Acosada
El público había respondido bien, bastante mejor de lo que era de esperar. Tras unas cuantas salidas, acompañada del director de orquesta para agradecer los aplausos recibidos, entró en el camerino y cerró la puerta tras sí.
Estaba nerviosa y cansada. Nunca había tenido aquella sensación tras un concierto. Lo normal era que los nervios mantuvieran en vilo su ánimo hasta pasadas varias horas de la actuación. Pero hoy era distinto. Se sentía agotada, sin fuerzas. Tenía un fuerte dolor en la espalda, en la zona lumbar y una terrible pesadez en los hombros. El tercer y último movimiento del concierto chopiniano le había parecido eterno, interminable y… ¡durísimo! Por un instante creyó que no podría terminarlo, tal era la tensión de sus brazos y muñecas. Intentó relajarse, concentrarse en cuanto acontecía en el gran escenario. Le pareció un esfuerzo sobrehumano, era como si luchara consigo misma. Solo su gran técnica y el autodominio que había adquirido a lo largo de las miles de horas de estudio y preparación, consiguieron salvar aquella tarde su presentación en el Teatro de la Ópera de Turín.
―¡Ábreme, Marie! ―escuchó llamar, tras la puerta.
Philip manipulaba el pomo de la misma a la vez que golpeaba con los nudillos en la madera. Tentada estuvo de no atender su petición, pero, lo pensó mejor, se levantó y permitió el acceso a su exmarido.
―¿Por qué te has encerrado? ―preguntó molesto y extrañado―. Hay gente en el vestíbulo que espera tus autógrafos.
―No tengo ganas de recibir a nadie. ―Se sentó frente al gran espejo de nuevo, con aire cansado.
―¿Estás loca? ―criticó irritado el agente―. Son tus fans, tienes la obligación de atenderles.
―Estoy harta de tener obligaciones. ¡No pienso recibir a nadie!
―Pero ¿qué te ocurre? Este es uno de los conciertos fuertes de esta temporada. De aquí pueden salir otros muchos contratos repartidos por toda Italia que engrosarán nuestras cuentas.
―Ocúpate tú de ello.
―La gente que espera ahí fuera no quiere verme a mí, sino a ti. ¡Tú eres la estrella! ¡Su ídolo! Te debes a ellos.
―No quiero ser ídolo de nadie…
Aquella frase hizo que viniera a su cabeza la escena protagonizada en el aeropuerto, la noche de su despedida:
«…¡No soy un dios!...».
Había dicho Jean Pierre al hablarle de su deber con la música. Un fuerte estremecimiento sacudió su cuerpo.
―Pues te guste o no lo eres, y no puedes permitirte el dar «con la puerta en las narices» a todos tus seguidores. Este mundo en el que nos movemos es cruel y tiránico, muñeca. Si no cumples con tus obligaciones puedes olvidarte del éxito y por supuesto de mí; me debo a mi empresa. No pienses que voy a seguir representando a una fracasada.
Marie sintió unas enormes ganas de llorar, pero supo contenerse, no quería demostrar debilidad alguna delante de aquel estúpido egoísta y jactancioso que no miraba sino por sus propios intereses y que no dudaba en sacrificarla, sin tener en cuenta su estado de ánimo y problemas personales. Se levantó decidida y abrió la puerta.
―Recibiré a todos; y ahora… ¡lárgate de aquí!
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No bien puso el pie en el amplio hall del hotel escuchó que decían su nombre, no necesitó volver la cabeza para saber de quién se trataba.
―Te espero desde hace un buen rato.
―Mis fervientes admiradores me han retenido más de lo que hubiera deseado ―explicó Marie con ironía.
―Está bien. Lo tengo merecido. ―La tomó del brazo y guió hacia la cafetería―. Tomemos una copa, así podremos charlar.
―Ya hemos hablado todo lo necesario en el camerino ―respondió molesta, con intención de alejarse.
―¡Por favor, Marie! ¡Perdóname! Sé que mi comportamiento no ha sido correcto. No he debido hablarte así, pero todo lo hago por tu bien. No puedes dejarte dominar por tus continuos caprichos. Comprendo que estés desanimada. Los dos sabemos que el de esta tarde no ha sido tu mejor concierto, pero eso es algo que pasa a cualquier artista. ¡Todos tenemos días malos!
Marie lo miró sorprendida. No hubiera creído que su reciente fracaso hubiera sido tan evidente. Si Philip se había percatado de lo mediocre de su interpretación, ¿qué opinaría la crítica? Por un momento, su orgullo de artista se sintió herido. A ningún músico le agrada una crítica negativa, es algo que cuesta demasiado borrar del expediente.
―Venga, creo que necesitas esa copa tanto como yo.
―¡Déjame! Tengo que subir todo esto a la habitación. ―Señaló el «portatrajes» que guardaba el vestido de gala y el pequeño neceser con las pinturas.
―Llevas razón. ¡Dame! ―Cogió la funda e inició la marcha hacia el ascensor―. Te ayudaré a subirlo.
»Cuando te cambies podemos ir a cenar a un pequeño restaurante que me han recomendado. Creo que tiene los mejores fettuccine al pesto que puedan comerse en todo el Piamonte. Después de haber llenado tu estómago con buena pasta italiana, en compañía de un excelente vino, verás cómo todo tiene otro color.
―No tengo hambre. No voy a cenar ―aclaró, según salía del ascensor.
―Pero tienes que comer. Por eso te pasan estas cosas. No te cuidas y estás débil. No dejo de repetírtelo desde que nos casamos. ¡Comes menos que un pajarillo!
―Philip no vuelvas a fastidiarme con tus sermones culinarios. Cada uno tenemos una forma de ver la vida. Para ti la comida es parte primordial, en tanto para mí es pura necesidad, no digo que no disfrute con un buen plato, pero no es ni la mitad de importante que para ti.
―Lo que te ocurre es que no sabes disfrutar de los placeres de la vida ―criticó a su vez―. Para ti todo es música y trabajo. Ni siquiera el amor merece tu atención.
Ella hubiera querido explicarle lo equivocado de aquella observación, pero consideró que no merecía la pena sacarle de su error.
―Dame eso. ¡Gracias por acompañarme! ―Dio media vuelta e hizo intención de coger el traje.
―No pienso consentir que te quedes sin cenar, si es necesario me pasaré la noche a tu lado hasta que decidas entrar en razón.
―No seas pesado, ¡por favor! Necesito descansar.
―Estoy de acuerdo. Descansaremos un rato y después… iremos a cenar. Trae. ―Arrancó de su mano la tarjeta que daba acceso a la habitación―. Pasa. Date una ducha y descansaremos un poco antes de salir.
No tuvo otra opción que seguirlo.
―Vamos ―apremió―, si continúas así nos quedaremos sin mesa. Creo que es un restaurante de lo más concurrido.
Ella se dirigió al armario, asumido ya que no podría evitar aquella odiosa velada. Eligió un traje pantalón y un jersey de cuello vuelto que la protegiera del intenso frío nocturno y fue al cuarto de baño para cambiarse.
―Puedes desnudarte aquí ―comentó él mientras la miraba sonriente―. No voy a asustarme por ello.
―¡Cállate! ―ordenó enfadada al mismo tiempo que cerraba la puerta y pasaba el pestillo.
Philip soltó una carcajada ante las precauciones tomadas por su ex.
―Antes no corrías el pestillo cuando te encerrabas en el baño. Te recuerdo que te he visto desnuda en más de una ocasión, querida.
―Sigues siendo un estúpido.
―Jajajaja… ―rió el hombre, divertido con su enfado―. Y tú una cursi remilgada. Todavía no he encontrado la razón del porqué me gustas.
Marie abrió la puerta con cara de pocos amigos. Jamás había llegado a comprender ese cínico humor inglés del que hacía gala su exmarido. Le resultaba grotesco, desagradable y, sobre todo, sin gracia.
―Si continuas diciendo groserías y estupideces despídete de que te acompañe.
―Lo siento, querida mía ―se disculpó, sin poder dejar de reír―. Es tan absurdo verte tomar todas estas precauciones después de cuatro años de matrimonio.
―¿Tendré que recordarte de nuevo que ese matrimonio está anulado? ¿Qué nada nos une formalmente? ―preguntó, cada vez más molesta con aquella absurda e inapropiada hilaridad.
―No será necesario. Desde el día de nuestra separación no ceso de lamentarlo. Sabes que sigo queriéndote como el primer día.
La había abrazado e intentaba atraerla junto a él. Ella forcejeaba por librarse de aquel indeseado acoso, repuesta de la sorpresa.
―Ni un solo instante he dejado de desearte desde entonces. ¡Me tienes loco, muñeca! El solo hecho de tenerte cerca es motivo para excitarme.
Buscó sus labios sin querer hacer caso al rechazo de la mujer. Marie luchaba por librarse del férreo abrazo que la tenía inmovilizada. Giraba la cabeza con desesperada brusquedad, en un intento de evitar el contacto de los labios del hombre.
―¡Déjame, cerdo! ¡Suéltame o comenzaré a gritar tan fuerte que me escucharán en recepción!
―No seas tonta, nenita. Verás cómo lo pasaremos bien recordando viejos tiempos.
―¡Socorro! ―gritó a pleno pulmón―. ¡Ayúdenme!
―¡Cállate, desgraciada! ― exclamó él, dejándola libre de su abrazo al tiempo que retrocedía un par de pasos―. Conseguirás que acuda media ciudad. Solo era una broma. ¡Nada más!
―¡Lárgate de aquí, cabrón! ―Le tiró a la cabeza el libro que reposaba en la mesita de noche.
Abrió la puerta y señaló con gesto airado el pasillo.
―Marie, ¡perdóname! No era mi intención molestarte, solo pretendía darte un beso. Eso era todo. No hay por qué dramatizar. Me he equivocado, de acuerdo. Pero no grites más. Nadie tiene que enterarse. Imagínate lo que supondría un escándalo para mi reputación y también la tuya, por supuesto
―¡Fuera de mi vista! ¡Eres un ser despreciable!
Cerró con un fuerte portazo que no logró amortiguar la gruesa y gastada alfombra que protegía la tarima del pasillo.
No bien se supo sola corrió hacia el cuarto de baño. Las náuseas atenazaban su garganta, era como si su pequeño protestara y se quejara ante la desagradable escena recién vivida. Una vez calmado su malestar se deshizo de la ropa de calle y fue directa a la cama. Estaba furiosa consigo misma. ¿Cómo podía haber permitido que el cerdo de Philip entrara en la habitación? Se había comportado como una estúpida. ¡Gracias a Dios! la cosa no había pasado de ser un desagradable episodio a sumar en el cómputo de desavenencias de su anterior matrimonio, pero… ¿Y si no hubiera logrado detenerle? El simple pensamiento le producía escalofríos.
Estaba asustada, nunca había vivido una situación tan violenta como aquella. Se encogió e hizo un ovillo sobre sí misma, adoptando casi la postura fetal, en un intento de defender a su hijo y protegerlo con el propio cuerpo. ¡Qué sola se sentía! Cuando tomó la decisión de abandonar a Jean Pierre había supuesto que sería muy difícil, aunque nunca hubiera podido imaginar que resultara tan duro. No había pasado un solo minuto desde su separación en el que la imagen del ser amado no estuviera presente en su cerebro. Cuando dormía, si trabajaba, durante el estudio, aún en el propio concierto no había conseguido alejar de la cabeza la imagen de Jean Pierre. Creía verlo por todas partes. En el hall del hotel, entre los miembros de la orquesta, confundido con los incondicionales seguidores. Aquella misma tarde, en el transcurso del concierto, le pareció haberlo visto sentado, medio escondido, en la platea del primer piso, lo cual le produjo unos instantes de distracción que a punto estuvieron de dar al traste con la siguiente entrada junto al tutti de la orquesta. ¡Cómo deseaba tenerlo a su lado! ¡Daría la vida por sentirse abrazada de nuevo por él! y ¡la propia alma por sentir, una vez más, el sabor de sus labios sobre su boca!
Necesitaba volver a estremecerse bajo el suave y acariciante roce de las manos del amado, en lento y sensual recorrido a través de su cuerpo, en busca de los ocultos placeres que la hacían sentir mujer. Envolverse, mareada, por aquel viril perfume que lograba emborrachar sus sentidos. Deseaba ser querida, mimada y acariciada hasta enloquecer de amor. Tenía que saber que se encontraba bien. ¡No podía soportar por más tiempo aquella angustiosa incertidumbre!
Alargó el brazo y cogió el móvil que dejara en la mesilla, ni siquiera se tomó la molestia de encender la luz. Buscó el contacto y esperó vacilante, indecisa de si seguir adelante o no. Apretó el botón de llamada.
No tuvo que esperar mucho hasta escuchar la voz de Jean Pierre que, con la ansiedad reflejada en sus palabras, repetía:
―Marie, Marie… ¿Dónde estás?
Ella no dijo nada.
―¡Por Dios, Marie, háblame…! ¿Estás bien?
Las palabras seguían sin acudir a su boca, ahogadas por el llanto incontrolado, tras la emoción que el escuchar de nuevo a su enamorado le había producido. Comprendió que, si respondía, todo su anterior sacrificio no habría servido de nada. Sabía que sería incapaz de dejarlo de nuevo y eso significaría su ruina. No podía cometer semejante torpeza. Ya lo había traicionado al enfrentarse a Giannina. No, no pensaba cometer otro error como aquel. Aunque… ¡Era tan maravilloso escuchar de nuevo su voz!
―Marie… Mar...
Cortó la comunicación. Casi de inmediato volvió a encenderse el dispositivo. Era Jean Pierre que intentaba contactar de nuevo con ella. Dejó sonar la llamada hasta que se cortó. Así una.., dos…, tres…, y numerosas veces más, hasta llegar el momento en que no volvió a encenderse.
Ella había mantenido el teléfono entre sus manos, con la mirada fija en la pantalla, sin dejar de mirarlo, obsesionada e hipnotizada con los números que aparecían una y otro vez, en un proceso repetitivo, casi infinito. Inmóvil, sin que parte alguna de su cuerpo se atreviera a mostrar movilidad; solo las lágrimas, que corrían abundantes a través de las mejillas, hablaban de la tormenta de sentimientos y emociones que cada nueva llamada despertaba en su interior.
Continuó en idéntica posición durante largo tiempo, mucho después de que el teléfono dejara de sonar. Cuando por fin decidió tumbarse de nuevo en la cama, una enigmática sonrisa, mezcla de alegría y pena, iluminó su semblante al susurrar:
―Cariño mío ¿Has oído? ¡Ese era papá!...