfire, había hecho un curso intensivo en los talleres Rolls Royce, llevaba año y medio trabajando para la aviación británica, y Rab necesitaba que le echara un vistazo a su aparato. Danny corrió hacia él y lo saludó con una venia, mirando sin mucha emoción el hollín que manchaba la cara y las manos de Robert, que, por otra parte, era el aspecto habitual de cualquier piloto de la RAF que volviera de alguna incursión sobre el Canal de la Mancha.
Danny esperó en silencio a que hablara, observando como Rab se sacaba los guantes y la chaqueta de cuero forrada con piel de borrego, que intentaba palear las bajas temperaturas que soportaban a miles de metros de altura, y suspiró temiéndose lo peor, alguna tarea de última hora de esas urgentes, cuando en realidad lo que le apetecía era ir a la cantina, tomarse algo y luego meterse en la cama para dormir un poco. Llevaba doce horas de servicio y necesitaba descansar.
—Algo pasa con los mandos, se me encasquilló una de las ametralladoras, la tercera del ala izquierda, échale un vistazo, por favor.
—¿Cuándo vuelves arriba?
—Esta noche.
—Dormiré una siesta y lo miro, de momento le diré de Bronson que le dé un repaso.
—No, quiero que lo mires tú, Danny boy, no me jodas, por favor.
—Llevo doce horas de servicio y, además de estar medio congelado, no estoy en las mejores condiciones. Bronson es un buen ayudante, no te preocupes.
—Muy bien, pero míralo tú antes de que vuelva a sacarlo.
—Prometido… —Lo siguió por el hangar camino de la cantina, ordenándole con un gesto a Joe Bronson que mirara el Spitfire de McGregor. Comprobó cómo el chico corría hacia el avión inmediatamente, y sonrió—. Seguro que ha sido algo de hielo, hace un frío de muerte.
—Puede ser hielo, pero se supone que no debería dañarlo o afectarlo en lo más mínimo, ¿no?
—Eso es cierto…
—¿Capitán McGregor?, ¿Robert McGregor? —Un jovenzuelo se les cruzó en el camino y ellos se detuvieron con expresión interrogante—. ¿Es usted, señor?
—Sí, soy yo, ¿y usted es…?
—Cabo primero Francis Willburm, capitán —el chico se cuadró y Robert le devolvió el saludo, tocándose la gorra con dos dedos—. Soy el asistente del coronel Stirling, dentro de una hora quiere reunirse con usted en el despacho del coronel Stewart.
—¿El coronel Stirling? ¿David Stirling? —preguntó Danny Renton mirando de reojo a Rab.
—Sí, señor, lo esperamos a las nueve de la mañana en el despacho del coronel Stewart. Hasta ahora, señor —el chico volvió a cuadrarse y desapareció con muchas prisas.
—¿Qué puede querer el glorioso David Stirling de ti? —preguntó Danny viendo como Rab giraba hacia los barracones—. ¿Y el desayuno?
—Ya lo has oído, tengo una hora para cambiarme y estar allí, voy a darme una ducha, luego te veo, Danny, y no te olvides de mi avión.
Llegó a los barracones, donde muchos compañeros dormían a pata suelta a pesar del ruido y el trajín que solía llenar de norte a sur y de este a oeste la Base de Duxford, y se encaminó hacia su taquilla despacio. Sacó una muda limpia y el uniforme cepillado el día anterior durante unas horas de descanso, comprobó que los zapatos estaban lustrados, brillantes en un rincón, agarró la toalla y se fue a las duchas para quitarse el hollín y el cansancio de encima. Estaba agotado, había volado casi toda la noche y le dolían los músculos de todo el cuerpo, sobre todo los hombros y los riñones, —la espalda era la que más tensión sufría allá arriba—, y necesitaba dormir, pero una cita con el coronel David Stirling le quitaba el cansancio a cualquiera. Aquel hombre, escocés nacido en Perthshire, había destacado por su valentía en la Layforce, una brigada de comandos británicos que había actuado con mucho éxito al norte de África ese mismo año. Cualquier aviador había oído hablar de Stirling, y mucho más un escocés, así que estaba encantado, además de sorprendido, de poder conocer al gran David Stirling. Dejó correr su imaginación con respecto a esa cita mientras el agua caliente le caía sin mucha fuerza sobre la cara. Al menos había agua caliente, pensó, imaginando que Stirling quería conocerlo para felicitarlo por su trabajo o para ofrecerle un puesto en algún comando de operaciones en Europa o en África, aunque esta última opción no le apetecía demasiado, porque no quería alejarse de Europa, de Inglaterra, de Londres, de los amigos y de personas como Eve Weitz…
—¿Eve Weitz? —exclamó abriendo los ojos—. Por el amor de Dios.
Salió de la ducha, se afeitó, se vistió con esmero y luego se plantó la gorra de paseo mirándose al espejo. Tenía ojeras, pero eso era lo de menos, aún le quedaba media hora antes del encuentro en la oficina del comandante Stewart, y podría pasar por la cantina para tomarse una enorme y caliente taza de café.
—Robert, te presento al coronel Stirling, estoy seguro de que sabes quién es… —exclamó el coronel Stewart, palmoteándole la espalda—. Ha venido para conocerte.
Rab se cuadró y saludó a ambos oficiales.
—Señor —se puso la gorra debajo del brazo y miró de reojo el despacho del comandante al mando de Duxford, comprobando que estaban los tres solos.
Stirling se acercó y le extendió la mano con una sonrisa.
—Descanse, capitán, es un placer conocerlo.
—Lo mismo digo, señor.
—¿Por qué no nos sentamos?
—Claro, señor.
—¿Así que de Edimburgo, Robert?
—Sí, señor.
—Yo soy de Lecropt, en Perthshire, ¿lo conoce?
—Claro, señor.
—¿Y estudió en Saint Andrews? Derecho, por lo que he visto en su expediente.
Rab asintió.
—Su hoja de servicio es impecable, lo del 24 de agosto le costó una baja médica ¿no? ¿Cómo se encuentra?, su comandante dice que en plena forma.
—Así es, señor.
—Bien, bueno… —Stirling miró a Stewart y se puso la mano en el pecho—. Si no te importa, Charles, me gustaría explicarle a Robert el asunto a solas, ¿nos dejas unos minutos?
—Por supuesto.
El coronel Stewart salió del despacho y entonces David Stirling sacó un paquete de tabaco y se lo ofreció a Robert, este cogió un pitillo y se mantuvo en silencio.
—¿Te puedo tutear, Robert? —sin esperar respuesta, aspiró el humo del cigarrillo y siguió hablando—. Sabrás que volaba con la Layforce, pero nuestro sistema operativo se cae a trozos, necesitamos unas nuevas fuerzas especiales y estamos formando un grupo de aviadores expertos para integrarlas. Necesitamos hacer incursiones profundas detrás de las líneas enemigas, atacando cuarteles generales, aeródromos, las líneas de suministro… En resumen, necesitamos personas valientes y dispuestas a dejarse la piel por su país, ¿crees que encajarías en nuestro proyecto?
—¿Seguiría volando?
—No en combate, se trataría de atravesar las fuerzas enemigas y, con suerte, instalarnos allí para intentar reclutar, instruir, armar y coordinar a las guerrillas locales. La guerra desde dentro, ya me entiendes.
—Bueno, yo…
—¿Algún problema?, puedes hablar con total confianza, capitán. De hecho, te ruego que lo hagas.
—Sinceramente, señor, agradezco su confianza, pero, si soy franco con usted, no quiero dejar de volar en combate.
—Oh, claro —parpadeó y fijó los ojos en ese joven tan apuesto que parecía salido de una película de Hollywood, con la altura y la elegancia de esas estrellas de cine que volvían locas a las mujeres de todas las edades—. Lo comprendo, pero es una enorme oportunidad para tu carrera.
—No lo dudo, coronel, pero…
—Entiendo, pero de momento solo estamos organizando el SAS[5], así que tendrás mucho tiempo aún para seguir pilotando tu Spitfire.
—Sí es así, señor, más adelante podría reconsiderarlo. Si a usted le parece bien.
—Me parece perfecto. De más está decir que esta charla es confidencial.
—Por supuesto, coronel.
—A mí también me gustaba combatir allí arriba —confesó Stirling, tomando un trago de té frío, de la taza que le habían servido al llegar—, pero tuve un accidente con el paracaídas en África y me pasé dos meses en un espantoso hospital de Alejandría. Después de eso, el Servicio Secreto Británico me ha encomendado organizar el SAS, y piloto poco, cosa que me sienta fatal, la verdad.
—Lo siento, señor.
—¿Y juegas al golf?
—¿Al golf? —Lo miró a los ojos y relajó los hombros—. Claro, pero desde que llegué aquí no juego.
—Muy bien, tenemos un partido pendiente tú y yo, ¿de acuerdo, McGregor?, dentro de unas cuantas semanas. Y, cuando sea, espero que aproveches para dar una respuesta afirmativa a mi propuesta, me gustaría contar contigo en nuestro equipo.
—Gracias, señor.
—Muy bien, puedes irte.
Robert abandonó el despacho casi a la carrera, con una extraña sensación en el pecho. Por una parte era un halago inmenso que contaran con él para entrar en las Fuerzas Especiales, donde por cierto prestaban servicio algunos viejos conocidos suyos. Pero, por otra, él se había alistado en la aviación para volar, combatir y derribar enemigos en el cielo, en la vorágine de la guerra, no para cumplir complicadas misiones de espionaje que lo acabarían dejando en dique seco muchas semanas. Ni siquiera el jefe de las SAS volaba, y eso no lo quería para él, él prefería menos halagos y más acción, y mejor ser sincero desde el principio, dejando clara su postura. Seguro que el coronel Stirling lo comprendía.
—¡Eh!, ¡Rab! —Andy se levantó de la mesa cuando lo vio entrar en la cantina y le indicó con gestos que le tenía un sitio libre a su lado—. ¿Qué pasa, tío?, llevo una hora buscándote.
—Estaba reunido, ¿qué hay de comer?
—Chuletas de cerdo, están muy buenas.
—¿Y Danny?
—Dormido como un bebé, estaba agotado. Y yo tengo muy buenas noticias.
—¿Qué?, ¿Theresa no está embarazada? —Andrew se puso serio de golpe y Robert se echó a reír—. Estoy de broma, hombre, ¿qué pasa?
—Permiso, nos han dado permiso a partir del jueves, ¿no es fenomenal? Jueves, viernes y sábado. ¡Dios! Cómo lo necesito.