Hundido tras los recuerdos
No bien salió del apartamento de Marie se metió en el coche, sin idea de cuál sería el siguiente paso a dar, tal era el estado de desánimo y frustración que le invadía. Apoyó la cabeza en el frío volante e intentó reorganizar las ideas. Sabía que no podía continuar así. Debería reaccionar, pero… no tenía fuerzas ni deseos para superar el duro golpe que, de improviso, acababa de regalarle el destino. Continuó en idéntica posición durante más de media hora, inmóvil, en tanto el cerebro proyectaba imágenes y recuerdos de lo recién acontecido. Cualquiera que pasara a su lado creería que se trataba de un hombre ebrio, atontado y anulado por los excesos.
Y así era en realidad, solo que no era el alcohol ni las drogas el vehículo utilizado en su embriaguez. Eran los recuerdos, el dolor, la rabia, la impotencia… ¡la tristeza!, quienes le habían conducido a estado tan deplorable. Con todo, la sabia naturaleza acudió en su ayuda. Comenzaba a quedarse helado; en la calle se alcanzaban los seis grados bajo cero, fue atacado por una involuntaria tiritona, como lógica reacción de la hipotermia que comenzaba a invadir sus miembros. Comprendió que era preciso buscar un lugar donde dormir o, al menos, protegerse del intenso frío.
Arrancó el coche sin ciencia cierta de a dónde dirigirse. Valoró en su mente la posibilidad de volver a la mansión y buscar cobijo y descanso en la arropada y mullida cama que utilizara desde hacía dieciséis años. Si bien rechazó tal idea de inmediato. El último sitio al que deseaba ir era a aquella casa. Pensó en Albert. Estaba seguro de que no le negaría cama y cobijo, pero si algo no quería en aquellos momentos era hablar con nadie. Su amigo se interesaría en conocer el por qué de aquella repentina e intempestiva visita y no estaba dispuesto a contar a ninguno cuanto había vivido con Marie. Solo ella y él eran conocedores de su desafortunada relación. No pensaba traicionar tal secreto, aun cuando hubiera finalizado el corto romance.
Tras deambular desconcertado, de un lado para otro, por las desiertas calles parisinas, paró ante la puerta del hotel Sofitel Paris Le Faubourg.
Una vez en la habitación se tiró sobre la cama, sin molestarse siquiera en deshacerse de la ropa. Quedó inmóvil y absorto, sin dejar de contemplar, con preocupante fijeza, un determinado punto del techo. Así le sorprenderían los primeros albores de la mañana. Una mañana oscura, fría y gris, consecuencia inevitable de la heladora y húmeda noche pasada.
Sonó la alarma del móvil. Con un gesto involuntario se lanzó sobre el pequeño dispositivo, cayendo en la cuenta tarde de que no era la llamada deseada, sino la mecánica señal que le avisaba del nacimiento de un nuevo día en el que nada, al parecer, semejaba haber cambiado en el mundo que le rodeaba. Solo él había traspasado la barrera de la lógica y se había sumergido en un oscuro y caótico mundo, impregnado de locura y estéril desolación.
Apagó el móvil y retornó a su anterior posición. Daba la sensación de haber decidido permanecer de aquel modo de manera indefinida. Apenas si parpadeaba, siempre con la mirada fija en el blanco techo, pensativo y silencioso, sin gesto alguno en el rostro que permitiera averiguar la tormenta de pasiones que dominaban su espíritu.
Pasaron varias horas hasta que decidió levantarse. Se dirigió al baño y, una vez realizado el aseo diario, salió por la misma puerta que atravesara de madrugada.
Cuando apareció en el estudio de grabación se encontró con la visita del inspector Lambert que, llevado de su rígida y celosa profesionalidad, no había perdido tiempo en corroborar cuanto Jean Pierre le contara la noche pasada. A pesar de su depresivo estado, no pudo evitar una irónica sonrisa, al comprobar la sutil desconfianza de aquel empleado del gobierno.
―¡Hombre, señor Fontaine! ―dijo el laborioso policía, sin siquiera saludarle―. Tenía usted preocupados a todos con su tardanza.
―Lo siento ―respondió él, en tanto se disculpaba con los compañeros de trabajo―. No he tenido una buena noche.
―Resulta evidente, amigo mío ―intervino de nuevo Lambert en tono un tanto jocoso―. Permítame que le diga que tiene usted un aspecto deplorable.
―¿Cómo se sentiría usted después de todo lo ocurrido? ―preguntó a su vez molesto el músico.
El inspector se mordió el labio inferior, consciente de lo absurdo y estúpido de su anterior comentario. El resto de asistentes salieron de la sala.
―Lleva usted razón. Perdóneme. Lo cierto es que yo también estaba preocupado por su tardanza, nadie conocía su paradero.
―¿Temía usted que hubiera huido de la escena del crimen? ―comentó con tono burlón, sin molestarse en ocultar su enfado.
―Señor Fontaine, no me ofenda, ¡por favor! ―El pobre hombre era consciente de cuanto venía soportando el joven―. Nunca he dudado de su palabra. Si anoche le hice aquellas preguntas tiene que comprender que formaban parte de mi trabajo, como lo es el que me encuentre aquí, ahora, corroborando su coartada. Es mi obligación y deber comprobar cualquier dato relacionado con este caso, con independencia de mis propias convicciones.
Jean Pierre se quitó la prenda de abrigo y la colgó en el perchero.
―Lo siento, inspector ―Se disculpó al volverse hacia él―. Tengo los nervios desatados. Todo lo ocurrido es tan extraño y anormal que todavía no he sido capaz de asimilarlo.
―Lo comprendo. No tiene importancia. Por cierto. ¿Cómo sigue su esposa?
Jean Pierre tuvo que retroceder en el tiempo para recordar lo ocurrido en la suntuosa casa, apenas unas horas antes. La verdad era que no tenía idea del estado de su mujer.
―¡Sigue estable! ―mintió, con intención de zanjar el tema.
―Los accidentes caseros pueden resultar terribles. Nunca seremos suficientemente prudentes a la hora de proteger nuestro hogar. ¿No opina así?
―Sí. ¡Desde luego!
Se abrió la puerta de la pequeña sala de grabación donde ambos se encontraban e irrumpió en la sala el técnico de sonido.
―Disculpe, señor Fontaine, cuando quiera podemos comenzar a trabajar el ensamblaje de las voces. Está todo preparado.
―Sí, sí, Antonine. ¡Ahora mismo! ―contestó al tiempo que se volvía hacia Lambert―. Si me disculpa, inspector, llevamos mucho retraso y, por desgracia, el estudio está alquilado por un período de tiempo determinado. No podemos permitirnos el lujo de perder un día.
―Por supuesto. También yo debo marcharme. Tengo que visitar varios lugares, entre ellos la sala Philharmonie, lugar en el que, como bien sabe, había trabajado la fallecida. Por el momento no hemos encontrado un nexo de unión más cercano. Era una mujer extraña, no tenía amigos ni familiares conocidos aquí en la capital francesa. De todos modos, estamos investigando en Sicilia, donde naciera, aunque, por el momento, tampoco hemos localizado más que parientes lejanos que apenas si sabían de su existencia.
»No puede hacerse una idea de la cantidad de hilos que debemos utilizar hasta conseguir hilvanar la madeja ―se quejó con gesto cansino.
―Puedo imaginármelo. No creo que sea tarea fácil, ni mucho menos.
―Adiós entonces. Seguro que nos volveremos a ver pronto.
―No lo pongo en duda. Hasta la próxima, inspector.
Una vez se hubo marchado iniciaron el minucioso trabajo del ensamblaje, mezclado y manipulado de las distintas pistas de audio, Purgaban errores y perfeccionaban indeseadas asperezas hasta conseguir un sonido nítido, claro, redondo y brillante.
Apenas si pararon para comer un pequeño bocadillo que él no pudo ingerir, no así el café, que consumió por triplicado, necesitado como estaba de un estimulante que lo mantuviera despierto y operativo.
Finalizada la jornada se acercó a la mansión para enterarse del estado de Sophie. En el fondo, había roto todos los vínculos que pudieran haber existido con ella. Su decisión de divorcio era irrevocable, amén de todo lo acontecido en las últimas horas. Nada había que le atara a aquella mujer. Si hubiera tenido que buscar algún apartado positivo en todo lo ocurrido hasta el momento, era, sin lugar a dudas, esa firme resolución de romper con las cadenas que le mantenían prisionero del pasado.
A pesar de ello, era consciente de la crítica situación en que se hallaba. No le deseaba ningún mal, ni a ella ni a su padre y no podía evitar sentir lástima por el pobre anciano que había visto derrumbarse su mundo en apenas unas horas. Acalló las voces internas que le hablaban de resentimiento y desprecio y dirigió sus pasos a la vieja mansión.
―¿Qué hay Alexandre? ¿Cómo sigue todo? ―Entregó al viejo mayordomo su abrigo y maletín.
―¡Buenas tardes, Monsieur! No sabría decirle. La casa es una auténtica locura, no dejan de entrar y salir médicos, enfermeras y un sinnúmero de personas que ni siquiera tengo idea de lo que vienen a hacer aquí.
―Lo imagino ―respondió lacónico mientras se encaminaba hacia las dependencias de la enferma.
―Imagínese que he tenido que firmar varios pedidos, en ausencia del señor Boucher. Todo el mundo parece haber enloquecido, hasta el personal de limpieza ha relajado sus obligaciones con la excusa de enterarse del estado de la señora.
―Está bien, no se preocupe. ¿Dice que el señor Boucher no está?
―No, no ―se apresuró a rectificar el doméstico siguiendo los pasos de Jean Pierre―. Ya ha regresado, está junto a la señora. Ha sido durante la noche que he tenido que multiplicarme. Compréndalo, señor ―se quejó el fiel sirviente―, yo no puedo ocuparme de todo. Bastante trabajo me da el gobernar esta enorme casa para que ahora también tenga que administrarla.
―Tranquilícese, todo esto no puede durar mucho. Buscaremos una solución.
―¡Gracias, señor!
Aceleró el paso, no tanto por la urgencia que sentía de conocer el estado en que se hallaba su mujer, sino para evitar escuchar las quejas del viejo Alexandre, aunque no dejara de reconocer que eran justas y lógicas. De todos modos, no había mentido al hablarle de solucionar el problema. Si bien no quería mezclarse en todo cuanto se venía desarrollando allí, comprendía lo absurdo de la situación. La gravedad de Sophie requería unas atenciones hospitalarias de forma urgente. Podía entender la negativa de su suegro a dar publicidad a aquel desagradable asunto, pero no compartía su cerril deseo de no permitir que fuera atendida en un centro adecuado. Aunque ya no entraba dentro de sus obligaciones maritales, intentaría hacer entrar en razón al viejo propietario.
Pasó a la habitación sin hacer ruido. Aunque había más de doce personas en el cuarto, podría haberse escuchado el apagado rumor de una delgada hoja al caer al suelo, tal era el silencio y mutismo que reinaba en el ambiente. Solo el débil y lento pitido del controlador cardíaco se permitía interrumpir aquel silencio reinante.
Observó que poco había cambiado la situación, a no ser que la enferma mantenía los párpados cerrados, lo cual evitaba la desagradable visión de sus dilatados ojos. Aunque no era un experto en medicina pudo comprobar los gráficos de los diversos aparatos anexionados al cuerpo de su esposa. Lentos e irregulares, casi planos. Tal visión no dejó de impresionarle.
Norbert estaba sentado en la cabecera de la cama, con una mascarilla en el rostro y la mano de su hija apretada entre las suyas. Al verlo entrar soltó la mano inerte de Sophie, se incorporó y fue a su encuentro. Con un gesto de cabeza lo invitó a salir del cuarto.
―¿Cómo se encuentra?
―Mal ―respondió con un hilo de voz―. Está estacionaria, pero sus constantes son tan débiles que no logra remontar. En ocasiones el corazón parece paralizarse, pero logran reanimarla.
―¿Y el médico que opina?
―Que no podemos hacer otra cosa que esperar. Dice que ha hecho todo lo humanamente posible y que ahora es su propia naturaleza la que tiene que obrar el milagro. Sigue insistiendo en que sería mejor trasladarla a un hospital.
―Yo también lo creo ―se aventuró a opinar Jean Pierre.
―¿Estás loco? ¿Sabes lo que supondría que todo esto se supiera? Sophie quedaría marcada como una demente suicida. Los amigos y amistades le cerrarían las puertas. Nadie querría volver a relacionarse con ella.
Estaba indignado. ¿Cómo se atrevía a opinar, después de lo que le había hecho? De buena gana le hubiera echado en cara su vergonzoso proceder, pero supo callar. No quería que el enemigo conociera las cartas con que jugaba. Una vez pasado todo aquello se ocuparía de aquel desgraciado malnacido, pero, por ahora, era más prudente el silencio.
―Norbert, ¡por favor!, recapacite ―razonó él, ajeno a los oscuros pensamientos del viejo millonario―. Si quiere a Sophie de verdad tiene que pensar tan solo en salvar su vida. Este no es el escenario apropiado para una situación límite como esta. Olvídese del qué dirán y piense exclusivamente en su hija. ¡Tiene que decidir entre el escándalo o la vida de Sophie!
Boucher lo miró con los ojos inyectados en sangre, deseoso de fulminarle con la mirada. ¿Cómo osaba hablarle de tal modo? ¿Quién era él para darle clases de moralidad y toma de decisiones? No estaba dispuesto a soportar por más tiempo a aquel cabrón arrogante.
―¿Quién te ha dado el derecho para decidir sobre la vida de Sophie? Tú que no has sido capaz de mantenerte ni una hora a la cabecera del lecho de tu mujer moribunda ―escupía cada una de sus palabras a la cara del joven―. Tú que no has dudado en engañar…
―¡Buenas tardes, caballeros!
La frase de Norbert murió en su boca, cortada por el saludo del inspector que, sin previo aviso, había entrado en la antesala, sin que ellos se percataran de su presencia.
―¡Buenas tardes, señor Lambert! ―respondió Jean Pierre que procuraba disimular la tensión y enfado que las últimas frases del propietario encendieran en su ánimo.
―¿Usted, aquí? ―Norbert apenas era capaz de dominar la rabia que lo invadía―. ¿Qué «coño» busca ahora?
Paul Lambert no pareció haber escuchado tan grosero comentario, o, al menos, no dio la impresión de ello.
―He venido a enterarme del estado de su hija y a presentarle mis respetos y condolencias por tan triste suceso.
El anciano tuvo que reconocer lo impropio de su proceder.
―Está mejor ―informó, sin disculparse, al mismo tiempo que procuraba templar los nervios.
Al fin y al cabo, tampoco le interesaba indisponerse con aquel mequetrefe. No dejaba de ser un representante de la ley y, de ahora en adelante, debería ser cuidadoso en extremo con el terreno que pisaba.
―¡Gracias por su interés! ―rezongó entre dientes.
―No tiene porqué darlas. Es mi obligación, amén de que lo hago con gusto. Precisamente esta mañana se lo comentaba a su yerno:
«Los accidentes caseros pueden resultar terribles. Nunca seremos suficientemente prudentes a la hora de proteger nuestro hogar».
»Nos encontramos de nuevo, señor Fontaine ―dirigía sus palabras al músico.
―Así es. ¿Qué tal sus investigaciones? ―preguntó, algo más tranquilo, con intención de relajar el tenso ambiente.
―Lentas y complicadas como de costumbre. Este maldito trabajo no conoce el término fácil.
―Ningún trabajo lo es ―aseguró Jean Pierre, sin poder evitar pensar en el suyo.
―No, desde luego, pero el mío resulta complicado algo más de lo normal. Todo infractor de la ley parece poseer un sexto sentido que le permite tergiversar las situaciones y convertir lo fácil, no ya en difícil, sino en imposible.
―Al fin y al cabo, se le paga para eso ―intervino Norbert―. No niego que sea difícil, pero no deja de ser su obligación el encontrar al criminal. También yo tengo problemas en mi trabajo.
―No lo dudo, señor Boufart. ―Miraba curioso el vacío pedestal que mostraba su desnudez, huérfano de la bella y legendaria Afrodita―. Todos tenemos problemas, aunque, es cierto, que cada uno de distinto tipo.
―Está bien ―cortó Norbert impaciente―. Discúlpenme, señores. Debo regresar junto a mi hija. ¿Vienes, Jean Pierre?
―Si no le importa ―terció el policía que hablaba ahora al director―, desearía charlar un momento con usted, hay un par de cosillas que no acaban de encajarme.
―No me importa en absoluto.
Norbert miró a ambos, molesto por aquella nueva intromisión, se dio la vuelta y entró en la habitación contigua, sin decir palabra alguna.
―Usted me dirá ―preguntó el músico, una vez quedaron solos.
―No parece un hombre muy tranquilo ―comentó, no bien se cerró la puerta por donde desapareciera el dueño de la casa―. ¿Siempre es así de arrogante?
Jean Pierre no pudo reprimir una irónica sonrisa. Aquel hombre era asombroso.
―Desde luego… ¡Es usted un dechado de delicadeza! ―criticó, en recuerdo al comentario que le dirigiera a él mismo aquella mañana―. ¿Cómo quiere que se encuentre? Es un pobre padre que ve cómo intentan arrebatarle su tesoro más preciado. Norbert ve a través de los ojos de su hija, siempre ha sido su única pasión. ¿Piensa que puede quedarse tranquilo y contemplar cómo la muerte acecha su presa? La verdad, inspector, ¡no acabo de comprenderle!
Lambert no pareció molestarse por tan crítica ironía. Tomó asiento en una de las elegantes sillas que adornaban aquella antesala y sacó del gabán una cajetilla de tabaco y un gastado mechero a media carga, de un manchado y desgastado amarillo fosforescente.
―¿Fuma? ―Alargó el paquete a medio abrir a Jean Pierre, quien hizo un gesto negativo―. Señor Fontaine, en los muchos años que llevo en el ejercicio de mi profesión he llegado a ver de todo. No podría imaginarse la multitud de situaciones a las que he tenido que enfrentarme. Puedo entender que para ustedes todo este duro trance resulte angustioso y asfixiante, pero, para mí, no deja de ser un caso más, ni mejor ni peor que otros muchos vividos. ¡Siéntese! Se lo ruego.
Señaló la silla más cercana junto a él. Jean Pierre no quiso negarse a su invitación.
―De seguro pensará que soy una especie de monstruo, insensible y egoísta, incapaz de comprender el dolor ajeno. ¡Nada más lejos de la realidad! Lo que ocurre es que, debido a mi trabajo, me he visto forzado a protegerme con una pesada concha, un escudo, que me aísla y me ayuda a no empatizar con las desgracias ajenas. Algo semejante les sucede a los médicos. ¿Imagina si un cirujano sintiera como suyo el dolor de sus pacientes? ¡Llegaría a volverse loco!
El joven lo contemplaba interesado; comenzaba a comprender el encubierto cinismo que parecía rodear cada una de sus frases.
―Puede creer que no me resultó fácil conseguir inmunizarme a los afectos y emociones de las personas a las que me veo obligado a investigar, pero, con los años, he conseguido mantener esa distancia necesaria que precisa todo investigador.
―Supongo que debe de ser así, aunque no pueda comprenderlo. Me resultaría imposible no implicarme en los problemas de otros, sintiéndolos como míos.
―Usted es un hombre sensible en extremo, monsieur Fontaine, ¡un artista! Yo no soy más que un sencillo policía.
―Seguro que lleva razón. Todos nacemos con nuestro destino trazado y eso marca el propio carácter ―admitió él meditabundo, imbuido por su propio sufrimiento.
―Cierto, si bien, cada uno somos libres de alterar el transcurso de los acontecimientos; de lo contrario, no dejaríamos de ser marionetas, peleles de trapo y paja, en manos del tiránico destino. Siempre existe un instante, un segundo apenas, en que podemos dar un rumbo nuevo a nuestra vida, para bien o para mal. Lo difícil, a veces, es reconocerlo cuando se presente.
―¡Hola! Se revela como un verdadero filósofo, querido inspector ―sonrió Jean Pierre, ocupado en seguir la fina y casi transparente estela de humo que brotaba de la boca del agente.
―¡La filosofía de la vida! Aquella que se aprende a partir de caídas y resbalones.
Ambos enmudecieron durante unos instantes, mientras, parecían reflexionar sobre lo recién hablado.
―Imagino que no querría hablar conmigo para exponerme su tendencia filosófica.
―Lleva razón. Tal vez mi mujer esté en lo cierto y los años comienzan a pasarme factura, pero cada día me cuesta más comprender ciertos comportamientos de las personas.
Apagó el cigarrillo sobre una especie de bandeja que se encontraba a su lado, a falta de cenicero, y se encaró con su contertulio, recobrando el aspecto policial.
―He visitado a algunos de los componentes de la orquesta. Ya le dije esta mañana que me dirigía para allá. Hablé con su superior, el señor Milhaud, y con varios de los integrantes de la misma. Tengo que felicitarle, todos han derrochado maravillas sobre usted. ¡Puede sentirse orgulloso!
―No creo que deba estarlo. ―Su gesto era triste y cansado―. Si acaso, el mérito es de ellos, no mío.
―Vamos, señor Fontaine, no se subestime. Todo el mundo le quiere y admira.
El joven lo miró durante unos instantes. Sus ojos reflejaban tanta tristeza y pesadumbre que, el curtido policía, no pudo por menos de emocionarse.
―Es cierto… ¡Todo el mundo admira al músico que hay en mí!
Recordó las últimas frases de Marie, aquellas en que le comparara con un dios de las artes, elevado e inalcanzable, colocado en el pedestal de la gloria. Sintió temblar sus manos.
―Señor Fontaine… ¡Usted no ama a su mujer!
Levantó la cabeza y dirigió una enigmática mirada, mezcla de sorpresa y enfado, a aquel extraño que se atrevía a opinar sobre sus sentimientos.
―Perdone mi sinceridad. No hace falta ser policía para llegar a semejante conclusión. Cualquier hombre enamorado no estaría ahora de charla conmigo, sino pegado a su esposa, junto a la cama.
Bajó de nuevo los ojos, a falta de las palabras.
―Cualquier hombre enamorado no habría pasado la noche fuera de casa, en la habitación de un hotel, después de una situación como esta…
Jean Pierre quiso protestar, pero fue interrumpido con un gesto del sagaz policía.
―Cualquier hombre enamorado no engaña a su mujer con alguien como Giannina. He investigado a fondo y sé la clase de mujer que era la infeliz difunta, así como la callada relación que, curiosamente, resultaba tan pública como su fracasado matrimonio.
Calló durante un largo espacio de tiempo. En tanto, Jean Pierre, mantenía los ojos fijos en la gruesa alfombra de la salita. Intentaba asimilar cuanto aquel hombre acababa de expresar, quien, por otro lado, había resumido, en unas breves y acertadas frases, el fracaso de su vida.
―No le conozco ―prosiguió su compañero de charla―, pero intuyo que nada de lo que ha ocurrido, y ocurre aquí y ahora, es el verdadero motivo de sus problemas. Desde luego me considero el menos indicado para ello, pero quiero que sepa que, si necesita un amigo… ¡puede contar conmigo!
Dicho esto se levantó con intención de marcharse.
―¡Gracias, Lambert! ―agradeció emocionado.
Se estrecharon las manos y cada uno tomó distinta dirección. El inspector hacia la salida de la casa y Jean Pierre a la vecina habitación de su esposa.
Luego de pasar un rato contemplando los despojos de aquel cuerpo paralizado, se despidió del viejo Norbert que apretaba con mano crispada los pálidos y algo amoratados dedos de Sophie, sin apartar un segundo los ojos de su cara, a la espera de la más mínima reacción.
Salió de la alcoba con el ánimo más decaído, si cabe, que había entrado. Con independencia de todo lo soportado en su largo y desgraciado matrimonio, no resultaba agradable ver en semejante estado a un ser humano. Eso le hace a uno pensar en el escaso valor de una vida, amenazada de continuo con la sombra de la muerte.
―¿Sigue igual?
Se sobresaltó ante la pregunta, sumido como estaba en profundos y depresivos pensamientos.
―¿Aún está usted aquí? ―Se asombró al ver al agente que acudió a su encuentro, no bien salió al exterior.
―Le esperaba. Tengo un grave problema. Estoy sin coche. Me ha traído hasta aquí un compañero en su vehículo y ahora no tengo quién me acerque al centro de la ciudad.
―Si quiere llamaré a un taxi.
―¿Para qué? Son carísimos, mi sueldo no me permite ciertos excesos. Si no le importa, podría acercarme usted mismo, así seguiríamos nuestra charla. Es un gran conversador.
Jean Pierre sonrió, más no hizo comentario alguno. Era evidente que todo aquello no era sino una bien tramada excusa que le permitía seguir indagando sobre el caso y, por desgracia, le había convertido a él en eje de su atención.
―Estaré encantado de acercarle donde me indique. Vamos al coche.
Fueron ambos al cercano garaje, el cual abrió su gigantesca puerta de acceso gracias al mando automático que Jean Pierre aún conservaba colgado de su llavero.
―¡Qué barbaridad! ―exclamó Lambert no bien entró en el edificio―. De aquí saldrían tres casas como la mía. ¿Cuántos coches caben?
―Podrían entrar hasta siete, pero, en la práctica, solo se usa para tres.
―¿Este Mercedes es el suyo? ―quiso saber curioso.
―No. Es el coche de mi mujer. El mío es este otro.
―Bonito deportivo ―comentó admirado a la vista del precioso coche―. Si por algo hubiera deseado tener dinero en la vida sería por poder ponerme al volante de una máquina como esta. Cada una de estas ruedas vale más que mi coche entero. ¡De veras que le envidio!
―¡Tenga! ―Mostró las llaves al sorprendido inspector.
―¿Qué?
―¡Conduzca! Cumpla su deseo, al menos por una vez.
Se sentía emocionado. No había mentido al comentar la admiración que siempre había sentido por los deportivos de alta gama. Era ese callado deseo que todos abrigamos en lo más íntimo de nuestro pensamiento. No fue capaz de rechazar tan generosa oferta.
―Abróchese el cinturón, amigo. Le voy a enseñar cómo conduce un policía ―fanfarroneó con aire satisfecho.
―Siempre que sea usted quien page las multas. Por mí… ¡adelante!
Salieron de la mansión y se alejaron a buen paso, camino de la urbe. A sus espaldas quedaba la lóbrega imagen de la señorial casona, callada y silenciosa. Solo una de las ventanas aparecía iluminada, lo que permitía imaginar el confuso ir y venir de sus habitantes. De vez en cuando, una o más sombras cruzaban de un lado a otro, semejantes a fantasmas que deambulaban sin rumbo fijo alguno. Era la habitación de Sophie.
**********
Tiró con desgana la llave de la habitación encima de la cama. Estaba cansado y malhumorado. No había conseguido dormir nada la anterior noche. Esto, unido al ajetreado día que se viera obligado a soportar, había acabado de minar el maltratado organismo.
Se dirigió al baño y abrió el grifo de la ducha mientras comenzaba a desnudarse. Necesitaba relajarse antes de meterse en la cama, y aún así, dudaba mucho que lograra conciliar el sueño. Ya en el lecho, apagó la luz y buscó acomodo en la blanda almohada, procurando alejar de su mente cualquier tipo de pensamiento que impidiera el arribo del sueño. ¡Necesitaba descansar!
Ya fuera porque había llegado al límite de su resistencia o porque pudo dejar a un lado los oscuros pensamientos, apenas pasados unos minutos la respiración se tornó más tranquila y relajada, indicio inequívoco de que el sueño se había aposentado en su cerebro.
«¿No me seguirías si me marchara?
»¡No! Cuando alguien deja de amarnos, debemos aceptarlo. ¡El amor es algo que se regala, no puede exigirse!
»¡No puede exigirse…! ¡No puede exigirse…! ¡No puede...!».
―¡Nooooo!
Se incorporó sobresaltado, sorprendido por el sonido de su propia voz. Estaba alterado y agitado, un frío sudor le cubría el cuerpo y notaba temblar sus miembros bajo la ropa de cama.
―¡Marie…! ―musitó trémulo. Restregaba sus ojos para cerciorarse de que estaba en realidad despierto.
Ella había desaparecido, ya no se hallaba a su lado. Todo había sido producto de su subconsciente, pero… ¡parecía tan real! El claro timbre de su hermosa voz parecía acariciarle los oídos en aquella simple pregunta. ¿Por qué la haría? ¿Habría intuido ya entonces su separación? No podía creerlo. La total entrega con que disfrutaron su mutuo amor en aquellos maravillosos días no podía haber sido fingida. Todavía se estremecía con el recuerdo de los momentos vividos en la lejana Hungría. Volvió a verla a su lado, abandonada y entregada, embriagada de caricias y emociones. Sintió de nuevo la calidez de su cuerpo, el dulce e inconfundible sabor de sus besos y la morbidez excitante de sus formas. Aquellos simples recuerdos hacían fluir la sangre vertiginosa en los canales de sus venas, lo cual provocó la aceleración incontrolada de los latidos del corazón.
¿Por qué se habría marchado? ¿Qué es lo que había hecho mal? Desde que la conociera no hizo sino adorarla, aún sin ser consciente de su amor. A partir del mismo instante en que entró, atolondrada y a la carrera, en el patio de butacas de la Philharmonie, pasó a ocupar un lugar privilegiado en lo más profundo de su ser. Toda la vida anterior quedó anulada, barrida, sepultada por la frescura que este insospechado amor le proporcionaba. Desde ese instante, su mundo se trastocó; los pilares de las férreas convicciones del pasado se derrumbaron, quedando enterradas y dormidas, ahogadas por la ilusión y la esperanza ante un futuro feliz y prometedor.
¡No podía admitir que todo hubiera terminado! ¿Sería acaso un sueño? En lo más profundo del alma así lo deseaba. Que fuera un sueño, una terrible y cruel pesadilla, grotesca e irreal, de la cual despertaría de un momento a otro.
Volvió a tumbarse en la cama y cerró los ojos. Deseó, desesperado, tenerla cerca, tan cerca que pudiera percibir los latidos de su corazón bajo los dedos, ocupados en una tenue y eterna caricia alrededor de los codiciados senos. ¡La deseaba, casi tanto, como la amaba! ¿Sería capaz de vivir sin ella? Estaba seguro de que no. Que nunca llegaría a acostumbrarse a aquella forzada ausencia. Todavía recordaba los malos ratos sufridos durante la semana de los conciertos de Moscú. ¡Cómo lograría resistir una vida sin tenerla a su lado!
Aquella inocente pregunta que ella formulara en Praga volvió a retumbar en sus oídos, seguida de su rotunda negativa:
«¡No! Cuando alguien deja de amarnos, debemos aceptarlo»…
¿Realmente había que aceptarlo? Él bien lo creía cuando así lo expresó en el camerino de la Sala Rudolfinum, pero ahora…
No estaba dispuesto a aceptar aquella ruptura, al menos sin luchar. No podía admitir que hubiera dejado de quererlo de la mañana a la noche. Debía existir algún oculto motivo, que él desconocía, que hubiera originado un cambio tan radical e inesperado.
Iría a buscarla, hablaría con ella, intentaría al menos que le explicara las razones que habían influido para originar tan brusco cambio en su comportamiento.
«No, no puedo… ¡no quiero aceptarlo! ―pensó, decidido a aclarar aquel malentendido―. La amo demasiado como para arriesgarme a perderla. Mañana mismo me pondré a localizar su paradero e iré a buscarla».
El tomar aquella drástica decisión pareció ser el detonante que aliviara sus problemas. Apenas unos momentos después dormía con placidez, calmadas, por el momento, la ansiedad y la angustia que venían atenazando su cerebro desde el triste desencuentro en el aeropuerto De Gaulle.
Por unas horas volvió a ser un hombre feliz, ensimismado en las acariciantes delicias del sueño que no dudó en reflejar alguno de los maravillosos momentos disfrutados al lado de la amada ausente. La noche quiso otorgarle el descanso, compadecida y generosa, alejando de su mente los sufrimientos pasados.