Capítulo 7

Jueves y de permiso, una verdadera gozada. Se arregló la chaqueta y esperó a que Andrew se acercara acompañado por su novia Theresa, que lloriqueaba porque ya estaba segura de estar embarazada. Andy intentaba consolarla mientras Rab y Danny lo observaban con lástima, era evidente que lo habían «cazado» de muy mala manera, esa chica había dado en el clavo eligiéndolo a él como futuro marido, era buena persona y muy cándido. Había jugado sus cartas magistralmente, a ojos de Robert, y ahora solo le quedaba rematar el asunto pasando por el altar lo antes posible.

Pero él ya no tenía nada que opinar, así que se limitó a sonreír a la parejita cuando al fin decidieron a entrar en El León Azul, repleto a esas horas. Caminó detrás de ellos buscando una mesa vacía y entonces la vio: Eve Weitz en persona, vestida con un traje chaqueta gris muy elegante, un sombrerito en el mismo tono y el enorme bolso de su cámara de fotos cruzado en bandolera. Estaba muy guapa y hasta llevaba tacones, comprobó de un vistazo, con unas medias de seda realzando sus esbeltos tobillos. «Menudo cambio», pensó, escabulléndose justo hacia el lado opuesto a donde ella se encontraba charlando con ese tipo que él conocía bien, ese tal Peter Madden, un estraperlista, contrabandista y buscavidas muy popular en el East End.

Buscó una silla y se sentó sin dejar de observar la conversación que la muchacha mantenía con Madden, que se había hecho famoso por burlar los bloqueos y las minas del Canal de la Mancha para entrar y salir del continente como se le antojaba, o al menos eso decían. Era un tipo listo y que se estaba haciendo rico gracias a la guerra, y se preguntó qué demonios hacía una chica como Eve con él, hablando de forma tan confidencial y ajenos al barullo que los rodeaba.

—Buenas tardes —se les acercó con decisión, incapaz de mantenerse al margen del asunto mucho tiempo más, y tanto Madden con Eve lo miraron frunciendo el ceño—. ¿Qué tal, Eve?

—Hola, Robert, muy bien, gracias. ¿Y tú?

—Bueno, yo os dejo, tengo mucho trabajo —susurró Madden, volviendo a su reservado, donde lo esperaban sus esbirros y varias mujeres tomando champagne.

—¿Qué haces con ese tipo? —espetó en cuanto se quedaron a solas, apoyándose en la barra.

—¿Cómo dices? —Ella pagó su pinta sin tocar y lo miró.

—Todo el mundo sabe quién es ese Madden, ¿tú no?

—Para mí es un informador.

—¿Y de qué te informa?, ¿del próximo montaje del Royal Opera House?

—Oh, bendito sea Dios —soltó con una carcajada—, no creo que sea asunto tuyo, Rab. Y si me disculpas, debo irme.

—Oh, no, no seas tan arisca, deja que te invite a algo, cena con nosotros, una compañera tuya está en nuestra mesa.

—¿Quién? —Miró hacia donde le indicaba y vio al cabo Renton, a otro aviador y, junto a él, a la enfermera Theresa Phillips, sentados en una mesa—. ¿La enfermera Phillips?

—Sí, es la prometida de mi amigo Andrew, ¿te sumas a la cena?

—¿Su prometida?, pues vaya alivio.

—¿Alivio?, ¿por qué?

—Porque una amiga mía se alegrará de saber que tiene novio, todo el mundo dice que ella es la amante de su marido…

—¿Amante de quién?

—De David Meyer, un médico de San Bartolomé que da la casualidad que es el marido de mi amiga Alison. La gente dice que son amantes y Alison no lo soporta, lógicamente, al menos ahora sabemos que Phillips tiene prometido, tal vez la noticia la tranquilice.

—¿Tú crees? Ser amantes lleva implícito el hecho de que cada una de las partes, o una de ellas, tenga pareja estable por su lado. El hecho de que ella tenga novio no puede tranquilizar a nadie, y ahora incluso me preocupa más a mí.

—¿Y eso por qué?

—Porque creo que a mi amigo le están colocando un mochuelo que no es suyo.

—¿Un mochuelo?, ¿qué mochuelo?

—Cuando lo averigüe te lo cuento, Eve, ahora dime: ¿cómo es que eres amiga de Madden?

—Pero qué cabezota. No es asunto tuyo, capitán McGregor, y te agradezco la invitación a cenar, pero debo irme.

—¿Y por qué vas tan guapa? —Dio un paso atrás para mirarla con descaro y ella bufó moviendo la cabeza—. Te sientan de maravilla esa falda y esos tacones, estás que lo rompes, Eve.

—Vengo de un estreno.

—Guau…

—Muy amable, pero debo irme.

—¿Quieres que te acompañe?, podemos tomar algo en otro sitio, o ir al cine.

—No, gracias.

—Me portaré bien, o todo lo bien que tú quieras.

—¿No puedes parar, no? Todo el tiempo coqueteando, ¿es una especie de afición?, ¿de deporte?

Él no dijo nada, pero le regaló una preciosa sonrisa juguetona.

—Increíble.

—No deberías andar sola.

—No voy a molestarme en responder a eso.

—¿Cómo está tu familia?

—Muy bien, muchas gracias, ¿me dejas pasar? —Abrió los brazos, ya aburrida de que le cortara el paso, y él se hizo a un lado sonriendo—. Adiós.

—¿Estás segura de que Theresa es amante de ese Meyer?, ¿desde cuándo?

—No lo sé, son los rumores que corren. Debo marcharme.

—Muy bien, adiós, y saluda a tu familia de mi parte.

Robert observó salir a Eve sin moverse e incluso miró mal a un par de soldados que la piropearon en la puerta. Odiaba sentirse posesivo o protector respecto a alguien e intentó desechar la sensación de inmediato, sacando una ronda de la barra para llevarla a su mesa. Allí le preguntó, directamente y sin preámbulos, a Theresa por el doctor Meyer. La enfermera se puso roja hasta las orejas y se echó a llorar, para asombro de Andrew, que miró a Rab con cara de asesino, aunque él se encogió de hombros con ojos inocentes.

—¿Qué pasa con Meyer? Es el marido de una conocida, solo estoy preguntando por él, trabajan juntos ¿no, Theresa?

—Me siento mal, llévame a casa, Andy, por favor —fue la respuesta de la muchacha sin dejar de llorar.

—Adiós —susurró al fin Rab, viéndolos partir, convencido ya de que la enfermera y su doctor tenían más que palabras—. «Cuando el río suena, piedras lleva», ¿sabes, Danny?

—¿Ah, sí?, ¿y qué río es ese?

—Uno que pasa por San Bartolomé, mañana iré a verlo de cerca. Un momento… —Se puso de pie de un salto al ver a Madden saliendo de su reservado—. Ahora vuelvo. ¡Madden!

—¿Qué quiere, oficial? —contestó con el ceño fruncido, mirando el aspecto impecable de ese escocés por el que suspiraban todas las mujeres que lo conocían.

—Una pregunta, ¿podemos hablar en privado?

El tipo le indicó el reservado y Rab entró, sonriendo a sus acompañantes, que se levantaron de inmediato a una orden del contrabandista.

—Es sobre la chica, la reportera, Eve Weitz.

—¿Qué le interesa de ella?

—A mí todo, es mi prometida —mintió descaradamente y sin titubear—, y cualquier negocio que haga con ella lo pagaré yo, así que necesito detalles. Ya sabe cómo son las mujeres, todo son evasivas, necesitaba hablarlo con usted personalmente.

—¿Prometido?, a la señorita Weitz no le pega nada eso de tener prometido —Madden calibró al aviador y le mantuvo la mirada firme.

—Ella es muy discreta respecto a su vida privada.

—Claro, ¿y cuál es su pregunta concreta?

—¿Cómo va lo suyo? —soltó por instinto, apoyándose en el respaldo de la butaca.

—El barco sale el lunes de madrugada, tiene que estar en Brighton el domingo a las cinco de la tarde, con suerte el martes por la noche estará pisando Bretteville…

—¿Bretteville? —preguntó, intentando parecer muy sereno—. ¿No había nada mejor?

—Es el puerto francés que puedo garantizar, amigo, no querrá que lleve a su prometida a Calais, ¿no?

—No, no, claro, es perfecto —el corazón se le puso literalmente en la garganta, pero disimuló bien, ofreció un pitillo a Peter Madden, encendió otro para él y luego forzó una sonrisa, aunque estaba a punto de sufrir un infarto, o eso le pareció.

—Ella me ha dado la mitad de lo acordado, dice que el lunes me dará el resto, ¿se ocupará usted de ello, oficial…?

—McGregor, Robert McGregor.

—Capitán McGregor.

—Sí, no se preocupe, el dinero no es problema. Y ahora lo dejo, imagino que tiene mucho que hacer. Gracias por atenderme, señor Madden. Adiós.

Volvió a sonreír. «Sigue sonriendo», se dijo a sí mismo, llegando hasta la mesa de Danny, «es importante aparentar normalidad». Se despidió de su amigo, que ya estaba charlando con unos soldados norirlandeses de otra mesa, caminó con calma hacia la puerta, salió igual de sereno y en cuando llegó a la esquina de la calle echó a correr en busca de esa muchacha inconsciente a la que quería matar por su imprudencia, su estupidez y su falta de seso. ¿Pero qué demonios estaba pensando hacer?

La buscó un rato por los alrededores y no la encontró, así que bajó en la primera estación de metro y cogió un tren, que tardó una eternidad, con destino a Hampstead. La maldita Northern Line seguía recuperándose de los últimos bombardeos y apenas avanzaba, así que no le quedó más remedio que tragar saliva y calmarse un poco, respirar, aunque no pudo evitar pasar todo el puto trayecto maldiciendo por lo bajo a Eve Weitz y de paso a ese Madden, que obviamente era un delincuente sin escrúpulos que le había llenado la cabeza de fantasías absurdas. Cuando tuviera tiempo saldaría cuentas con ese impresentable, pero eso sería en otro momento, porque lo primero era hablar con Eve y aclarar lo que estaba pasando. Debía darle alguna explicación coherente al respecto o tendrían problemas, claro que tendrían problemas, y muy serios.

—Capitán McGregor, vaya sorpresa, pase por favor —saludó Esther, la madre de Eve, en cuanto lo vio de pie en la puerta de su casa. Ya era noche cerrada y de momento los bombarderos alemanes no estaban dando señales de vida.

—Buenas noches, señora Weitz, lamento aparecer así, pero necesitaba hablar con su hija, es importante…

—¿Hay algún problema?

—No, no, es sobre un amigo mío que ha ingresado en el hospital y…

—¿Robert? —Eve bajó las escaleras con precaución al oír su voz, algo demasiado inesperado para ser cierto, y se detuvo a medio camino al ver la mirada furibunda que él le dedicó—. ¿Pasa algo?

—¿Podemos hablar?, quería pedirte un favor, Eve.

—Claro, pasa…

La sirena rompió el silencio de la noche y todos caminaron con decisión hacia el refugio, incluido Rab, que saludó por el camino a la abuela, al padre y la hermana de Eve con toda la cortesía que fue capaz de reunir, hasta que consiguió apartar a la muchacha y hablar con ella en susurros.

—¿Estás loca?

—¿Cómo dices?

—¿Francia?

—¿Quién te lo ha dicho? —Se puso blanca de golpe y lo empujó hacia el rincón más apartado del sótano—. ¿Quién?

—Madden, ¿quién si no? Repito: ¿estás loca?

—No es asunto tuyo.

—Claro que lo es, ¡maldita sea! —soltó, bajando el tono y sonriendo hacia la abuela que los observaba de tanto en tanto con curiosidad—. Conozco a tu familia, sé quién eres, quiénes sois, claro que es asunto mío. Creí que eras una chica inteligente, Eve, pero ya veo que te sobreestimaba.

—¿Y crees que me importa tu opinión?

—Mi abuelo siempre dijo que la inteligencia sin sentido común es una puta basura…

—No pienso tolerar que…

—¿Qué? Venga, grita un poco y así lo discutimos con tus padres, ¿te parece?, porque seguro que ellos no saben nada de tu brillante idea, ¿o sí?

Eve negó con la cabeza.

—¿Y qué demonios se te ha perdido a ti en Francia, eh?

—Mi jefe me dijo que si le traía buenas imágenes de la ocupación las publicaría, eso es ser corresponsal de guerra, Rab, ¿no lo sabes?

—¿Corresponsal de guerra tú? ¿Una rica niña judía de Hampstead?

—No es asunto tuyo.

—Muy bonito, me encanta… —bufó sacando un pitillo—. Te voy a decir algo, y gratis, Eve, y como no te puedes mover de aquí me vas a oír, ¿eh?

Ella se sentó sin mirarlo y él se le puso al lado.

—Francia está ocupada por un ejército que se dedica a deportar a tu pueblo a campos de trabajo. Sabemos, o sospechamos, que no son más que campos de exterminio donde se los despoja de todo y se los convierte en esclavos. Los judíos de Europa están huyendo mientras pueden, pequeña, no intentando entrar en ella, y menos de forma clandestina. Porque, en el caso de que ese Madden pueda dejarte sana y salva en Bretteville, no creo que pase mucho tiempo antes de que te detengan, y entonces pasarán dos cosas: una, con suerte te fusilarán por espía; o dos, te mandarán derechito a Polonia o a Alemania, a uno de sus campos de concentración…

—Soy periodista y además inglesa.

—¿Y? —se echó a reír viendo su preciosa carita tan tensa—. ¿Crees que respetan a la prensa inglesa? ¿Que tu apellido no te delata a kilómetros de distancia? Te recuerdo que están deportando a judíos con pasaporte alemán, francés u holandés, a esa gente le importa una mierda de qué nacionalidad eres, Eve, solo les importa tu raza, ¿de verdad no lo entiendes? Además eres mujer, joven y muy guapa, no quiero ni pensar en lo que harán contigo antes de decidir si te matan o te deportan…

Eve abrió la boca y no le salieron palabras, aunque tenía ganas de gritar y abofetear a ese maldito entrometido, él vio su furia y la empeoró sujetándole paternalmente la mano.

—La verdad es cruda, lo sé, pero debo decírtelo, no puedo permitir que hagas algo semejante, matarías a tu familia del disgusto.

—Tomo nota y lo agradezco —consiguió decir al fin, aparentando algo de serenidad—, eres muy amable por preocuparte por mí.

—No me dores la píldora, no seas condescendiente y dime que no harás nada, júramelo.

—No te debo ninguna explicación.

—Si no me lo juras se lo diré a tu padre.

—¿Y crees que me castigará de cara a la pared?

—¿Te atreves a bromear con algo tan serio? Si pisas el continente te matarán, o morirás en un campo de deportados en unas condiciones espantosas, piensa un poco Eve, piensa un poco.

Ella bufó mirando al suelo, sobre sus cabezas se oía el ruido ahogado de las sirenas y los aviones.

—¿Cuánto has pagado a Madden?, ¿de dónde has sacado el dinero?

—Tengo un fideicomiso de mi abuelo muy sustancioso.

—¿Y lo gastas en esta aventura absurda? ¿Honras de esta forma la memoria de tu abuelo?

—En Francia espero encontrar a mi tía Charlotte, seguro que mi abuelo lo aprobaría, necesitamos saber algo de ella y su marido.

—¿Y cómo piensas volver a salir de Francia? Por pura curiosidad, explícamelo por favor.

—La gente de Madden me sacará cuando esté preparada, por España o Suiza.

—Ah, qué interesante ¿y cómo demonios llegarás a España o Suiza?

—Ellos se ocuparán.

—¿En tiempo de guerra confías en unos contrabandistas para que te pongas a salvo? Qué interesante…

—No tienes ni idea…

—No, no, claro que no, solo soy un puto aviador que se juega a diario la puta vida ahí arriba para proteger a su país, no tengo ni puta idea de la guerra, ni de cómo funcionan las cosas, ni de lo que se está cociendo en Francia, ni puta idea…

—¿Tienes que hablar siempre tan mal?

—¿Te asusta mi lenguaje, Eve? ¿Qué harás cuando sean unos soldados alemanes los que blasfemen delante de ti, eh? ¿Piensas reprender a la Gestapo cuando se hagan contigo camino de París?

—¿Sabes qué? No tengo por qué seguir escuchándote, gracias por tu preocupación, ya te he oído. Ahora vuelve a tus cosas y olvídate de mí, ni siquiera somos amigos, nos conocemos desde hace poco más de un mes, ¿quién demonios te crees que eres?

—Un tipo responsable que has tenido la mala suerte de conocer —le clavó los ojos color turquesa y Eve se sintió muy incómoda, pero lo ignoró bajando la vista—. No creas que puedo dar la espalda fácilmente a lo que me parece que vale la pena, Eve, y tú vales la pena, no lo estropees cometiendo semejante estupidez. Piensa en tu familia.

—Pienso en mi familia, necesitamos saber lo que ha pasado con la hermana de mi madre y su marido. Tú no puedes entenderlo, pero es así de simple, mi abuela necesita respuestas y tal vez yo pueda dárselas.

—Está bien, mira…

Se restregó la cara con la mano y ella se quedó observando sus dedos largos y recios, tenía unas manos hermosas y sintió el impulso de acariciarlas, pero obviamente no hizo nada y lo miró a los ojos.

—Tengo amigos, conozco gente del servicio secreto británico, del SOE[6], hay infiltrados en territorio francés que tal vez puedan darte alguna respuesta…

—¿Conoces a gente del SOE? Llevo meses intentando contactar con alguien de ese cuerpo… —se pegó a él y habló más bajito—. ¿Puedes presentarme a alguien? Necesitaría cierta orientación…

—¡No! Es información secreta, absolutamente confidencial, jamás te he dicho nada al respecto y solo intento ayudar y evitar que cometas una locura, ¿queda claro?

—Clarísimo —pegó la espalda a la pared y frunció el ceño.

—Dame los nombres de tus tíos e intentaré indagar por ti.

—Víctor y Charlotte Schneider, de París, Distrito VI, Saint Germain des Prés. Ya te dije que él es neurocirujano y tiene la consulta y su residencia privada en la misma casa.

—Muy bien —sacó una libretita del bolsillo interior de su chaqueta azul y tomó nota—, haré todo lo que pueda.

—Bien —contestó mecánicamente y se encogió de hombros, no pretendía seguir discutiendo sobre su vida y sus planes con un perfecto desconocido, así que optó por guardar silencio y parecer completamente de acuerdo con él—. Gracias.

—No, prométeme que no harás nada y que te olvidarás del domingo.

—Por el amor de Dios.

—¡Promételo!

—¿A ti?, ¿y eso por qué?

—Promételo o me levanto y se lo digo a tu padre.

—¡Mierda! Qué fastidioso…

—¿Qué ocurre?, ¿por qué estáis discutiendo? —Esther Weitz se acercó a ellos y los miró—. ¿No estarás siendo impertinente con nuestro invitado, no, Eve?

—No, señora Weitz, no se preocupe, solo le estaba pidiendo a su hija una promesa.

—¿Qué promesa?

—Le he pedido que me prometa que se ocupará personalmente de mi amigo herido, que está ingresado en su hospital, es escocés, muy joven, está asustado y…

—¿Eve? —La señora Weitz miró a su hija y vio con sorpresa los ojos entornados y brillantes con los que miraba a Robert McGregor—. ¿Qué ocurre?, ¿no puedes ocuparte de ese encargo tan simple?

—Claro, mamá, no he dicho lo contrario.

—¿Lo prometes? —insistió Rab con la más dulce de sus sonrisas.

—Sí —respondió ella furiosa, se levantó y lo dejó a solas con su madre.

Quince minutos después el bombardeo cesó y la familia decidió salir del refugio para revisar los desmanes que, afortunadamente, no habían sucedido en las inmediaciones. La señora Rosenberg, que seguía intentando ser la anfitriona perfecta, insistió a Robert para que se quedara a dormir con ellos y él aceptó sin volver a cruzar una sola palabra con Eve, que se volvió de pronto distante y silenciosa. La muchacha era cabezota y nada razonable, determinó, observando cómo tragaba la cena en silencio antes de perderse por la escalera camino de su dormitorio. Ni siquiera se quedó a compartir la sobremesa. Cuando todos pudieron oír claramente el portazo con el que se encerró en su cuarto, sus padres la disculparon asegurándole que estaba muy cansada últimamente, unas explicaciones que él no discutió, por supuesto, comportándose como un invitado muy educado, hasta que le prepararon una cama en el sofá del salón y entonces al fin se quedó solo, se tumbó encima con la ropa puesta y se quedó dormido de forma instantánea.

—¿Más té, Rab? —La pequeña Claire le sirvió la segunda taza del desayuno en la cocina, con el doctor Weitz enfrente y la señora Weitz preparando unos huevos revueltos—. Parece que Eve se ha quedado dormida, dudo mucho que baje a desayunar con nosotros.

Robert le sonrió e involuntariamente miró hacia el techo.

—Cuando se vaya, me iré con ella, tengo que visitar a mi amigo en San Bartolomé —respondió, bajando la cabeza como un crío al que acababan de pillar en un renuncio.

—No le gusta que la acompañen al trabajo, a ninguna parte en realidad, es muy independiente…

—¡Claire! —La señora Weitz se acercó a la mesa y se sentó frente a Robert—. Deja al capitán en paz. Y a mí me parece una gran idea que acompañe a Eve, se lo agradezco, Robert.

—No es ninguna molestia.

—¿Y echas mucho de menos a tu familia? —preguntó Claire.

—No tengo demasiado tiempo para echar de menos a nadie, pero me gustaría poder visitarlos en Navidad.

—Falta poco…

—No demasiado, es cierto.

—Buenos días —Eve apareció en la puerta de la cocina vestida de enfermera y colocándose el abrigo, miró a sus padres e ignoró ostensiblemente a Rab, que se puso de pie de un salto—. No me da tiempo a comer nada, ya tomaré algo en la cafetería del hospital.

—Yo me voy contigo —comentó él, buscando su chaqueta—, tengo que visitar a mi amigo Hugh en San Bartolomé, así que… en fin… Muchísimas gracias por todo y…

—Adiós, capitán, vuelva cuando quiera, esta es su casa —el doctor Weitz se levantó y le estrechó la mano—. No se olvide de nosotros. Adiós, hija.

—Adiós a todos.

Salió detrás de Eve ajustándose el abrigo. Aunque ella era bastante más menuda que él, sus zancadas eran largas y enérgicas, y le costó alcanzar su ritmo enloquecido hacia la parada del tranvía. Obviamente no quería hablarle, pero a él no le importó y, en cuanto llegaron al cobertizo que funcionaba como apeadero, se inclinó un poco y buscó sus ojos oscuros.

—Me da igual si te comportas como una insufrible maleducada conmigo, o si a partir de ahora me odias, eso no cambia el hecho de que estabas equivocada y de que ibas a cometer una soberana estupidez. Lo mejor que puedes hacer ahora es olvidarte del tema y yo me ocuparé, hablaré con todos mis contactos y ya verás como conseguimos alguna información.

—Muy bien.

—¿Me vas a dar la razón como a los locos? —sonrió, pero ella ni se inmutó—. ¿Por qué no vamos en metro?

—Este tranvía me deja en la puerta del hospital.

—Creo que nunca me haré con el transporte público de esta ciudad, en Edimburgo iba a pie a todas partes, o en coche, que es infinitamente más cómodo. ¿No piensas volver a dirigirme la palabra?

—¿No puedes estar en silencio aunque sea un ratito?

—Creo que ahí viene tu tranvía, Eve… —respondió, cediéndole el paso para que subiera primero. Sacó las monedas para pagar los billetes, pero ella compró el suyo sin mirarlo, así que la siguió hasta el final del vehículo y se sentó a su lado, sonriendo—. ¿Cómo conociste a Madden?

Lo miró de soslayo y movió la cabeza.

—Su hijo fue paciente nuestro y me tocó atenderlo a mí.

—¿Y te fías de él?

—No voy a hablar contigo, ¿de acuerdo?, estoy cansada y no me apetece charlar con nadie antes del desayuno, así que, por favor, déjame en paz. Y si no puedes hacer el trayecto en silencio, habla con ese grupo de chicas que no te quitan los ojos de encima.

—¿Qué?

Miró al frente y vio a cuatro jovencitas muy bien vestidas, que sonreían en su dirección mientras se daban codazos. Todas era muy atractivas y simpáticas, y por puro reflejo les guiñó un ojo, luego sacó la pitillera y les ofreció un cigarrillo a cada una, un verdadero lujo en tiempos de guerra. Eve Weitz respiró hondo viendo la maniobra y fijó la vista en la ventana, tratando de no oír las risas y las tonterías que se empezaron a intercambiar en medio de la estupidez general. Eran odiosos, todos ellos, pensó, y cuando al fin llegó a su parada frente al mercado de San Bartolomé, se apeó de un salto sin comprobar si Robert McGregor la seguía o no. No le importaba lo más mínimo, aunque sí la siguió y lo sintió pegado a su espalda hasta que llegaron a la puerta del hospital. Entonces se paró en seco, se giró y lo miró a los ojos.

—Un cosa, Robert… —No había podido dormir por su culpa y lo detestaba, por entrometido y vanidoso, pero necesitaba decirle una última cuestión antes de retirarle la palabra para siempre—. Sé que aprecias a mi familia y, por alguna extraña razón, ellos te aprecian a ti. Eres amable y caballeroso, un tipo culto y distinguido, pero a mí no me engañas, lo único que te importa es tu cara bonita y tu felicidad, así que si hacer el héroe protector conmigo te hace feliz, lo entiendo, pero te agradecería que lo dejaras y te ocuparas de otro, ¿te parece? Porque yo ni te he pedido consejo ni necesito de tu protección. No somos amigos, no seremos amigos nunca y no quiero volver a verte metiendo las narices en mis asuntos. Dicho esto, agradezco de todas maneras tus desvelos. Adiós.

—¿Mi cara bonita? —bromeó, riéndose a carcajadas—. ¿Crees que tengo una cara bonita? ¿Qué maldita idea te has hecho de mí, Eve?

—Ya basta, déjame en paz, no tengo humor para seguir aguantando tu charla, ¿por qué no vas en busca de tu prometida y nos dejas en paz a los demás?

—¿Prometida?

—Sí, la enfermera jefe Spencer, su turno empieza a las dos, seguro que está en casa deseando verte.

—¿Enfermera jefe Spencer? —repitió viendo cómo Eve se adentraba en los pasillos del hospital—. ¿Te refieres a Rose? ¡Eve! Vuelve aquí, no pienso olvidarme de esto así como así, recuerda lo que has prometido, te llamaré, te tendré vigilada, ¡maldita sea! —exclamó, tirando la colilla del cigarrillo al suelo—. ¿Será posible? Maldita niña desagradecida.