Capítulo 30

A partir de la navidad de 1941, los permisos de Robert McGregor se esfumaron de repente. El 5 de diciembre el Alto Mando alemán decide abandonar el asedio a Moscú, y la noticia, que los británicos oían en la radio y leían en los periódicos con incredulidad, dio un pequeño respiro a las fuerzas aliadas, que empezaron a pensar que el fin de la guerra se acercaba. Sin embargo, esta pequeña luz de esperanza se apagó de golpe tan solo dos días después, el domingo 7 de diciembre, cuando los europeos se fueron a la cama conociendo el brutal ataque que los japoneses, aliados de Alemania, habían perpetrado contra Pearl Harbor y varias islas del Pacífico Sur, lo que provocó la declaración inmediata de guerra de Inglaterra contra Japón.

Eve y su familia oyeron al primer ministro Winston Churchill anunciando el nuevo foco de conflicto con lágrimas en los ojos. La certeza de que la guerra se complicaba y el miedo a que el potencial japonés diera un impulso definitivo a Hitler los aterraba, y esa noche, cuando al fin Rab pudo conseguir hablar con su mujer por teléfono, ella apenas podía disimular la preocupación, siendo totalmente consciente de que, si los alemanes ganaban el conflicto, su vida y la de toda su familia corrían un peligro real, un asunto que jamás comentaban en voz alta, aunque era inevitable tenerlo presente, a diario, sobre todo cuando miraba los ojos asustados de sus padres.

—Vete a Edimburgo, id todos, en casa os recibirán con los brazos abiertos.

—No, gracias. No huiremos de Londres, no tiene ningún sentido.

—Lo tiene si estás tan asustada, Eve, escúchame… —La comunicación falló y ella se pegó al auricular para intentar oírlo mejor—. No pasará nada, Estados Unidos anunciará que entra en guerra esta misma noche, han declarado la guerra a Japón y eso incluye a los alemanes, ¿me oyes?, no pasará nada. ¿Cielo?

—Lo sé, ¿y tú como estás?

—Estamos bien, Eve… Te amo…

—Yo también… —Se echó a llorar y se tapó la boca para que no la oyera.

—Esa gente no entrará jamás en el Reino Unido, te lo dije una vez y te lo aseguro ahora, no pasará nada, los machacaremos, ¿me oyes?, ¿cariño?

—Lo sé.

—Eso espero. ¿Cuándo te veré?

—La semana que viene me voy a Cambridge, pero esperaré a ver cómo evolucionan las cosas, no quiero dejar a mis padres, a Claire y a la abuela…

—Yo también te necesito, creo que me volveré loco si no puedo estar contigo… —bufó y pegó la frente a la pared llena de mensajes y garabatos que rodeaba al teléfono público de la base y respiró hondo—. Estoy cansado, no me hagas caso…

—Iré a Cambridge, pase lo que pase, yo también me muero por verte, mi amor, tú no me hagas caso a mí.

—¿Qué llevas puesto? —sonrió y oyó como ella soltaba una carcajada suave.

—¡Rab!

—Al menos te ríes.

—Capitán… estamos esperando… —Uno de los oficiales le dio un golpecito en el hombro y él se giró hacia la fila de compañeros que tenía detrás con el ceño fruncido, pero asintió y se pegó nuevamente al teléfono.

—Tengo que dejarte, pequeña, te amo, te quiero y jamás permitiré que te hagan daño, ¿de acuerdo?, esos cabrones caerán todos, antes de acercarse otra vez a Londres.

—Muy bien, lo sé, cuídate mucho, recuerda que tenemos una cita la semana que viene.

Como muchas esposas y novias de Duxford, Eve McGregor acabó acudiendo con regularidad a Cambridge, a la nueva y amplia casa de huéspedes de Moira, para poder ver a su marido aunque solo fuera por unas horas, compartiendo charlas, copas y hasta alguna que otra fiesta con las demás chicas que llegaban de todas partes del Reino Unido para poder ver a sus hombres. Esos momentos de camaradería con otras mujeres en su situación les proporcionaba consuelo, les permitía hablar abiertamente de sus miedos y de sus preocupaciones, y de repente le regalaron a Eve una nueva y singular familia, un grupo de mujeres dispares, desde actrices a enfermeras, de maestras de escuela a granjeras o amas de casa, que aparcaban sus diferencias fuera del hotel, para compartir confidencias y mucho cariño en el gran salón de la casa, donde mataban las horas oyendo la radio, tejiendo, jugando a las cartas o maquillándose, a la espera de que en cualquier momento alguno de sus maridos o novios apareciera por la puerta.

Esas escapadas se convirtieron en costumbre, y aunque algunas veces no servían para nada, porque Rab no conseguía ni unas míseras horas libres, otras compensaban todos los esfuerzos, porque podían abrazarse y pasar todo el día a solas, en la cama, comiendo, charlando y haciendo el amor, mirándose a los ojos y riéndose abrazados, hasta que llegaba el momento de las despedidas y entonces ella se volvía a Londres llorando, desolada y huérfana, aunque soñando con el próximo posible permiso que les diera la oportunidad de volverse a ver.

En Cambridge pasaron su primera Navidad como marido y mujer, y oyeron sorprendidos la pésima noticia de la rendición británica en Hong Kong, y también el discurso de Churchill ante una sesión conjunta del Senado y el Congreso norteamericano, donde habló por primera vez de que la ofensiva aliada empezaría en 1943, pidiendo a ambos pueblos paciencia y un último esfuerzo para conseguir el triunfo sobre los nazis.

Lo cierto es que las noticias no tranquilizaban a nadie, y cada día se enfrentaban a una montaña rusa de emociones, que iban desde la alegría por los pequeños triunfos de los suyos a la decepción por los avances alemanes, que parecían crecer a diario. El conflicto se encarnizaba, a la par que empezaban a llegar noticias concretas sobre los guetos judíos de Varsovia y Lwow, los campos de concentración y las deportaciones en masa. Noticias que la familia Weitz ocultaba a Rebeca Rosenberg, y que acabaron por provocar a Eve un insomnio perenne, que solo la abandonaba cuando podía dormir abrazada a Robert.

—Eve… —susurró y ella lo hizo callar.

—Shhh… —Se acurrucó a su lado y le recorrió con un dedo la casaca de cuero, el cuello, las orejas y el pelo, luego siguió por la frente, los pliegues finos de los párpados, las pestañas largas, la nariz y finalmente su boca, se pegó a su pecho y lo besó.

Observar a Rab mientras dormía era una de sus aficiones favoritas y esa mañana tampoco pensaba prescindir de ella, así que levantó la cabeza y se quedó con los ojos fijos en su cara perfecta y en su mentón, cubierto por una sombra de barba que lo hacía irresistible. Acababa de llegar corriendo a la pensión, con casi una hora de retraso por culpa del tren, y se lo había encontrado en la cama, vestido con el uniforme de combate, profundamente dormido. Moira le había dicho que llevaba solo media hora esperando, pero se sintió fatal por no haber estado allí cuando él había llegado.

—Si me miras no puedo seguir durmiendo.

—Lo siento.

—Preciosa —abrió los ojos, estiró la mano y enredó los dedos entre su pelo oscuro y ondulado—, dame un beso.

—¿Solo uno? —Se incorporó y lo besó, un beso largo y lento que le provocó un escalofrío por todo el cuerpo, lo abrazó y Rab le acarició la espalda con calma antes de posar la mano sobre su trasero, suspirando—. ¿De cuánto es el permiso?

—Veinticuatro horas, seguro, treinta y seis horas, probablemente, y cuarenta y ocho horas si ocurre un milagro… El comandante Stewart nos mandará a llamar.

—Menos da una piedra.

—Eso diría Danny Renton… ¿cómo estás?

—Bien… espera… —saltó de la cama y se sacó el abrigo.

—¿Dónde vas?

—Seguro que ya nos han dejado el desayuno.

—Ummm, café… —ronroneó, siguiéndola con los ojos.

Eve caminó soltándose el pelo, lo pilló espiándola y le sonrió.

—¿Qué?

—¿Estás bien?, ¿no quieres hablar conmigo de nada en especial?

—No, ¿por? —entornó la puerta del dormitorio y efectivamente ahí estaba, la bandeja con el desayuno que Moira les solía dejar cada mañana por un módico precio extra—. Qué rico, y está muy caliente.

—Maravilloso —se sentó en la cama y se quitó la casaca.

Ella posó la enorme bandeja a su lado y destapó los platos con huevos revueltos, jamón y judías con tomate, sirvió el café y mordió una tostada antes de mirarlo otra vez a los ojos.

—¿Qué?

—La semana pasada te llamé a la hora de la cena y no estabas en casa, hablé con Claire…

—Sí, me lo dijo, lo comentamos el domingo, ¿no te acuerdas? Había acompañado a Beth a una cena de trabajo, ¿no te importará que vaya a cenar con ella, no?

—Por supuesto que no, no se trata de eso, déjame acabar.

Ella le hizo un gesto con la mano para que siguiera y tomó un trago de su taza de café.

—Me dijo que habías estado llorando, otra vez…

—Todos lloramos mucho últimamente.

—Tú no.

—¿De qué estás hablando? —Lo miró fijamente y él le sostuvo la mirada hasta que ella entendió el mensaje, se sonrojó levemente y se concentró en el desayuno—. Claire deberá aprender a ser más discreta o las cosas no le irán muy bien en la vida.

—Se preocupa por ti.

—No tiene por qué.

—No puedes llorar cada vez que te baja el periodo, Eve, no es…

—Quiero un bebé.

—Cielo…

—No, tal vez tú no lo entiendas, o nadie lo entienda, pero el caso es que quiero un hijo, todas aquí lo queremos —hizo un gesto elocuente hacia la puerta—. Es totalmente natural y llevamos cinco meses casados, no sé qué me está pasando.

—No te está pasando nada, nos vemos muy poco, esto no es como hacer rosquillas.

—¿Tú no quieres un bebé?

—Por supuesto que quiero un bebé, y no uno, sino una docena, pero no tenemos prisa, estamos viviendo una guerra, mi vida, separados la mayor parte del tiempo, en realidad no viviría muy tranquilo si tú estuvieras lejos de mí, en Londres y embarazada, Eve. ¿Eve?, ¿dónde vas?, acaba tu desayuno.

—Si no puedes entenderme, prefiero no hablar de esto contigo ¿vale? —Se puso en jarras, de pie, lejos de la cama.

—Explícamelo, habla conmigo.

—Necesito un bebé, porque te amo, y porque sería la única forma de tener algo tuyo, ¿no lo entiendes? Estás volando allí arriba a diario y yo intento ignorarlo para no volverme loca, pero cada vez que pienso en que podría perderte, me muero, me muero por dentro, porque yo no podría vivir sin ti…

—No me pasará nada.

—Está bien, procura que así sea, pero yo quiero tener a tu bebé, quiero estar embarazada, quiero que crezca dentro de mí, porque él será un pedacito de ti… Rab… ¿no puedes entenderlo?, no creo que sea tan complicado…

—Lo entiendo, pero no me pasará nada.

—Lo mismo decían Alan Ferguson, Richard Miller, Paul Bowles, Larry McBride… —Hizo un puchero y buscó un pañuelo en el bolsillo de su bata—. Te podría decir cuarenta nombres más, los conocía a casi todos, a ellos y a sus mujeres, eran oficiales de Duxford, como tú, y solo las viudas que tienen hijos al menos tienen una esperanza para seguir viviendo…

—Eve… —saltó de la cama al ver como soltaba un llanto ahogado y la abrazó.

Muy pocas esposas eran capaces de superar la realidad de que sus maridos estaban al borde de la muerte a diario, como Eve, que lo racionalizaba de tal forma que trataba de vivir su vida ignorando el hecho de que él volaba un caza, en incursiones cada día más peligrosas sobre Alemania o Italia. Ella intentaba no ahondar en el tema para sobrevivir con algo de normalidad, pero de vez en cuando era normal que se derrumbara. Por supuesto, él lo comprendía, pero no quería verla sufrir.

—Te entiendo, claro que te entiendo, pero no puedes desearlo tanto solo por miedo, no quiero que vivas con miedo.

—Esta guerra nos está volviendo locos a todos, lo siento… —Se calmó y se apoyó en la pared—. No sé ni cómo te he dicho esto, perdóname, no sé ni como pienso tanto en esto, me estoy obsesionando, no me hagas caso, debe ser el síndrome de la mujer en guerra.

—¿Qué?

—La doctora Redfield lo llama así, es la necesidad que, al parecer, experimentamos las mujeres durante una masacre como esta guerra, la necesidad de perpetuarnos.

—Yo quiero perpetuarme contigo, y no pararé hasta que lo consigamos.

—No bromees…

—No bromeo, es en serio, de hecho, deberíamos intentarlo ahora mismo…

—Dios bendito —lo miró a los ojos y él le limpió las lágrimas con el pulgar—. Para mí es importante.

—Lo sé, y pronto estarás embarazada, pero será por amor y porque Dios o la naturaleza nos van a bendecir con un hijo, no porque necesitemos cubrir una carencia, o por nuestros miedos.

—¿Sabes qué?, tienes toda la razón.

—¿En serio?, en un año y medio es la primera vez que lo reconoces, ¿me he ganado un premio?

—Tú pide y yo te lo concedo.

—De hecho sí tengo una petición, y va muy en serio, ven… —La hizo volver a la cama para acabar el desayuno, tomó unos bocados de la comida y un sorbo de café, y se la quedó mirando fijamente antes de seguir hablando—. Quiero que te quedes en Cambridge, aquí con Moira, o alquilemos una casa o lo que te parezca mejor. Personalmente prefiero que te quedes con Moira y así no estarás sola, tienes a tus amigas y…

—¿Qué?, ¿por qué?, ¿tenéis información de algo?, ¿volverá el blitz sobre Londres?

—Nada del blitz, y nada de desastres sobre Londres, no más de los que ya tenéis… No se trata de eso…

—¿Y entonces de qué se trata?

—¿Que de qué se trata? Simplemente quiero que estés más cerca de mí, el comandante Stewart pretende conceder permisos de pernocta permanentes a los oficiales que tengamos a nuestras mujeres cerca, es una forma de bajar el estrés y de dar algo de normalidad a esta vida de locos.

—¿Permisos de pernocta permanentes?, ¿vais a salir a volar a diario y luego vais a regresar a casa como si vinierais de la oficina?

—Lo hacemos ahora, salvo que cada quince o veinte días. Pensé que te alegraría saberlo.

—Y me alegra saberlo, no te enfades, Rab, escúchame… —Lo vio encender un pitillo con el ceño fruncido y se inclinó hacia él para cogerlo de la mano—. Claro que me alegra, pero, mi vida, ¿estás seguro de que eso será viable? Yo puedo seguir viniendo cada vez que me avises, como hasta ahora, sin tener que instalarme aquí de manera permanente… Tengo un trabajo, que ya altero bastante para hacerlo coincidir con tus permisos, y mi familia… Además, me volvería loca aquí sin nada que hacer salvo esperarte, sería una tortura. ¿Robert?, no me mires así.

—Solo te pido que vengas para estar conmigo, no me hables de tu trabajo, de tu familia y de cómo te sacrificas para venir hasta aquí, yo cruzaría el océano a nado si me lo pidieras, ¿cómo puedes decirme eso?

—Solo intento razonar.

—No puedo razonar con toda esta puta presión que tengo encima, Eve… No me pidas imposibles.

—Rab —lo observó salir de la cama camino del cuarto de baño, con una presión extraña en el pecho, debatiéndose entre cuál era su deber en ese momento y cuáles eran las necesidades que debía procurar atender, y la respuesta parecía clara, evidente—. Mi amor… Robert, por favor.

—¿Qué? —descorrió la cortina de la ducha para mirarla a los ojos.

—Hablaré con Elizabeth, y le pediré un permiso, y… bajaré ahora mismo a decirle a Moira que alquilo la habitación de forma permanente. Tú eres mi prioridad, lo que más quiero en este mundo, así que, por favor, no vuelvas a pensar que hay otras cosas por encima de ti, porque no las hay, ¿de acuerdo?

—Si queremos un hijo, este será el mejor camino.

—No me dores la píldora ahora con eso, que no viene a cuento —le sonrió y él iluminó el día regalándole la más enorme de sus sonrisas—. Ahora vuelvo, voy a ver a Moira.