Capítulo 8

La idea de cruzar el Canal de la Mancha y adentrarse en Francia había surgido hacía meses, en cuanto se enteraron de la ocupación alemana, tras el Armisticio del 22 de junio de 1940 firmado por el gobierno galo en Compiègne, y de las deportaciones en masa que empezaron a sucederse en todo el país, París incluido, de judíos franceses a los que estaban despojando de todos sus bienes. Desde ese primer momento Eve había soñado con la posibilidad de ir a rescatar a su tía Charlotte y a su marido. Cuando Madden le habló, mientras cuidaba de su hijo en el hospital, de sus viajes clandestinos y de sus contactos en el continente, ella empezó a barajar la posibilidad de contratar uno de sus barcos y pagarle lo que fuera para que la ayudara a llegar hasta París.

—Cruzamos continuamente el Canal, es pan comido, señorita, si algún día necesita algo de Francia o de Bélgica, ya sabe, medias, chocolate o champagne —le dijo una mañana junto a la cama del pequeño Billy— me lo dice y yo se lo traigo, con garantías.

—¿Y que lleva hacia allí?

—¿Llevar?

—Me imagino que aprovechará los viajes de ida para llevar algo, ¿no?

—Llevamos de todo —respondió suspicaz—, desde piezas de coches a mantas de lana, ¿por qué?

—¿Y personas?

—¿Quién en su sano juicio querría cruzar hasta allí en este momento?

—Yo, por ejemplo.

—¿Qué dice, señorita?, no sabe de lo que habla.

Por supuesto, Madden se había reído de ella en un principio, pero después, cuando le puso un suculento sobre con dinero encima de la mesa, el tipo empezó a estudiar las posibilidades y finalmente le había organizado su viaje secreto en muy pocas horas, dejando claro que ni él ni su gente se hacían responsables de su seguridad ni de su regreso a Londres sana y salva. Peter Madden había sido claro: «La dejamos en el puerto y le daré salvoconductos para mis contactos, podrá llegar a París y luego, con suerte, viajar a España, de donde podrá conseguir transporte hacia el Reino Unido a través de Gibraltar. Todo ello si hay suerte y, la verdad, señorita, lo tiene todo en su contra, así que vaya a casa, medite un poco y volveremos a charlar mañana».

Y ella había obedecido, se había ido a casa sin rechistar, aunque la decisión ya estaba tomada y no había marcha atrás. Viajaría como reportera y aprovecharía la ocasión para documentar la ocupación mientras luchaba por encontrar a su familia. Su jefe le había dado carta blanca, ella tenía el dinero, la idea y los medios. Así que, aunque el entrometido de Rab McGregor quisiera llenarle la cabeza de temores, no existía ya fuerza humana que le impidiera realizar el viaje.

Desde que tenía uso de razón había sido de ideas claras y decisiones rápidas, era consecuente y leal a sus convicciones, y no solía tener miedo, no conocía el significado de esa palabra, tal vez porque había tenido una vida protegida y rodeada de amor, o tal vez porque no soportaba a las personas temerosas que condicionaban a su entorno y se hacían dependientes de las personas que las rodeaban. Los motivos no estaban claros, pero el caso es que no tenía miedo a nada, ni siquiera a Hitler y sus seguidores, que estaban arrasando y amenazando al pueblo judío con su fanatismo asesino. Ni siquiera ellos conseguirían paralizar su vida, eso no lo podía permitir y, con riesgo o no, cruzaría el Canal de la Mancha e intentaría llevar a cabo su empresa, una aventura que tenía milimétricamente organizada. Al menos, eso creía cuando al fin obtuvo la venia de Madden, recibió sus instrucciones y empezó a preparar su inminente viaje a Francia.

Ese mismo viernes, solo unas horas después de que Robert McGregor casi la descubrió delante de su familia mandando todo su plan a la basura, acabó su turno en San Bartolomé y se marchó a casa, donde tenía preparado un equipaje exiguo, por consejo de Madden: una mochila con sus cosas y otra con la cámara y los flashes. Sacó el dinero y las joyas que tenía escondidos en una caja de música, se vistió como una buena chica de Hampstead y se despidió de su familia, que creían que se iba de viaje a Canterbury para pasar una semana con Sarah, su mejor amiga, que acababa de dar a luz a su primer hijo. Todo iba sobre ruedas, nadie preguntó nada. Cuando llegó a la estación Victoria y se sentó en su tren con destino a Brighton, su punto de encuentro con la gente de Peter Madden, sacó del bolso su agenda para repasar los pasos a dar y a las personas que pensaba visitar en Francia, todos amigos, conocidos y parientes lejanos que esperaba le fueran dando cobijo a medida que consiguiera ir avanzando hacia París.

Contaba con más de veinte nombres, todos ellos de personas de su entera confianza, a los que podría encontrar desde Bretteville a París. De Caen a Le Havre, de Le Havre a Rouen y de Rouen a París. Aunque debería usar rutas alternativas y caminos rurales, todo estaba bajo control. Afortunadamente su francés seguía siendo fluido y podría hacerse entender. Una vez en la capital, lo importante sería esquivar a la policía militar, a la Gestapo y hacerse pasar por una francesa más, siempre le habían dicho que parecía más francesa que inglesa, por la piel blanca y los ojos y el pelo tan oscuro, y estaba segura de que con un poco de maquillaje y una ropa decente se camuflaría perfectamente entre la población local.

No tenía miedo, ninguno, por el contrario, la adrenalina bullía por sus venas y solo quería meterse en ese barco y pisar Francia de una vez por todas. Y, si todo marchaba bien, llegar a París en menos de cuatro días: allí podría averiguar dónde estaba su familia, ayudarlos e incluso traerlos con ella de vuelta a Inglaterra, si todo marchaba según lo previsto y, por supuesto, si ellos seguían con vida, que era lo primero que necesitaba averiguar.

Respiró hondo y miró por la ventanilla el paisaje verde de la campiña. El tren no iba muy deprisa y ralentizaba su salida de Londres, pero al menos había partido de la estación Victoria con bastante puntualidad. Ya estaba en ruta y nada ni nadie podría interponerse en su camino, ni siquiera Robert McGregor y su control absoluto del universo.

—¿Pero quién demonios se cree que es? —bufó, sintiendo una ira profunda contra él—. Un arrogante, eso es lo que es, un arrogante vanidoso y con ínfulas de héroe, sí, pero conmigo no te va a servir nada de eso, McGregor, porque yo no soy como las demás mujeres que tú conoces… ¿Obligarme a abortar la operación?, ¿estás loco? Ni en sueños, no, señor…

—¿Disculpe? —La voz de un soldado de uniforme la hizo saltar en su sitio—. ¿Me decía algo?

—Oh, no, disculpe, estaba hablando sola. Lo siento.

—¿Le importa…? —le indicó el asiento frente a ella y se sentó con mucho cuidado—. Viajo solo y… ¿dónde va?

—A Brighton.

—Bonito lugar, ¿va de vacaciones?

—¿Vacaciones? Oh, no, claro que no, voy por mi trabajo.

—¿Quiere un cigarrillo?

—No fumo, gracias. Y si no le importa, intentaré dormir un poco, llevo toda la noche sin poder pegar ojo —se disculpó con una sonrisa enorme, agarró la mochila y la acomodó contra la ventana a modo de almohada.

—Claro, como no, ¿es usted de Londres?

—Sí.

—Los bombardeos no permiten dormir a nadie como es debido, el otro día leí en el periódico que el insomnio afecta al 98% de la población, y que pasarán años hasta que la gente vuelva a dormir como antes de la guerra.

—No lo dudo, y si me disculpa…

—Claro, que descanse, señorita.

—Gracias.

Cerró los ojos como maniobra evasiva para evitar confraternizar con el pobre soldado solitario, pero poco a poco sus defensas fueron cediendo y el cansancio se asentó sobre sus hombros. Pensó en la noche en blanco que había pasado, en el disgusto que le había provocado Rab McGregor y, poco a poco, fue perdiendo la conciencia, muy poco a poco, hasta que un sueño profundo la invadió, regalándole un sueño delicioso del que disfrutó hasta llegar a la costa.

—¿Señorita Equis? —le preguntó una mujer de enormes mejillas sonrosadas que la abordó en cuanto pisó la estación de Brighton. A Eve le entraron ganas de reír por el apodo, pero asintió guardando la compostura—. Sígame, le enseñaré su alojamiento. No debe salir hasta el domingo por la tarde, cuando alguien venga a recogerla, bajo ningún concepto, ¿queda claro?

—Clarísimo.

—¿Solo lleva ese equipaje?

—Sí.

—Muy bien, sígame.