Retorno al pasado

 

 

―¿Qué te parece este?

―No está mal. Un poco pequeño ¿No? ―opinó él, después de echar un vistazo a la pantalla del ordenador y analizar las imágenes allí reflejadas.

―¿Pequeño? Tiene ciento cuarenta metros, salón comedor y cinco habitaciones.

―Y en cada una de esas habitaciones apenas si cabe una cama y el armario. ¡Son minúsculas, petite! Nuestro Jean Pierre apenas si tendrá sitio para los juguetes.

― Está bien. ¡Me rindo! ―Apagó el ordenador, con gesto cansado―. Me considero incapaz de encontrar la casa que necesitamos. La que se adapta a nuestras necesidades está a kilómetros del centro y la que se encuentra céntrica resulta pequeña. Acepto mi fracaso ¡Estoy harta de buscar casa!

Hizo intención de marchar a la cocina.

―Ven aquí, «gordita mía». ―Cogió su mano para evitar que saliera del salón―. ¿Por qué te complicas la vida? Olvídate de la casa. Por ahora, no la necesitamos. Aquí estamos de maravilla. Cuando nazca el niño puede dormir durante un tiempo con nosotros en la alcoba. Te aseguro que no pienso separarme de él por muchas habitaciones que tenga en la nueva casa. Quiero disfrutar de mi hijo junto a ti.

―Yo también, pero según crezca habrá que cambiar de piso.

―Estoy de acuerdo contigo. ―La sentó sobre las rodillas y rodeó su cintura―. Sobre todo cuando nos decidamos a traerle una hermanita.

―¿No vas demasiado rápido? ―preguntó ella, jugando con su cabello―. También yo tengo algo que decir sobre eso. ¿No crees?

Mon amour! Puedo asegurarte que eres la principal protagonista. Sin ti me quedo sin argumentos.

Iba en busca su boca con amorosa codicia. Ella no quiso resistirse a tan delicioso acoso y devolvió la caricia con auténtico placer.

―¡Te quiero mi pequeña mujercita! Me haces sentirme el hombre más feliz del universo. Jamás pude imaginar que existiera semejante felicidad. No dejo de contar los días que nos separan de la boda. Cuando me despierto por las mañanas y te veo dormida, a mi lado, debo convencerme de que no sigo aún soñando y eres parte de mi sueño. Luego rozo tus labios, inhalo el perfume que desprende tu cuerpo y comprendo que eres real, no una vana fantasía de mi imaginación.

―Jean Pierre, ¡cariño mío!, no quiero dejar nunca de ser «tu  sueño». Tú lo eres todo para mí, lo único capaz de hacerme sentir viva. Has hecho florecer en mí las ganas de vivir a través de nuestro hijo. Solo por eso debería amarte, pero existe algo más profundo y misterioso, un extraño sentimiento que me liga a tu destino de manera inexorable y llega a fundirme con tu ser. Ya no tengo celos de la música como cuando renuncié a ti. Ahora la desafío a que intente separarte de mi lado. ¡Tú eres mío! No le tengo miedo.

Ma chérie! Puedes estar segura de ello. Fui tuyo desde un principio. Jamás tuviste rival que te hiciera sombra. Solo tu imaginación creó semejante enfrentamiento. De todos modos, ―La tumbó con sutil delicadeza sobre el tresillo―, no tengo inconveniente alguno en recordártelo.

Según hablaba desabrochaba, con lenta sensualidad, cada uno de los pequeños botones del fino blusón de seda, dejando al descubierto gran parte de los hombros, que no dejaba de acariciar, en tanto desnudaba los desarrollados senos y recorría con sus labios, ávidos de su disfrute, cada milímetro del contorno de tan femeniles montañas.

―Marie, diosa mía, por ti soy capaz de…

El inoportuno sonido del timbre dejo sin sentido la frase. Ambos miraron hacia la puerta, extrañados de tan inusual interrupción.

―Será alguien que se ha equivocado. Yo contestaré ―Se incorporó rápido―. No te muevas de ahí. Vuelvo enseguida y continuamos donde lo dejamos.

Caminó hacia la puerta y accionó el botón del portero automático.

―¿Quién es?

―¡Fontaine! ―escuchó a través del aparato―. Soy el inspector Lambert.

Se volvió con la sorpresa reflejada en la cara hacia Marie que, no bien escuchó el nombre, se incorporó del sillón, no sin cierta torpeza, y se apresuró a abotonar de nuevo cada uno de los botones de su largo y amplio blusón color esmeralda. Apretó el botón de acceso. Pocos instantes después, sonó el timbre de la casa.

―Inspector, ¿qué le trae por aquí a hora tan intempestiva? ―Abrió la puerta y se hizo a un lado para dejar paso al visitante―. Son más de las once de la noche.

―Lo sé ―admitió el recién llegado―. He pensado mucho antes de dar este paso y, créame, no ha sido una fácil decisión.

Su cara dejaba traslucir una seriedad y preocupación no habituales en él. Se movía con aire incómodo, temeroso de importunar.

―Pero estoy seguro de que cuando usted conozca la importancia que me trae aquí, me lo agradecerá.

Jean Pierre comprendió al momento que no se trataba de una visita de cortesía. Había mantenido cierta relación con el curioso policía, a raíz de su vuelta de Moscú. Era quien le informaba de los avances en la compleja investigación en la muerte de Giannina, si bien, hasta el momento, poco o nada estaba claro respecto a tan extraño y brutal asesinato. Jean Pierre era incapaz de comprender tamaño salvajismo. Fue Lambert quien le habló de casos aún más aberrantes conocidos a lo largo de su vasta carrera en el cuerpo de policía. En principio se pensó en un posible acoso, pero pronto se descartó la idea, ante la falta de signos de violencia sexual. Según los últimos informes, se barajaba la posibilidad del hecho aislado  de un maníaco o un enfermo mental.

Interrogó con los ojos al funcionario que parecía evadir el cruce de miradas.

―¡Ah! Está usted ahí, señora Fontaine. ―Fue a acercarse a Marie que, hasta el momento, se había mantenido un tanto apartada de ambos hombres.

―Todavía no lo soy. Soy Marie Bouffart.

―Para mí ya lo es ―aseguró, con una cortés inclinación―. Le ruego disculpe esta interrupción de su intimidad familiar con mi inoportuna presencia, señora.

―No hay de qué disculparse. Los amigos de Jean Pierre siempre son bien recibidos.

―Me temo que no es propio de un amigo el cometido que me trae aquí esta noche.

Marie sintió un escalofrío que recorría su cuerpo. Una extrema palidez desdibujó su semblante.

―Marie, cariño ―intervino Jean Pierre en tanto rodeaba sus hombros y la conducía hacia la vecina habitación―. Vas a tener que disculparnos. Estoy seguro de que el inspector preferirá que hablemos a solas. Es mejor que me esperes en la habitación. No tardaremos.

Ella se volvió hacia él.

―Prefiero quedarme.

El músico miró al policía que, en silencio, contemplaba la escena, acomplejado e indeciso, sin querer intervenir en la conversación.

Quería evitar que su pareja presenciara aquel encuentro. Había intuido desde un principio que no eran buenas noticias las que aquel hombre portaba. Lo último que deseaba era preocupar a Marie.

―Es tarde ya y la charla puede alargarse, además, es posible que hablemos de ciertos temas no del todo agradables. En tu estado no conviene que el niño escuche ciertas cosas.

―El niño no, pero yo sí. ―No parecía dispuesta a abandonar el salón.

―Señora ―habló Lambert que intentaba apoyar los argumentos de su compañero―. Jean Pierre tiene razón. Los policías somos gente ruda, poco delicados. El continuo trato con tipos de la más baja estopa nos ha insensibilizado. Puedo asegurarle que mi conversación no resulta amena ni divertida.

―Señor Lambert. ―Se sintió molesta al verse tratada como una niña―. Le aseguro que no me escandalizaré por su manera de expresarse. Si ha venido a decir algo, dígalo. ¡Le escuchamos!

―Marie… ¡Por Dios! ―rogó su enamorado.

―No pienso moverme de aquí.

El inspector miró a Jean Pierre, con la muda petición del permiso para hablar, este bajó la cabeza, en un gesto inequívoco de asentimiento, molesto por la intransigente postura de su pareja.

―Hable, inspector. Es inútil tratar de convencerla ―admitió con gesto derrotado.

―De acuerdo, como desee.

Metió la mano al bolsillo interior de su chaqueta y extrajo un sobre amarillento, cerrado y sellado, el cual entregó al director de la Philharmonie.

―¿Qué es esto? ―preguntó al coger el sobre, sin hacer intención de abrirlo.

―Una citación.

―¿Para mí?

El policía asintió con un leve movimiento de cabeza, sin mediar más explicaciones.

―Y ¿para qué se me cita?

―Para practicarle un interrogatorio.

Marie se aferró a su brazo, sin perder de vista al inspector, con el susto y el miedo dibujado en su bonita cara.

―Se interroga a los acusados. ―Jean Pierre no quería aceptar lo que aquello significaba―. ¿De qué se me acusa?

―¡De asesinato en primer grado…!

 

 

 

Furias de venganza
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