Vientos de “Libertad”

 

 

Terminaba de ajustarse el nudo de la corbata cuando vio, a través del amplio espejo del armario empotrado de la alcoba, asomarse en la habitación a Marie que, en bata de casa y el pelo recogido en la nuca, contrastaba con el elegante atuendo que él lucía.

―Como ya te he dicho otras veces: «me encanta cómo te queda ese traje». ―Lo contemplaba complacida, apoyada en el marco de la puerta―. Te hace elegantemente sexy.

―Podías haberme dicho eso hace un rato, cuando estábamos en la cama. Te hubiera demostrado si lo soy o no.

―No hubiera podido hacerlo. Entonces no lo llevabas.

Rió divertido ante aquel lógico comentario de su pareja.

―¡Ven aquí, «mi gordita»! ―Extendió los brazos y la llamó a su lado―. Tú sí que eres sexy.

―No mientas ―protestó ella, sin oponerse a aquel abrazo―. Estoy horrible con esta pinta.

―No miento y lo sabes. Me resultas fascinante recién levantada de la cama, con tu belleza natural, sin adornos ni pomadas que oculten tus encantos.

―Sobre todo con esta barriga que me hace parecer una foca ―Observaba de lado, con gesto insatisfecho, su deformada figura por el ya más que evidente embarazo.

―Precisamente es una de las partes de tu cuerpo que más me gusta en estos momentos ― depositaba un cariñoso beso sobre su vientre en tanto hablaba―. No deja de ser el bonito envoltorio del maravilloso  regalo que vas a darme dentro de poco.

―¿No crees que he engordado demasiado?

―No te obsesiones con el peso. Sabes que todo es normal. Recuerda cuanto nos dijo el otro día el doctor. El bebé necesita alimentarse para crecer. Si no comes lo suficiente puede tener carencias y lo que es peor, las acusarías tú, pues él no va a preguntar. Tomará lo que necesite y tirará de tus reservas. ¿Quieres que te ocurra algo parecido a lo de Moscú?

―No, claro que no ―contestó ella bajando los ojos―, pero…

―A ver. ¿Qué preocupa a esta linda cabecita? ―La abrazaba por detrás y acariciaba con gusto el voluminoso vientre.

―Es que tengo miedo.

―¡Miedo! ¿De qué?

―De que dejes de quererme.

―¿Cómo puedes pensar semejante cosa?

―Mi amor, ¡estoy horrible! ¡Mírame! Me veo hinchada como un globo. No es solo mi vientre. ¡Mira mis pechos!

―¡Me tienen loco, ma petite! ―Acariciaba con contenido placer los prominentes senos de su amante―. Desde que te viera en Moscú me resultan descaradamente sensuales e insinuantes.

» Mon amour! Esto que te ocurre es normal. Todas las mujeres creéis perder los encantos durante el embarazo, sin daros cuenta de que es el momento en el que resultáis más atrayentes y llamativas. Llenas de vida y promesas. Desprendéis feminidad a raudales, semejantes a esa pequeña flor que va abriendo muy despacio su capullo y muestra, con deliciosa timidez, la verdadera hermosura que la adorna.

―Eso es muy bonito.

―No tanto como tú, mon cœur. ¿Te molesta que te llame «gordita». Es un apelativo cariñoso, pero si no te gusta no volveré a decírtelo.

―No, no me molesta ―se apresuró a decir ella―. ¡Me agrada! Sé que lo dices con cariño.

»Seguro que tienes razón. Deben de ser mis hormonas, que andan desatadas y enloquecidas, las que me provocan estos bruscos estados de ánimo. Pero… ¿De verdad no te parezco horrible?

Jean Pierre no contestó. Fue al encuentro de su boca y transmitió, a través de aquel beso, parte de los sentimientos que albergaba en su interior. No sería aquella una muestra de cariño breve, ni mucho menos desapasionada. Ambos necesitaron respirar hondo tras aquella improvisada caricia.

―Si te parece ―susurró él sin dejar de mirarla, con una encantadora sonrisa llena de complicidad―. A mi vuelta continuaremos tan interesante conversación. Justo en este mismo punto en que nos hallamos.

―Me parece una estupenda idea ―admitió ella en el mismo tono de amorosa confidencialidad―. Tu «gordita» te esperará impaciente. ¡No tardes, vida mía!

―No lo haré, descuida. Me entusiasman este tipo de conversaciones. Ahora tengo que marcharme. ¡Llegaré tarde!

Poco tiempo después atravesaba la gran avenida de Les Champs Élysées, colapsada, como de costumbre, por un tráfico intenso y ruidoso que no parecía presentar trazas de mejorar, dado lo crítico de la hora. Miró el reloj del salpicadero. Faltaban veinte minutos para la cita. A no ser que la situación se complicara, tenía tiempo suficiente para llegar a la vieja mansión de los Boucher.

Pensó en Marie, lo cual hizo que aflorara a sus labios una relajada sonrisa de satisfacción ante el recuerdo de su reciente escena. Era cierto que en los últimos días parecía preocupada por su aspecto físico. Si bien se sentía feliz con la maternidad, su coquetería femenina no acaba de admitir los continuos cambios sufridos por su cuerpo. Él encontraba deliciosa esta dualidad. Sabía que ella estaba satisfecha con cada gramo que engordaba y cada centímetro que estiraba a su piel, pues con ello conformaba la vida de su hijo, pero también veía lógico que temiera perder su innegable atractivo femenino. En los últimos meses los cambios hormonales alteraban de continuo su estado de ánimo, lo cual le hacía deliciosa, inconstante e imprevisible, caprichosa y voluble, voluptuosa y atrayente y encantadoramente mimosa. También él sentía esa agradable y desconocida transformación interna según avanzaba la gestación. Nunca pudo imaginar llegar a vivir la paternidad de semejante manera.

Recién acababan de regresar de su gira por Estados Unidos, donde había actuado al frente de la orquesta Philharmonie. Después de un mes sabático, dedicado en exclusiva a la atención de su enamorada y al disfrute de la reiniciada relación. Una vez ella estuvo repuesta de la fuerte anemia y fortalecida por el descanso y los continuos cuidados que él no escatimó. Decidieron, con los parabienes médicos, emprender viaje a las Américas, reanudando su actividad artística de acuerdo con los contratos programados. Por su parte, Marie, optó por suspender todas las actuaciones, ante el temor de volver a sufrir un percance similar al de Moscú y el deseo de permanecer junto a Jean Pierre. El éxito alcanzado fue asombroso. La crítica se volcó en alabanzas y parabienes con  director y orquesta. Muchos fueron los contratos que, a raíz de esta exitosa gira, engrosaron su ya abultada agenda. El genio aparentemente perdido en sus últimos conciertos de París, antes del viaje a Moscú, volvió a renacer con tal ímpetu y calidad que desbordó las más amplias expectativas de cuantos tuvieron la suerte de escucharle.

Marie no cabía en sí de gozo. Había recuperado al ídolo sin perder al hombre. Fue este, desde luego, un periodo feliz en su vida, prólogo del prometedor futuro insieme.[8]

Miró por el retrovisor. La enorme avenida parecía un reguero de coches, se diría que medio París había decidido lanzarse a la calle en aquellos mismos momentos.

«Cómo estará Marie ―pensó».

Estaba preocupado por ella. Aunque ninguno había querido sacar la conversación esa mañana, ambos sabían la importancia de aquella cita. De ella dependía su futuro. Aquella visita a la señorial casona no tenía otro objeto que firmar los papeles del deseado divorcio. Debido al delicado estado de Sophie y para evitar que siguiera dando largas con la excusa de su quebrantada salud, habían acordado realizar la firma en la casa, delante de un notario y los abogados de ambas partes. Él no tuvo problema alguno en acceder. Lo único que deseaba era verse libre de la lacra de aquel conflictivo matrimonio que le había destrozado la vida durante tantos años. Era consciente de que, tras una sencilla y escueta firma, ¡sería libre!

Libre para casarse con Marie. Pensaban hacerlo antes del nacimiento del bebé. Aunque ella no se lo había pedido, él quería que su hijo naciera reconocido de forma legal, en el seno de una familia semejante a la que él había tenido la suerte de disfrutar. Esa era una de las principales preocupaciones que le atormentaban desde el instante en que se enteró de su paternidad.

Estos pensamientos no hacían sino incrementar su impaciencia; por suerte, pocos minutos más tarde abandonaba la conflictiva avenida y enfilaba el último tramo de carretera que le condujo a la zona residencial donde viviera hasta pocos meses antes.

No tuvo que llamar. El viejo y sonriente mayordomo abrió la puerta, sin dejar que él hiciera intención de pulsar el timbre. Parecía encantado de volver a verlo, después de tan larga ausencia. Y así era. El buen hombre había tomado un especial afecto a Jean Pierre, máxime cuando se había hecho conocedor de tantas y tantas injusticias que el marido de la señora había debido soportar en el transcurso de su matrimonio.

Bonjour, monsieur Fontaine! ―saludó sonriente―. ¡Qué alegría volver a verlo!

―¡Buenos días, querido Alexandre! ¿Cómo le va la vida?

―No muy bien, señor ―confesó a media voz por miedo a que sus palabras fueran escuchadas por terceros―. Desde que usted abandonó la casa esto se parece más al cementerio de Père Lachaise que a un hogar. Más que por personas se diría que está habitada por fantasmas.

―No será para tanto.

―Le aseguro que sí, señor, y aún me quedo corto. Los malos espíritus han tomado posesión de este lugar. Por la noche uno casi llega a oírlos. Le digo que el mal campea a sus anchas por las cerradas habitaciones.

―Alexander. ¡Me asombra! Nunca imaginé que fuera un hombre supersticioso ―rió mientras procuraba restar importancia a cuanto el viejo decía.

―Usted también lo sería si pasara una noche en esta casa embrujada. Puedo decirle…

―¿Ya has llegado? Pasa, estamos listos.

Quien así había interrumpido la esotérica descripción del servicial mayordomo, no era otro que uno de los abogados de su gabinete que esperaba impaciente su llegada.

―¡Hola, Henri! ¿Cómo estás? ¿Llego tarde?

―No, faltan unos minutos para la hora, pero ya están todos en la sala.

Dejó al sirviente que quedó pesaroso de no haber podido hacer partícipe de sus miedos y tribulaciones al antiguo señor, y siguió al  abogado hasta la gran sala de la casa.

Nada más atravesar la puerta pudo ver al dueño de la misma sentado en la cabecera de la larga mesa. A su lado Sophie y, junto a ella, los tres abogados que defendían los intereses de la familia Boucher. Enfrentados a ellos se encontraban dos de los colaboradores legales con los que trabajaba y, algo más apartado, como evitando el contacto directo con ninguno de los anteriores, podía verse sentado al notario que ni levantó la cabeza a su llegada, enfrascado en repasar los diversos papeles que contenían las cláusulas del divorcio.

―¡Buenos días! ―saludó―. Siento ser el último.

―No se preocupe ―contestó el abogado encargado de llevar la voz cantante en aquel acto por parte de su mujer―. Aún no es la hora.

Tomó asiento sin decir palabra. Nadie hablaba. Todos observaban al ajetreado notario que parecía no darse cuenta de la atención que su persona despertaba.

Jean Pierre aprovechó para ubicarse en la situación. Vio a Sophie que huía su mirada. Estaba horrible, deteriorada, delgada en extremo, pálida y demacrada, con unas pronunciadas ojeras que no había conseguido ocultar con cantidad de correctores, maquillajes y polvos faciales. El brillo de los ojos se había perdido, estaban apagados y tristes, opacos y empequeñecidos, al igual que su boca, contraída en un desagradable rictus que otorgaba a su aspecto un cierto aire malévolo, casi inhumano. Al contemplarla recordó cuanto acababa de contarle el bueno de Alexandre.

―¿Estamos todos, señores? ―escuchó decir al despistado notario que pareció darse cuenta entonces de lo tenso de la situación―. Pues si les parece, comenzaremos. No tiene por qué alargarse mucho este acto. Una vez repasada y estudiada la documentación adjunta, puede decirse que todo está correcto. He comprobado nombres y fechas de los implicados, así como las alegaciones de cada uno de ellos. Queda claro que la petición de divorcio se presenta unilateralmente, por parte de don Jean Pierre Fontaine, si bien, doña Sophie Fontaine Boucher no está de acuerdo con la citada petición. A pesar de ello, y según nuestras leyes, se contempla que cuando uno de los contrayentes decide romper el contrato matrimonial por causas justificadas y, desde luego las referenciadas aquí lo son, el matrimonio deja de surtir efectos legales, pasando a declararse nulo.

»Un apartado importante en situaciones similares es que el peticionario deberá indemnizar a su conyugue, por lo que perderá todo aquello que hayan podido adquirir durante su unión. Si bien, en el caso que nos ocupa, esto no resulta aplicable, pues se encontraban dentro del régimen de bienes separados. Solo existe de por medio una cuenta común a la que, el peticionario, se aviene a bien renunciar.

―¡No quiero esa miseria! ―gritó Sophie de improviso, quien pareció despertar de su aparente letargo―. ¡No necesito sus limosnas!

―Sophie ―rogó Norbert. Intentaba evitar que ella se interpusiera a la firma del acto―. Tranquilízate, ¡por favor!

Su gesto era severo y autoritario. Ella lo miró y, de alguna manera, quedó intimidada por la sobria autoridad que en aquel momento envolvía al viejo progenitor.

―Puede proseguir ―indicó al interrumpido notario, con gesto arrogante y firme.

―Como decía, el señor Fontaine renuncia a las cantidades depositadas en la citada cuenta, pero si la, aún esposa, mantuviera su firme decisión de rechazarlas, se efectuará el fraccionamiento de la misma en partes iguales. Dadas las especiales circunstancias que rodean a esta unión, no procede ningún otro tipo de reparto económico ni de bienes inmuebles. Por tanto, si lo desean y no tienen que exponer o aportar nada nuevo al caso, por mi parte, considero que se puede proceder a la firma del presente contrato.

Ninguno de los presentes opuso objeción alguna. La atmósfera creada era tan tensa y desagradable que todos, sin excepción, deseaban abandonar la estancia con la mayor celeridad posible, incluido el propio notario.

El primero en firmar fue Jean Pierre que tuvo que hacer acopio de su sangre fría y aplomo para evitar que el nerviosismo le delatara. El documento fue presentado a Sophie, quien no hizo intención alguna de firmarlo. Mantenía las manos ocultas bajo la mesa y miraba desafiante a Jean Pierre que no rechazó el enfrentamiento en ningún momento, por el contrario, asumió y devolvió un sinnúmero de críticas, reproches y calladas amenazas que se cruzaban en el aire cual dardos envenenados.

Todos seguían expectantes aquel duelo silencioso. Mucho se había luchado por ambas partes hasta conseguir llegar al punto en que ahora se encontraban. No era por tanto de extrañar la ansiedad que la inconclusa firma de Sophie provocaba en cada uno de los asistentes. Si bien, Jean Pierre, se llevaba la peor parte. Sabedor de que se encontraba a un paso de la ansiada libertad, mantenía la mirada fija en los ojos de su, todavía esposa, sin demostrar en apariencia la zozobra que aquel retraso le provocaba.

―¡Firma!

Todos miraron sorprendidos al viejo Norbert que extendía a su hija la pluma. Aquello no era una invitación, sino una orden. Ella desvió la mirada del marido al padre, sin acabar de entender lo que estaba sucediendo. Cogió con infantil docilidad la pluma que le mostraban y…

¡¡¡Firmó!!!

Jean Pierre sintió cómo un escalofrío recorría su columna. ¡Era un hombre libre! Cerró los ojos por unos instantes para disfrutar mejor del deseado momento.

No se perdió el tiempo en frases huecas y educadas. Cada uno era consciente del trasfondo que aquella separación conllevaba. Hicieron la despedida de rigor y salieron de la casa a la mayor brevedad posible. Si bien, los primeros en abandonar la sala fueron Sophie y su padre que, no bien terminó la firma, se levantó y salió ayudada por el anciano protector.

Jean Pierre, no bien entró en el coche, arrancó, nervioso por alejarse de aquel lugar. Solo una idea invadía su mente, dirigirse lo antes posible a casa para llevar la buena nueva a Marie.

El recibimiento no podría haber sido más festivo ni emotivo. Ella lloró de alegría sin dejar de abrazarlo emocionada y entusiasmada. Era consciente de que, desde ese mismo instante, podía considerar a su amado totalmente suyo, desligado de ataduras del pasado, rotas ya las cadenas que impidieran su matrimonio.

Fue un feliz día para ellos. Jean Pierre quiso repetir la primera salida juntos, en un arranque pleno de nostálgico romanticismo. Comieron en el mismo bistro que lo hicieran en aquel encuentro; visitaron el panteón del gran hombre que llevó a Francia los laureles de la gloria política y militar; se deslizaron por las aguas del caudaloso río Sena, sinónimo de romanticismo y encanto, para terminar con una romántica cena en lo alto de la mítica torre Eiffel.

Fue aquel día un calco de lo que vivieran en aquella primera aventura, las mismas comidas, idénticos lugares, similares situaciones y, lo más importante para ellos, igual fin de jornada. Quisieron revivir, paso a paso, aquel recuerdo tan íntimo para ellos en el que sellaron su amor de común acuerdo, el que fuera punto de partida de su posterior romance.

Todo exacto, todo igual… Pero no. Mucho había cambiado su vida desde entonces. Ya no eran dos desconocidos que inician una aventura amorosa, indecisos y temerosos, desconocedores de la persona elegida. Aquella noche, cuando Jean Pierre rodeó con sus brazos el delicado cuerpo de su amada no solo abrazaba a la mujer, también lo hacía a la madre de su primer hijo, de ese hijo que nunca creyó tener, temeroso, tal vez, de pedirle al destino regalo tan valioso. Por tal motivo, aquel encuentro amoroso tuvo un muy especial significado para ellos. Ambos eran conscientes de que estaban iniciando una nueva y venturosa senda en el largo y tortuoso camino de la vida y que, no solo ellos se lanzaban a la aventura de vivir, también el pequeño ser al que ambos habían dado vida, adquiría enorme importancia y protagonismo en tan desconocido como fascinante viaje.

Solo cuando las luces del alba osaron iluminar, con tímida intromisión, el interior de la alcoba; apagaron los ojos, cansados de tanto ver e imaginar el futuro, sellando del mismo modo sus bocas, agotadas y doloridas de tanto acariciar y besar al ser amado.

El silencio del sueño reinó en sus mentes.

 

 
Furias de venganza
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