Una visita inoportuna
―¿Puedo pasar? ―Asomaba la cabeza entre la pequeña abertura de la puerta.
Nadie respondió. Abrió del todo dicha puerta y penetró en la amplia habitación que permanecía en «semipenumbra», con las persianas bajadas, lo cual impedía que entrara el claro sol de la mañana a caldear el ambiente de la fría habitación. Podía distinguir a la enferma en la cama, inmóvil, con el respirador artificial introducido en la boca y los goteros a la cabecera de la cama. No podría precisar si estaba dormida o no, pues ningún gesto de la cara parecía dar indicio de reaccionar a su presencia. Se acercó de puntillas e intentó evitar cualquier ruido que pudiera molestar. No había llegado a los pies de la cama articulada cuando le sorprendió un ruido seco y ronco. De inmediato se dio cuenta de que no provenía de la enferma sino de su acompañante que dormitaba en uno de los sillones con la cabeza caída sobre el pecho, entre la ventana y la cama. Sonrió al comprender que se trataba de los ronquidos del viejo Norbert.
―¡Inspector! ―exclamó este despertando de improviso, con esa extraña facilidad que el sueño nos otorga con los años para despejarnos con asombrosa rapidez―. ¿Qué hace usted aquí? ¿Quién le dio permiso para entrar?
―Lo cierto es que nadie ―aclaró el policía―. Llamé y al no obtener respuesta alguna me aventuré a entrar. En realidad no ha sido muy correcto.
―Desde luego que no ―aseguró enfadado el anciano―. ¿Es que ya no se respeta la intimidad de las personas?
―Puedo asegurarle que se sigue respetando. Pero venga… ¡No se enfade! Venía a interesarme por el estado de su hija. He tenido que tratar unos asuntillos en la clínica y al enterarme de que estaban ustedes aquí no he querido dejar pasar la oportunidad de saludarles.
―Se lo agradezco, pero como podrá ver, estamos descansando ―respondió con sequedad, dispuesto a echar cuanto antes a aquel entrometido policía.
―No sabe cómo lamento haber interrumpido su descanso. De todos modos, ya que se ha despejado, aprovecharemos para charlar.
―No tengo nada de qué hablar con usted.
―Mucho me temo que sí, querido señor Boucher ―le refutó el intruso sin perder la sonrisa.
―Si sigue importunándonos a mí y a mi hija, mandaré que le echen de aquí.
―No creo que le hicieran caso.
―¿Quiere verlo? ―gritó colérico dirigiéndose hacia la puerta con intención de cumplir su amenaza.
―Vamos, señor mío, cálmese. Piense en su hija, si sigue empeñado en gritar de ese modo conseguirá despertarla. En su estado no creo que sea bueno ningún tipo de sobresalto.
―¿Qué sabe usted del estado de mi hija? ―Se sentía intrigado a su pesar.
―Más de lo que se imagina, se lo aseguro.
Aquella afirmación tuvo el poder, si no de calmarlo, sí de atemorizarlo. Volvió a sentarse en silencio en la misma butaca que ocupara antes de entrar el agente.
―Eso está mejor. Si le parece, mantendremos una tranquila y amistosa conversación. ¿De acuerdo?
―¿Quién le ha dicho dónde estábamos? ¿Mi yerno?
No pudo evitar la carcajada.
―Señor Boucher. Desde luego subestima a la policía francesa. ¿Imagina que necesito la ayuda del señor Fontaine para localizar su paradero? Antes de que usted pusiera el pie en esta clínica ya sabía yo que estaba su hija ingresada.
―Por tanto es cierto que no existe la intimidad de las personas. Los policías se han convertido en asquerosos espías de los ciudadanos. ¡Qué vergüenza! ¡Qué bajo han caído!
Hablaba con estudiado desprecio, en tanto enfatizaba cada una de sus frases y lograba adornarlas con una mueca de disgusto, casi rayando en el insulto.
―Está equivocado. La policía no ha dejado de proteger a todo ciudadano que se encuentra en los límites de la ley, ellos tienen sus derechos adquiridos y nosotros los respetamos. Otra cosa es cuando nos hallamos frente a personas que alteran esa ley y el buen orden establecido por la propia sociedad, es entonces cuando extendemos las redes.
El anciano terrateniente se movió incómodo en el asiento. Comenzaba a ponerse nervioso. Aquel hombre parecía saber de qué hablaba. Estaba claro que no había sido la mera casualidad quien le condujera hasta aquella apartada clínica, situada en medio de la nada y levantada en un idílico valle perdido entre las montañas suizas. Debería tener cuidado, pues comenzaba a tener la sensación de pisar terreno resbaladizo.
―No creo que haya venido hasta aquí para contarme las excelencias de nuestras fuerzas de seguridad. Le aseguro que las conozco tan bien o mejor que usted. Tengo el gusto de contar entre mis buenos amigos a los máximos responsables de cada una de ellas.
―No imagina lo que me alegra escucharle decir eso. Recuerdo cómo hace un par de días se lo comentaba a mi superior, el inspector jefe Dupont, hablando sobre usted:
«Estoy seguro de que el señor Boucher es un modélico ciudadano que conoce y respeta las leyes como excelente caballero que es».
»Y él, por supuesto, estuvo de acuerdo conmigo.
Norbert observaba a su interlocutor con sagaz mirada. Intentaba descubrir el trasfondo de cuanto decía. Prefirió no hacer comentario alguno.
―¿Ve cómo sí que teníamos tema de conversación? Siempre he pensado que la palabra es primordial en la vida del hombre ―filosofó―. Sin ella nos asemejaríamos a animales y, aún ellos, poseen su propio lenguaje.
Se hizo un largo silencio que ninguno de ellos parecía dispuesto a romper.
―Y ¡dígame! ―dijo por fin Lambert―. ¿Cómo sigue la enferma?
―Mejor ―contestó conciso, sin querer ampliar detalles.
―Me alegro. Estos casos son difíciles y complicados, hay que armarse de paciencia y nunca perder la esperanza.
―Es cierto, no pude imaginar aquella noche, tras el desgraciado accidente, que se llegara a alargar tanto.
Paul no dejaba de mirar al abatido padre con una incrédula sonrisa dibuja en el rostro.
―¿A quién pretende engañar, señor Boucher?
―¿Cómo dice? ―Norbet dio a su expresión un aspecto de ingenua inocencia.
―Que tengo la sensación de que usted debe considerarme un estúpido o un necio.
―No sé a qué se refiere. No creo haber dicho nada que incite a pensar tal cosa.
―No se trata de lo que usted ha dicho, señor mío, sino de lo que ha dejado de decir ―aclaró Lambert que comenzaba a estar cansado de aquella infructífera e insulsa conversación―. Usted sabe como yo el motivo de que su hija se encuentre en esta difícil situación. ¿Por qué no nos dejamos de simplezas y comenzamos a hablar en serio?
Norbert fijó la mirada en el rostro de su hija. Así intentaba evitar cruzarse con los ojos del agente que escudriñaba su rostro, sin dejar de analizar cada uno de sus gestos. Se sintió acorralado. Aquel desgraciado estaba informado de todo. El secreto tan bien guardado durante casi un mes podía llegar a hacerse público gracias a este mequetrefe entrometido que, con aire despistado, aparecía y desaparecía a voluntad para enredar todo a su paso.
―Me va a disculpar, inspector. ―Se levantó e invitó con ello a hacerlo al policía. Necesitaba tiempo para pensar―. Tengo cosas que hacer. Ya hablaremos en otra ocasión.
―Vaya usted a hacerlas, yo le esperaré. ¡No tengo prisa!
―Pero yo sí ―contestó impaciente.
―Como quiera.
Se levantó con gesto cansino y colocó la silla en el rincón de dónde la cogiera al entrar. Acto seguido, introdujo la mano en el bolsillo interno del abrigo, el cual no se había quitado en el transcurso de la anterior conversación, y sacó un sobre doblado y medio arrugado que extendió al anciano con cara un tanto aburrida.
―¿Qué significa esto? ―El anciano miró el sobre. No hizo intención de cogerlo.
―Es una citación judicial ―respondió con gesto serio, pero tranquilo―. En ella se le cita para el miércoles de la semana que viene en la Jefatura de Policía del distrito IX de París.
―¿Por qué razón? ¿Se me acusa de algo?
―Por el momento a usted no.
―¿Entonces…? ―volvió a sentarse, forzado por el ligero temblor que atacó a sus extremidades inferiores.
―Eso pretendía explicarle, pero veo que usted no está dispuesto a colaborar.
―¿Por qué tengo que colaborar con la policía? ¡Yo no he hecho nada!
―Usted no, pero su hija sí.
―¿Mi hija? ¿Está loco? Es que no ve en qué estado se encuentra ¿Qué ha podido hacer ella? ―gritó furioso, en tanto intentaba ganar terreno al astuto agente.
―¡Basta ya de disimulos! ―atajó Lambert, enfrentándose al viejo―. Usted sabe como yo que su hija es una suicida, ese es el motivo de que se encuentre en este deplorable estado.
―¡Salga de aquí ahora mismo! No pienso consentir que insulte a Sophie. No tiene prueba ninguna que demuestre esa descabellada acusación. Usted no estuvo allí.
―No, yo no, pero el médico que la atendió sí. Él es quien ha puesto la denuncia.
Estaba rojo por la cólera, no podía admitir que le trataran de semejante manera. ¿Quién se creía que era aquel estúpido gilipollas? De todos modos, debía calmarse. En todo aquel feo asunto existían demasiados puntos oscuros que no podían salir a la luz, eso habría significado la pérdida de su reputación y, tal vez, su ruina. Además, no convenía olvidar a la asesinada desconocida amante de Jean Pierre.
―¿Y qué parte tengo yo en este lío? Pregunte a mi hija cuando se encuentre en condiciones. No pretenda enredarme a mí en sus pesquisas.
―No soy yo quien le ha enredado, sino usted mismo.
―¿Yo?
―¿Quién si no intentó destruir las pruebas del suicidio aquella noche?
Se sentía acorralado, un frío intenso comenzó a paralizar sus miembros. El sistema nervioso entró en una desacostumbrada efervescencia. Esto se salía de sus planes. Nunca llego a suponer que aquel imbécil de bata blanca fuera capaz de enfrentarse a él y presentar la denuncia.
―No tengo idea de qué me habla. Salga de esta habitación y no vuelva a molestarnos ni a mí ni a mi hija. ¡Lárguese de aquí!
―He venido hasta aquí con idea de hacerle entrar en razón. Hubiera deseado evitarle la vergüenza de una comparecencia judicial, pero… ¡Allá usted! Estaré por allí el miércoles.
Tiró con enfado el controvertido sobre encima de la cama y salió de la habitación, sin mediar saludo alguno.
Norbert se dejó caer desfallecido en el sillón. Las fuerzas le abandonaban. El arrojo y entereza del que había hecho gala en aquella desagradable entrevista vino a pasarle factura no bien vio salir al policía. Sentía temblar todo el cuerpo, sus manos y pies semejaban bloques de hielo. La sangre parecía haberse congelado en las venas. Hasta el anciano corazón había ralentizado su ritmo. Tuvo que desabrocharse los botones de la camisa y aflojarse la corbata para así permitir una mayor entrada de aire en los pulmones.
Miró a Sophie que, ajena a cuanto acababa de suceder, descansaba tranquila, inconsciente…, ignorante del drama que comenzaba a cercarlos.
«¿Cómo has podido hacerme esto? ―pensó con lágrimas en los ojos―. Has arruinado mi vejez. Jamás te negué nada. Tenías cuanto querías. Sabes que he vivido para ti desde el día en que murió tu madre. ¿En qué diablos pensaste aquella maldita tarde?».
Cerró los ojos y lloró en silencio.
A su lado, Sophie, simuló mover los músculos de su rostro de manera apenas perceptible. Por un instante, ¡pareció sonreír!...