¡Asesino!
―¿Qué es lo que dice? ¿Está loco? ¿Cómo puede acusarme de asesinato? Usted sabe que yo no la maté.
Hizo intención de ir hacia el policía pero tuvo que desistir al sentir que Marie, perdidas las fuerzas, se apoyaba sobre él, medio desvanecida.
―Marie, Marie…
El inspector acudió rápido a ayudarlo y, entre ambos, consiguieron llevarla al cercano sillón. Él corrió a la cocina en busca de un vaso de agua.
―Bebe, Marie, tranquilízate. ―Acercó con mano temblorosa el vaso a sus labios.
Ella bebió un pequeño sorbo y recostó la cabeza en el respaldo del butacón orejero. Estaba blanca como la cera, perdido el color, como si la sangre hubiera huido de los canales de sus venas. Paul Lambert no cesaba de abanicarla, sirviéndose de una partitura que tomó prestada de encima de la mesita de té.
―Estoy bien. ―Esbozaba una sonrisa tranquilizadora―. Ya se ha pasado. ¡No te preocupes!
―Deberías haberme hecho caso y salir de aquí. ―La miraba preocupado, con el susto en la mirada.
―No importa. Ya me encuentro bien.
―Quieras o no te llevaré a la habitación. Túmbate un rato y descansa. Enseguida estoy con usted, inspector. ―Se volvió hacia el hombre que asistía a la escena algo apartado, disgustado por ser el motivo y causa que produjera aquel desmayo.
Poco tardó Jean Pierre en volver de nuevo junto a él.
―¿Cómo puede haberme hecho esto? ―criticó, enfrentándose al funcionario que no dejaba de maldecir interiormente aquel maldito trabajo que le obligaba a soportar situaciones como aquella―. Llegué a considerarle mi amigo.
―Puedo asegurarle que lo soy, más de lo que usted cree, aunque las circunstancias jueguen en mi contra. ¡Cálmese y sentémonos! Tenemos que hablar largo y tendido.
―No puedo creerme esto que me ocurre ―hablaba en voz baja, consigo mismo, reacio a admitir que aquello fuera real―. ¿Por qué me acusa de algo que sabe que no he hecho?
―No soy yo quien le acusa ―se defendió el otro.
―¿Quién entonces?
―Su exmujer.
―¿Sophie?
―La misma, avalada por su padre.
―¿Mi exsuegro también quiere mi cabeza? ―Una cínica sonrisa acompañó su pregunta―. Ahora comprendo la aparente facilidad del divorcio. Conociéndoles, debí imaginar alguna sucia jugarreta como esta. ¡Qué imbécil he sido!
Lambert lo miraba emocionado, sintiendo como la rabia y la pena le oprimían el pecho. Estimaba a aquel hombre, cuanto más se introducía en la investigación de aquel complicado asunto, crecía su admiración y sincero afecto hacia él.
―Pero… usted sabe que yo no lo hice. ¡No pude hacerlo! Tengo testigos de que no me moví del estudio aquella tarde.
―Los tenía, amigo. Los tenía… ―rectificó con tristeza.
―¿Qué quiere decir?
―Lo que ha oído. Que ya no están, que han desaparecido. Las dos personas con las que pasó la tarde y que eran su mejor coartada no le van a servir en su defensa.
Jean Pierre lo miraba con expresión de asombro, sin poder comprender a qué se refería.
―Sí. No me mire así. Ambos hombres no nos sirven, por el momento. Uno se encuentra perdido en las montañas del Himalaya, a cientos de metros de altura, y el otro… ¡murió hace una semana en accidente de tráfico! Se le rompieron los frenos y cayó, precipitándose por un barranco, en la zona de Grenoble. Parece ser que era aficionado al esquí y frecuentaba aquellos lugares con asiduidad. Por lo tanto, de un plumazo, su coartada se viene al suelo.
―Pero existirá alguien que me viera aquella tarde… ¡El portero del edificio! Recuerdo que me saludó y crucé un par de palabras con él ―argumentó esperanzado.
―Tampoco nos sirve. Es el primero en quien pensé, por eso, nada más recibir la noticia de su denuncia, me acerqué a la finca para hablar con él.
―¿Y…?
―No recuerda nada. Juró y perjuró que no le había visto en su vida.
―Eso es imposible. Visito el estudio de grabación bastante a menudo. Estuve todo un mes entrando y saliendo por el maldito portal ―protestó enfadado.
―Eso mismo pensé yo, pero el hombre parece haber perdido la memoria. Me comentó que son tantas las personas que circulan a través de ese vestíbulo a diario que le resulta imposible identificarlas, dado que es muy despistado.
―¡Está mintiendo! ―gritó irritado.
―Lo sé. Pero de nada nos vale si se niega a reconocerle. Resulta obvio que alguien o algo han sellado su boca y borrado los recuerdos de su memoria.
―¡Norbert! Es su estilo ―comentó con amargura―. Tapa cualquier grieta a base de billetes de banco.
Calló por unos instantes, procuraba reorganizar la cabeza y sosegar los nervios.
―No puedo creerme que sea Sophie quien me acuse. ¡No pensé que me odiara tanto! ―Se volvió hacia su interlocutor―. ¿Cómo es posible que me haya relacionado con Giannina? Ella desconocía nuestra relación. ¿Cómo puede asegurar que yo la maté?
―Porque ella estuvo allí.
―¡Quien! ¿Sophie?
―Según su declaración, la violinista le envió una misiva citándola en los alrededores de la Basílica del Sacre Coeur. Ella acudió por curiosidad y fue allí donde se enteró de su relación extramarital con la señorita Bouffard. La difunta le informaba de los detalles de su infidelidad cuando apareció usted y comenzó a discutir con Giannina que, asustada y atemorizada por sus insultos, echó a correr calle abajo, temerosa de su violenta reacción. Según Sophie usted fue tras ella, alcanzándola a la mitad de la calle, y comenzó a golpearla tan brutalmente que poco tardó en dejarla medio muerta, en medio de un enorme charco de sangre, en el centro de la calzada. Ella acudió en su ayuda, en un humanitario intento de socorrer a la pobre moribunda, pero usted se lo impidió, y la arrojó al suelo con extrema violencia, amenazándola con matarla del mismo modo si contaba algo de lo allí visto. Acto seguido, vio cómo se dirigía a una cercana obra y, cogiendo entre sus manos un pesado adoquín, golpeó a Giannina de forma tan salvaje y cruel que no pudo resistirlo y perdió el conocimiento.
»Cuando recobró el sentido usted había desaparecido. Estaba sola, aterida de frío, tendida en medio de la calzada, junto a la muerta. El ver aquel cuerpo mutilado de forma tan espantosa le produjo tal impresión que a punto estuvo de desmayarse de nuevo, pero sacó fuerzas de flaqueza y fue hacia el coche, sin recordar muy bien cómo había sido capaz de llegar hasta la casa.
»Después de aquello, solo recuerda que se dirigió al baño para buscar algún calmante que le ayudara a reducir la terrible tensión que se había visto obligada a soportar durante aquella espantosa escena. Con los nervios debió equivocarse y tomar el fármaco equivocado, lo que le produjo el colapso que estuvo a punto de acabar con su vida.
Jean Pierre no había dejado de observarle durante toda la narración. Nadie habría podido adivinar los encontrados sentimientos que batallaban en su interior, mezcla de rabia, sorpresa, incredulidad e indignación. Pasarían unos minutos, que su acompañante respetó en silencio, antes de que tuviera una reacción a cuanto acababa de escuchar.
―Todo es producto de su imaginación enfermiza ― comentó a media voz―. Ha recopilado datos y se ha creado su propia historia, poniéndome a mí en la boca del huracán. De ese modo, tiene asegurada mi destrucción.
―No estoy de acuerdo ―rebatió el policía.
El joven lo miró sin llegar a comprender.
―No pudo recrear lo que desconocía. Los macabros detalles de este brutal asesinato no se han hecho públicos. No nos pareció necesario ni prudente dar publicidad a tan escabroso asunto. Tan solo se informó a los medios del fallecimiento de la difunta, sin especificar lugar exacto ni circunstancias en que había tenido lugar el deceso, con la excusa del secreto sumarial. Pocas personas, excepto usted y unos pocos profesionales del cuerpo, conocían los hechos y aún así, en su caso, por tener que identificar el cadáver
―Entonces…
―Sophie estuvo allí aquella tarde.
Los dos hombres se volvieron a mirar a Marie que, sin que ellos advirtieran su presencia, había asistido desde la puerta del cuarto a toda aquella conversación.
―¿Piensas que ella tiene algo que ver con esa muerte? ―preguntó asombrado, yendo a su encuentro para conducirla al lugar que ellos ocupaban.
―Pienso que ella la mató.
La serena frialdad con que la mujer pronunciara tan dura acusación pilló desprevenido al infortunado músico.
―¡Marie…!
―¿No lo ves, Jean Pierre? Todo concuerda. En la visita que me hizo Giannina, aquella mañana, me dejó claro que avisaría de lo nuestro a Sophie. Resulta obvio que lo hizo y ella acudió a su reclamo.
―Así es señora Fontaine ―aseguró Lambert, que tomó parte activa en el diálogo de la pareja―. Lo más probable es que la difunta advirtiera a su ex, y ella acudiera a la cita con la intención de conocer más detalles. Lo que sí es un misterio de qué hablaron y cómo y, sobre todo, el por qué se llegó al asesinato. Tal vez fuera algo premeditado de antemano. ¡Vete a imaginar!
Ahora fue Jean Pierre quien precisó sentarse, abrumado por aquella lluvia de noticias y suposiciones. Le costaba creer que el cerebro de Sophie albergara tan bajos instintos. Si bien nunca la había apreciado, no podía imaginársela de otro modo que como una liviana muñequita, malcriada y caprichosa, que gozaba martirizando a cuantos la rodeaban, ejerciendo su tiranía abrigada bajo el beneplácito paterno. Pero de ahí a verla como una cruel asesina, sanguinaria y despiadada, había un enorme paso. Él se había visto obligado a presenciar el destrozado cadáver en la morguen. ¿Cómo imaginar que tamaña brutalidad tuviera como vehículo las pequeñas y frágiles manos de su exesposa?
―¡No puedo creerlo! ―miraba a ambos con gesto despistado y embobado.
―Pues créaselo, amigo. Su mujer ha dado en la diana sin conocer los hechos. Llevo varios meses rumiando este asunto. Desde la famosa noche en que nos conocimos son muchos los cabos sueltos que no acaban de cuadrarme.
»El extraño accidente de su exmujer, más cercano al suicidio que a un fortuito resbalón en la ducha. ¿Recuerda que a los pocos días le pedí que me acercara al centro de la ciudad en su coche?
Él asintió con un gesto.
―No fue nada fortuito. No buscaba solo su agradable conversación. Necesitaba visitar ese garaje sin levantar sospechas. Sabía que en la casa había tres coches y las características de cada uno de ellos. Entré en la nave con la esperanza de encontrar el todoterreno, pues, según los forenses, el destrozo de tejidos, huesos y arterias, en la víctima, solo pudo ser motivado por una potente máquina y, dado el lugar y las circunstancias, lo más lógico era que hubiera sido atropellada, siendo ésta la verdadera causa de su muerte. Lo que no acertamos a comprender es la salvaje agresión y profanación del cadáver. Solo un ser monstruoso, o una mente enferma, puede ser capaz de semejante barbaridad.
―Si sospechaba desde un principio. ¿Por qué no me lo dijo?
―No podía hacerlo sin vulnerar el secreto profesional. Además, no era mi caso. En un inicio, el único relacionado con el crimen en aquella casa era usted. Hasta que Norbert y su hija no marcharon a la clínica no nos enteramos de lo ocurrido allí dentro, y todo gracias al doctor que le atendió aquella noche. Fue él quien vino a denunciar el intento de suicidio y el que nos informó del frustrado ocultamiento de pruebas por parte del padre.
»Pedí a mi jefe que me encargara del caso, ya que el asunto de Giannina estaba momentáneamente paralizado. Luego de contarle mis dudas y sospechas, acordamos que investigara en conjunto, dada la estrecha relación existente. Me desplacé a Suiza e hice una visita al señor Boucher, con intención de entregarle un sobre similar a este. ―Señaló con la vista el que hacía poco entregara a Jean Pierre―. Como es lógico, no fui bien recibido. Sophie seguía inconsciente, aun cuando había despertado del coma, y no pude hablar con ella, tan solo con Norbert. Ante la negativa de este a colaborar le entregué la citación para que explicara al juez lo que se negaba a contarme a mí.
»Lo sorprendente fue cuando, a los dos días de mi regreso a París, recibí la orden de abandonar el caso, cesando en mis investigaciones alrededor de la figura del poderoso terrateniente. No pude hacer otra cosa que ir recopilando datos y detalles, sin autorización alguna ni aparente eficacia. Todo ha cambiado esta mañana, cuando, a primera hora, se ha presentado en la jefatura su exmujer, acompañada del padre. Han preguntado por mí y han pedido hacer una declaración jurada de lo ocurrido aquella tarde, pues, según sus propias palabras:
«No puedo seguir ocultando la verdad por más tiempo, dado que mi conciencia no me permite descansar tranquila, desde el día en que comprendí que me había casado con un cruel asesino».
―¡Será arpía la embustera! ―exclamó Marie, indignada con la falsedad que encerraba aquel relato.
―Algo así pensé yo, conocedor como era de los hechos, mientras declaraba en el despacho. De inmediato me he puesto en acción. Lo primero, intenté contactar con los técnicos de grabación. Pueden imaginarse mi sorpresa al enterarme de lo ocurrido a ambos. Llevo moviéndome de un lugar a otro durante todo el día, he buscado y hablado con todo tipo de personas que pudieran haber tenido una mínima relación durante aquella tarde con Jean Pierre. Los últimos testigos que lo recuerdan dejaron de verlo a eso de las 15:00 h, con lo cual tuvo tiempo suficiente para personarse en los alrededores del Sacre Cœr y perpetrar el macabro asesinato.
―De todos modos, resulta evidente que fue ella la autora del crimen ―resumió Marie.
Buscaba convencer y convencerse a sí misma.
―No es tan fácil ―intervino Jean Pierre que durante la anterior descripción se mantuvo apartado, concentrado y meditabundo―. Es su palabra contra la mía. Con el agravante de que yo sí tenía un móvil para querer quitar de en medio a mi examante.
―Sí y no. Es cierto que las circunstancias le convierten en el centro de atención en todo este feo asunto. La situación le acusa con solo pensarlo. El marido infiel que no desea que su mujer se entere del engaño. Por otro lado, la examante abandonada, furiosa por su desprecio, decide vengarse de la forma más sencilla y limpia y, seguramente, la más lucrativa. Yendo con el cuento a la esposa, tras ocultar su propia relación y hacer recaer todo el peso de la justicia matrimonial sobre el ingrato y su nueva pareja. Resulta algo tan viejo como la vida misma.
»Hasta ese punto le doy la razón y puedo asegurarle que no conozco juez que no pusiera en duda su presunta inocencia. Pero, ¡gracias a Dios!, existen otras circunstancias que pueden servir de apoyo para desbaratar tan aplastante certeza, sembrando la duda y la sospecha sobre los propios acusadores. Hay un curioso detalle, ocurrido unas semanas más tarde después de todo lo hablado, difícilmente explicable por parte del señor Boucher. A los pocos días de ingresar su hija en la clínica, efectuó un viaje relámpago a Francia que apenas si duró dos días. Parece ser que, por asuntos de negocios, tuvo que dejar sola a la enferma y trasladarse a la finca. Nada extraño por otro lado. Lo curioso viene cuando, en esa misma noche, sufre un extraño robo que denuncia al día siguiente, justo antes de volver de nuevo a la cabecera de la cama de su hija.
―¿Un robo? ―se extrañó el músico que no había tenido noticia alguna de semejante hecho―. ¿Y qué robaron?
―El coche todoterreno que desapareciera de la mansión, justo la noche en que hablamos.
―¡El coche de Sophie!
―Efectivamente. El mismo al que intenté echar un vistazo la tarde que le pedí me acercara al centro. No pude hacerlo, pues, según me informó el chofer, desapareció de la casa la fatídica noche. Pero lo sorprendente no es eso. Como yo estaba encargado del caso, al darse una situación de este tipo, fui informado por el encargado de la investigación en la zona y cuál no sería mi sorpresa, al enterarme de que solo se llevaron el citado auto, sin siquiera hacer destrozo alguno ni llevarse ningún otro botín. Nadie se enteró del robo hasta que el propio Norbert fue muy de mañana a visitar el garaje y se encontró con la sorpresa de que había desaparecido uno de los coches. Decidí dar por zanjado el caso para no levantar las sospechas del rico hacendado. Dejándole creer que había eliminado la principal prueba acusatoria.
―¿Piensa que pudo atropellarla con el todoterreno? ―preguntó incrédulo.
―Personalmente opino que es lo más probable, aunque, por desgracia, no puedo demostrarlo al no tener el vehículo para examinarlo a fondo. De todos modos, he investigado y hecho mediciones con un coche similar y, en efecto, coinciden las medidas del robusto parachoques con la altura de la mayoría de los golpes que presentaba el cadáver.
―¿Por qué no la detiene entonces? ― quiso saber Marie, dejándose llevar por su sentido práctico―. Es más que evidente que fue ella la asesina de Giannina.
―Cierto. Resulta evidente, pero indemostrable, nos falta la prueba principal, sin ella, todo se vuelven suposiciones y sospechas sin fundamento alguno.
―No puedo creérmelo ―protestó indignada, incapaz de resistir por más tiempo aquella sarta de despropósitos y enredos―. Usted sabe que fue Sophie quien la mató y viene a acusar a Jean Pierre.
―¡Cálmate, por favor, querida! ―terció él, intentando demostrar una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir―. El inspector no tiene la culpa.
―No se preocupe. Comprendo perfectamente su estado de ánimo. También yo siento rabia e impotencia ante esta absurda situación que se ha creado. Tengo todas las piezas del puzle pero me falta el tablero. Desde luego es desesperante.
―¿Desesperante? ―gritó la mujer, fuera de sí―. Está hablando del futuro del padre de mi hijo. De la vida del único hombre al que he amado en la vida. Yo no entiendo de leyes, solo de sentimientos y verdades. No pienso consentir que Jean Pierre pague por un delito que no ha cometido. ¿Lo entiende?
Se dejó caer en el sillón y rompió en amargo llanto, agotada y sin fuerzas, tras el conocimiento de aquella horrible nueva. ¿Qué había ocurrido? No hacía media hora estaban felices y esperanzados, planeando su futuro en común y, de repente…
Se dejó llevar por los locos sentimientos y descargó, a través del torrente de sus lágrimas, el miedo y la desesperación que oprimían su garganta.
―Tranquilízate, ma cherie. ―Jean Pierre acudió en su consuelo―. Ya verás cómo todo se arreglará.
―¿Y si no se arregla? ¿Qué haré yo sin ti? ―Se arrojó en sus brazos, presa de un ataque de angustia, sin ser capaz de dominar las emociones.
―Yo me ocuparé de ello ―intervino el inspector, emocionado ante aquella emotiva escena―. Le prometo, señora Fontaine, que nadie va a separarla de su marido. Va en ello mi palabra de comisario. Pero, ahora, le ruego se retire a descansar y nos deje a nosotros este asunto. Son muchos los detalles que debemos concretar antes de presentarse mañana en la comisaría.
Ella lo miró, no muy decidida a abandonar a su enamorado, si bien, era consciente de que necesitaba ese descanso después de todo lo soportado.
―Marie, sé razonable. Si no quieres hacerlo por ti, hazlo por el niño. Jamás me perdonaría que os pasara algo por mi culpa. Aquí no haces nada. El inspector lleva razón, es mucho lo que tenemos que hablar. Cualquier pequeño detalle puede ser primordial a la hora de aclarar esta maldita situación. Vete a la habitación, métete en la cama e intenta descansar.
Se levantó ayudada por su amante y entró con aparente docilidad en la alcoba. Pocos momento después, apenas lo necesario para calmar su desasosiego, Jean Pierre tornó al salón en busca del importuno visitante.
―¿Está más calmada? ―preguntó el otro al verlo entrar.
―Digamos resignada. Espéreme un instante, prepararé café, intuyo que esta va a ser una muy larga noche.
Entró unos minutos después con la cafetera humeante y dos tazas sobre la bandeja.
―Jean Pierre ―llamó su atención el policía según colocaba los servicios encima de la mesita―. Hay algo que no le he dicho y creo debe conocer antes del interrogatorio de mañana.
Este lo miró con curiosidad, valorando si podía existir algo más importante de cuanto acababa de referirle durante la última hora.
―Antes de salir de la jefatura, su suegro, comentó que había convocado una reunión con los medios de comunicación, para informarles de cuanto había sucedido. A estas horas, todos los informativos de radio y televisión francesa han difundido la noticia de su supuesta implicación en este asesinato, en tanto los titulares de prensa derrochan bloques de tinta en sus titulares. Puedo asegurarle que, mañana, su foto será portada de la mayoría de los periódicos franceses y del resto de países.
―Veo que no ha escatimado medios. ¿Eh? Ha querido hacerlo con toda «pompa y boato». En su mejor estilo ―comentó con amargura.
―¡Lo siento! Intenté convencerle de que desconvocara esa reunión, pero se rió en mi cara, alegando que la verdad nunca puede permanecer oculta.
―¿Enserio? Pues démosle a probar un poco de su verdad ―exclamó, resuelto a no dejarse pisar por semejante basura―. ¡Jamás he rechazado un desafío!
―¡Así me gusta! ―aprobó el otro, entusiasmado con el empuje de sus palabras―. Ese es el afán de lucha que necesitamos.
―No hablamos de lucha, sino de supervivencia. En esa habitación me espera una maravillosa mujer y mi hijo. ¡No pienso defraudarles! ¡A trabajar!
**********
Apenas le faltaban diez kilómetros para llegar a la gran mansión. Le resultaba harto difícil distinguir los coches que circulaban delante del suyo, debido a la tromba de agua que no había dejado de acompañarle desde que saliera de la sala Philharmonie. Mucho le costó aceptar aquella extraña invitación formulada por su exesposa. En un principio había decidido ignorarla. Si algo no deseaba era volver a encontrarse con aquella mujer que no había escatimado medio material ni humano para destrozar su vida.
…
Desde la fatídica noche en que el inspector Lambert apareciera en su casa, con la citación en la mano, su vida había dado un giro de ciento ochenta grados. Los planes de futuro que crearan ilusionados, entre Marie y él, habían sufrido un fatídico retraso, por el momento desconocido, hasta la llegada del juicio de reconciliación, con el que se intentaría evitar llevar el caso a la gran sala.
Todo ello originado por la falta de pruebas fehacientes contra el presunto homicida. El juez encargado del caso había analizado, minuciosamente, una y otra declaración, cotejándolas con las últimas investigaciones policiales, con lo que llegó a la conclusión de que, salvo la explícita acusación de su exmujer, no existía indicio alguno que relacionara a Jean Pierre con aquel asesinato. No es por tanto de extrañar que albergara serias dudas sobre la veracidad de semejante acusación, máxime al tener en cuenta la más que extraña y anómala relación conyugal vivida en el pasado entre ambos. Ese fue el principal motivo que le condujo a provocar un «careo» entre ellos, convocando un juicio conciliatorio previo.
En la declaración del día siguiente, Jean Pierre, no había ocultado detalle alguno, no solo de la relación sentimental mantenida con la fallecida, sino de los momentos más significativos vividos en su anterior matrimonio. De igual modo, comentó la auténtica relación que mantuvieran Sophie y él durante aquellos largos años. Tampoco escondió el desamor existente entre ambos, así como los verdaderos motivos de uno y otro para firmar aquel descerebrado acuerdo matrimonial.
Destapó la falsedad y mentira de un amor inexistente, al lado de otras muchas vanidades y oscuros secretismos que acompañaban y adornaban a la admirada y respetada familia Boucher. Tan solo con cuatro o cinco asuntillos de aquellos que llegaran a hacerse públicos, se organizaría tal escándalo social que los sólidos cimientos de la enorme mansión se desmoronarían, viniéndose abajo la respetable credibilidad de padre e hija.
Paul Lambert continuó la investigación por su parte, a marchas forzadas, convencido como estaba de la inocencia de Jean Pierre. Este hubo de reconocer que, en él, había encontrado el defensor perfecto. Poco tardó en contactar con el desaparecido ayudante de la casa discográfica que, medio aterido de frío y agotado por el esfuerzo de la escalada, no tuvo inconveniente alguno en reconocer que había encontrado un «enigmático mecenas» que le había financiado el sueño de su vida: ¡Escalar el Everest! Lo que olvidó comentar fue el por qué de tan milagroso e inesperado mecenazgo. Preguntado por la tarde del óbito de Giannina, confesó no recordar nada, tal vez por efecto de la altura o porque siempre fuera demasiado olvidadizo.
El policía prefirió no «quemar» aquel testigo, seguro de que cualquier juez sabría vislumbrar lo, cuando menos, extraño y oscuro de aquel patrocinio. Optó por centrar su atención en la localización del vehículo del crimen, pieza primordial en el caso. Por desgracia, hasta el momento, poco o nada había avanzado en la investigación. El auto seguía sin aparecer. Había examinado un sinnúmero de coches despeñados, quemados, hasta fortuitamente hundidos en las oscuras aguas de un par de lagos europeos. ¡Nada! Ninguno de ellos se ajustaba, ni por asomo, al lujoso todoterreno desaparecido. Su verdadero temor era que hubiese sido enviado al desguace, de tal forma, andaría desperdigado por infinidad de chatarrerías de autos. Tal vez por ello, fueron los primeros lugares a investigar, sin que, por el momento, tuviera mayor acierto que en las anteriores pesquisas.
Tampoco Jean Pierre se quedó parado en este lapsus de tiempo. Su primera intención, al día siguiente de saberse inculpado, fue dimitir del puesto de director de la Philharmonie y así se lo hizo saber a Beltrán Milhaud. Este se negó a admitir tal dimisión, alegando que, hasta que se demostrara lo contrario, era tan inocente como él mismo y que no encontraba motivo alguno, por el momento, que justificara su dimisión.
Jean Pierre agradeció emocionado el apoyo de su superior y amigo, aunque reiteró el deseo de abandonar el codiciado puesto de director. Todo fue inútil, Beltrán se mostró inflexible y llegó a amenazarlo con demandarlo por incumplimiento de contrato si persistía en su descabellada decisión. Al final, se abrazaron como amigos y decidieron esperar la marcha de los acontecimientos, sin paralizar la vida artística del músico.
Así pasaba gran parte del tiempo, entre el estudio y el trabajo, y el resto en eternas reuniones con sus abogados, a los que había añadido una eminencia criminalista, versado en casos similares, que le fuera recomendado por Lambert.
Por su parte, Marie, parecía haber asumido la nueva situación con asombrosa entereza. Sabía que la vida de su hijo dependía de ella, todavía recordaba la horrible experiencia de Moscú, en la que estuvo a punto de perderlo. Dejarse llevar por el desánimo y la depresión traería fatales consecuencias para el bebé. Intentaba por tanto continuar con su vida cotidiana, inmersa en la esperanza de una feliz solución. Disfrutaba con cada nuevo logro comunicado por el inspector, sin cesar de apoyar y animar a su enamorado sobre todo y ante todos. Si bien, es cierto que, sola, en el silencio de la noche, contemplando dormido a su lado al hombre amado, no podía mantener en la cuenca de los hermosos ojos el torrente de calladas lágrimas que acudían en auxilio de su angustia. Solo entonces dejaba en libertad los miedos y tristezas que atenazaban su espíritu.
…
Apenas llegó a ver con claridad el enorme portón de hierro forjado, que servía de acceso a la señorial casona, abrió la ventanilla del deportivo para pulsar el botón de llamada. Se vio obligado a subir de inmediato el cristal, pues el agua, viendo libre acceso al interior del coche, comenzó a inundar asientos y salpicadero, empapando en pocos instantes la chaqueta del conductor. No quiso meter el auto en el garaje, no esperaba que aquella conversación se alargara demasiado. Aparcó junto a la entrada principal y salió a la carrera hacia la puerta.
Sería la camarera personal de Sophie quien acudiera a abrir.
―La señora le espera en el salón de té ―informó con sequedad, sin siquiera saludar al recién llegado.
―¡Gracias!
Fue directo al personal saloncito de su exesposa, sin cruzarse con persona alguna en el recorrido. Abrió la puerta y la vio sentada de espaldas, mirando a través de uno de los cristales que, milagrosamente, se había salvado de ser devorado y anulado por los pesados y chillones cortinajes que adornaban la estancia. Parecía observar el frondoso jardín que, ya al final del verano, aun mantenía el encanto y la belleza de la estación estival; adornado y enriquecido con todo tipo de perfumadas flores y frescos y apetecibles frutos pendientes de las ramas, que a nadie parecían llamar la atención.
―¡Por fin te has dignado a venir!
Fue el saludo que ella le brindó, sin intención alguna de volverse a mirarlo mientras disfrutaba paladeando una rebosante taza de café.
―¿Qué es lo que quieres? ―Jean Pierre caminó hacia ella.
―Creí que ya lo sabías.
―¿A qué te refieres? No tengo idea de las locuras que bullen en tu cabeza.
―No consiento que me insultes. ―Volvió la cabeza, con cara de pocos amigos―. Estás en mi casa.
―A petición tuya. No soy yo quien ha pedido venir.
Él observó cómo estaba terriblemente desfigurada, esquelética. Su piel había perdido el tono rosáceo de la vida y se asemejaba, de manera preocupante, a la demacrada palidez de la muerte. Las arrugas habían tomado posesión de rostro y cuello, burlándose descaradas de cremas, maquillajes y polvos faciales que, en abundancia, intentaban cubrir los surcos que atravesaban su piel. Tenía poco más de cincuenta años, pero era fácilmente confundible con una mujer de sesenta y cinco o setenta. Tal era el deterioro que su anterior enfermedad y la continuada tensión anímica y personal, habían llegado a provocar en su persona.
―¡Siéntate! ―ordenó con gesto autoritario.
―No voy a hacerlo. He venido, luego de mucho pensarlo, para intentar aclarar la situación entre nosotros antes de llegar al juicio. No pienso permanecer aquí más tiempo del necesario.
―Está bien. Si quieres que vayamos al grano… ―Trataba de moderar sus palabras para evitar enfurecerle más―. Han informado a mi padre de que has hecho declaraciones que mancillan el honor y el buen nombre de nuestra familia.
―¿Y quién te ha revelado un secreto de sumario? ―quiso saber él. Era evidente que había un confidente infiltrado en todo aquello.
―¿A ti que te importa? ¡Lo sé y basta! No tienes ningún derecho a hacer públicos nuestros secretos familiares.
―¿Y lo tienes tú acaso para acusarme de un asesinato que no he cometido?
―¡Ella fue tu amante! ―exclamó según se levantaba del sillón y se encaraba con él.
―¡Pero yo no la maté! Tú bien lo sabes ―aseguró a su vez sin retroceder un paso.
―Eso dices tú. Me engañaste con esa zorra, riéndote a mis espaldas mientras te revolcabas con ella.
―¿Engañarte? Tengo que recordarte lo que ha sido durante años nuestra inexistente intimidad.
Ella se alejó hacia la ventana para evadir su mirada.
―¿Cuándo comencé a engañarte? ¡Dime! ―exigió, yendo en su busca―. ¿Cuando me echaste de la alcoba porque no soportabas mi presencia? O, tal vez, cuando no me hablabas ni mirabas durante días, semanas y meses, envuelta en tu etérea nube de orgullosa superioridad. Quizá iniciara el engaño desde el momento en que supe que te liabas con el primer gigoló que te caía en gracia y al que comprabas, como es tu costumbre, a base de dinero. ¿Piensas que soy estúpido?
―¿Sabías entonces lo de mis flirteos amorosos? ―Se volvió hacia él, con un especial brillo en la mirada.
―Muy imbécil tendría que haber sido para no darme cuenta de ello. No es precisamente la prudencia una de tus virtudes.
―Entonces… ¿Has sabido durante todos estos años que yo te era infiel? ―quiso cerciorarse, gozando con la noticia―. Y dime, ¿qué sentías?
Jean Pierre la miró en silencio. Parecía repasar, paso a paso, cada uno de los devaneos que ella mantuviera a lo largo de su vida de casados. Contempló la triste imagen que ahora presentaba.
―¡Pena, Sophie! Sentí pena de ver cómo te degradabas con cada nuevo romance. Jamás te amé. Nunca te lo he ocultado. Pero siempre resulta deprimente ver a otro ser humano intentar comprar con dinero un poco de afecto, aunque solo sea carnal.
―¡Cerdo, asqueroso! ―gritó ella, dolida en su orgullo, al enterarse de que no había logrado encender la llama de sus celos―. ¿Cuánto le pagabas a tu violinista? O dirás que fueron tus atributos masculinos los que le fascinaron. De poco te sirvieron entonces, de lo contrario no te hubiera traicionado.
―No pienso que me hayas llamado para discutir sobre mi vida amorosa. ¿Qué es lo que quieres? ―preguntó impaciente, deseoso de salir de aquella casa cuanto antes.
―¡¡Destruirte!! Pisotear tu fama, la cual conseguiste gracias a «mi dinero». Derrumbar la torre que te has forjado durante estos años en tu asqueroso mundo de la música. Conseguir que la gente llegue a aborrecerte casi tanto como yo te odio. Arruinarte, hundirte en la miseria y la desesperación, encerrándote de por vida en la miserable celda de una perdida prisión estatal, donde te irás pudriendo poco a poco, amargado y solo, abandonado por todos, hasta que llegues a maldecir la hora y el instante en que viniste a este asqueroso mundo. ¡Solo entonces frenaré mi venganza!
―¡Estás enferma, Sophie! ―hablaba a media voz, impresionado por el despiadado rencor encerrado entre aquellas frases―. Solo una mente desequilibrada, como la tuya, es capaz de odiar de tal modo. Es inútil que sigamos conversando. No tenemos nada que decirnos.
Se dio media vuelta con intención de salir del salón.
―¿Eso crees? ―chilló ella, atiplando su desagradable voz, presa de la rabia y la tensión nerviosa―. ¿Quieres saber quién ha sido, durante años, mi más asiduo amante?
―No me interesa en lo más mínimo ―contestó sin volverse ni dejar de caminar en busca de la salida.
―¿Estás seguro? Entonces, pregúntale a Albert. Quizá él te cuente cómo nos burlábamos de ti, cansados y exhaustos, tras saciarnos de sexo.
Soltó el pomo de la puerta que mantenía en la mano.
―¿Albert? ¡Mientes! Es imposible. Es mi mejor amigo ―protestó, indignado con el solo pensamiento.
Sophie lanzó una histérica carcajada que quedó amortiguada con los innumerables enseres de la estancia.
―Eso mismo aseguraba él cada vez que me hacía suya:
«Jean Pierre no lo creería jamás».
―¡Estás mintiendo! ¡Maldita loca! ―gritó descontrolado, incapaz de asimilar tamaña traición―. Solo una mente tan desequilibrada y sucia como la tuya puede imaginarse tal cosa.
Sophie no dejaba de reír, disfrutando enormemente con la reacción del hombre. Sabía que acababa de herirlo en lo más profundo. Conocía la elevada estima en que tenía a su amigo; para él la amistad era algo sagrado e inmaculado. ¿Cómo poder admitir que el amigo de la adolescencia le engañara con su propia mujer? Sintió cómo la alegría inundaba de nuevo su pecho. ¡Hacía mucho tiempo que no era tan feliz!
―No solo has sido un cornudo durante todos estos años, sino que has sido tan imbécil que ni siquiera sospechaste que lo fueras. Bien decía Albert que no tienes ni idea de mujeres. ¿Qué es lo que sientes ahora, estúpido imbécil?
―Tienes razón ―admitió él con gesto cansado y derrotado―. Debo de ser un completo estúpido, pues no solo siento pena de ti y de tu amante. ¡Me dais asco! porque representáis todo lo sucio y ruin que puede encerrar el ser humano, dejándoos llevar por los más bajos instintos por el simple capricho del momento.
―¿Qué hiciste tú con tu amante? ¿Contemplar las mariposas?
―Al igual que tú rebajarme hasta lo más hondo, con una gran diferencia: no era tu íntima amiga ni me movía el odio hacia ti. De todos modos, ¡tampoco estoy orgulloso de semejante relación! Si bien, puedo asegurarte que era mejor persona que tú.
―No era sino una sucia chantajista.
―¿Por qué lo sabes? ¿Hablaste con ella?
―Naturalmente. ¿No recuerdas? Charlábamos como amigas cuando te presentaste con intención de matarla ―contestó con descaro y una cínica sonrisa dibujada en la comisura de sus labios.
―Sabes perfectamente que no es cierto. Jamás estuve allí ―dijo cabreado ante tal embuste.
―Eso explícaselo al juez ―le retó ella con gesto de desafío.
―Lo haré. No lo dudes ―aseguró él a media voz, con fría seguridad―. Pero recuerda que también estabas allí. ¡Tú misma lo has admitido! Y, si no he sido yo…
Ella retrocedió atemorizada ante la fuerza acusadora de su mirada que no hacía sino reflejar cada una de sus palabras.
―Lo que ocurre es que te cabrea que haya hecho el amor con tu mejor amigo.
―Eso no es amor, Sophie. ¡Es vicio! Al igual que los animales os encelábais a mis espaldas. No pienses que me has herido, tan solo, decepcionado. Muchas mujeres cobran por ello. Tú… tuviste que pagar. ¡No creo que debas sentirte orgullosa!
―¡Jodido cabrón de mierda! ―Hizo intención de golpearle, aunque pronto desistió ante la fría y dura mirada de sus ojos―. Cuando termine contigo lamentarás haberme hablado así. ¡Te odio con todas mis fuerzas!
―Eres más afortunada que yo, pues, al no haberte querido nunca no puedo llegar a odiarte. Soy demasiado feliz como para albergar semejante sentimiento dentro de mí.
Abrió la puerta y salió del salón, no sin antes volverse hacia ella para decir:
―Tú lo has querido, Sophie. ¡Nos veremos en el juzgado!