Mente demoníaca

 

 

Eran cerca de las seis de la tarde. La lluvia no había dejado de caer desde las primeras horas de la mañana; una llovizna fina, ligera, apenas perceptible, producto de una densa y espesa niebla que envolvía la hermosa «ciudad de la luz» que, a la sazón, parecía espesarse peligrosamente, llegando a dificultar la visibilidad de cualquier objeto más allá de los quince o veinte metros.

Apenas si lograba distinguir las calles por las que circulaba. La tenaz neblina parecía empeñada en ocultar todo vestigio de forma humana o material. Aminoró la marcha en busca de un hueco apropiado donde aparcar el aparatoso todoterreno. Después de varias vueltas por la zona encontró un par de huecos libres en una pequeña calle, vecina a la basílica, justo en la parte trasera de la misma. La vía estaba en obras, tal vez por ello quedaban aquellos lugares vacíos. Bajó del coche y se encaminó hacia la escalinata del Sacré-Cœur de Montmartre, punto de encuentro según la misteriosa nota.

A pesar de lo desagradable de la tarde, y lo avanzado de la hora, no faltaban los incondicionales visitantes del famoso monumento parisino. En el diccionario del turista no parece existir la expresión «mal tiempo»; una vez te hallas inmerso en la vorágine viajera, poco importa la hora, el día o las variaciones atmosféricas. Lo importante es ver y conocer cuanto más mejor, ávidos de exprimir los minutos al máximo, ansiosos de novedades e incitantes aventuras.

Sophie no conocía al misterioso personaje que la citara en tan concurrido lugar, por tanto, no dejaba de mirar a uno y otro lado con intención de adivinar quién de aquellos despistados visitantes, que se movían curiosos alrededor del templo, sería el extraño confidente. Después de unos minutos en los que sus ya alterados nervios acabaron de descontrolarse y cuando ya comenzaba a creer que todo aquel asunto no dejaba de ser una cruel broma de mal gusto, vio acercarse hacia ella a una mujer que, observándola con curiosidad, parecía tener intención de hablarle.

Madame Fontaine?

―¿Quién es usted? ―preguntó en tono arisco, recelosa de la desconocida.

―Una buena amiga que quiere ayudarla.

―¿Por qué he de creerla? No la conozco.

―Yo a usted sí, más de lo que se imagina ―contestó Giannina, pues no era otra quien se dirigiera a Sophie.

Llevaba desde hacía media hora soportando el frío en las escaleras que dan acceso a la basílica. Aunque había visto alguna fotografía de la esposa de Jean Pierre, dudaba si sería capaz de reconocerla; hablando a su favor, la reconoció apenas la vio aparecer en los aledaños de la empinada escalinata.

Observaba a Sophie sin poder evadirse de la crítica curiosidad femenina, en tanto establecía comparativas consigo misma. Aparentaba mayor de lo que ella siempre creyera, con aspecto debilucho, casi enfermizo. El elegante abrigo tono «cámel» que la cubría no permitía hacerse una idea exacta de su figura pero, a juzgar por los rasgos del rostro, no parecía ser demasiado exuberante. Estaba pálida y nerviosa, cosa que agradó a la violinista que sabía controlar a voluntad sus emociones, acostumbrada como estaba a exponerse a la dura crítica de miles de espectadores, casi a diario.

―Está bien ―habló Sophie que tiritaba de frío, impaciente por entrar en materia cuanto antes―. ¡Ya estoy aquí! ¿Qué es lo que tiene que decirme?

―Mejor damos un paseo ―invitó Giannina al tiempo que hacía intención de cogerse de su brazo para evitar ser escuchadas por los aún numerosos visitantes que se encontraban cercanos a ellas.

Sophie se retiró con brusquedad, sin permitir que ella la tocara. Dispuesta a no consentir familiaridades de una completa desconocida.

Giannina sonrió ante aquel gesto, aunque no hizo comentario alguno.

―¿Y bien? ―preguntó la ultrajada esposa, una vez se hubieron apartado de la zona de turistas―. ¡Espero sus explicaciones!

―No existe ninguna explicación. Solo pretendo abrirle los ojos con respecto a su marido. Soy mujer y sé lo doloroso que puede ser el saberse burlada y abandonada por el hombre que nos ha jurado fidelidad y al que hemos entregado lo mejor de nosotras mismas.

Sophie no se molestó en ocultar una cínica sonrisa según oía aquellas floreadas aclaraciones. Sabía que era falso cuanto decía, que no se trataba sino de una estudiada adulación, carente de verdad. Prefirió seguir callada.

―Ese es el motivo que me ha llevado a escribirle la pequeña nota y  pedirle que nos reuniéramos en este lugar. Si no nos ayudamos entre nosotras… ¡quién va a hacerlo!

Dejó de hablar en espera de su reacción. Sophie la contempló  con fijeza durante unos breves instantes, en tanto valoraba la forma de tratar a aquella ladina mujer. Resultaba más que evidente que no era ese el verdadero motivo de la misteriosa cita.

―No creo ni una palabra de cuanto acaba de decirme. ―Acompañaba sus frases con un gesto displicente y despectivo―. Como toma de contacto no ha estado mal, pero… ahora, pasemos a hablar en serio. ¿En qué se basa para afirmar que mi marido me engaña con otra mujer?

―Tengo pruebas. Cientos de ellas ―aclaró Giannina que agradeció el ir directo al asunto, sin mayores rodeos.

―¿Como cuáles?

―¿Sabe dónde y con quién pasa su marido las noches desde que abandonó su casa? ―sonrió satisfecha al observar la cara de asombro y desagrado de la burlada esposa―. ¡Yo sí!

―¿Y cómo está enterada de eso?

―Querida ―se echó a reír, divertida por la pregunta―. La mujer es la última en enterarse del engaño del amante esposo.

Sophie se encontraba al borde de su paciencia. Aquella estúpida se burlaba de ella de una forma descarada, pero supo contenerse al pensar  que todavía no había descubierto la identidad de la supuesta amante de Jean Pierre. Y eso era lo único que le preocupaba.

―¿Cuál es su nombre?

―¿El nombre de quién? ―Comenzaba a gozar con todo aquello. Siempre había disfrutado con las burlas y críticas hacia la vieja esposa de su amante, pero al natural le resultaba más sarcástico y placentero.

―¡De su supuesta amante! ¡Idiota!

Una rápida llamarada atravesó los avellanados ojos de la astuta siciliana, si bien, logró disimular.

―Es mejor que no pierda los estribos, señora Fontaine. De otro modo, podría llegar a enfadarme y… créame, no soy fácil contrincante. ¡Se lo aseguro!

Sophie hubo de morderse la lengua para no insultar con peores modos a aquella descarada mujerzuela que osaba amenazarla de tal forma.

―De acuerdo. ¿Va a decirme de quién  se trata? o ¡me marcho!

―Debe controlarse, ya sabe que sus nervios pueden llegar a gastarle una mala pasada. ―Evadió la respuesta, en tanto disfrutaba divertida con aquella pérdida de control―. ¿No querrá volver a la clínica como hace cuatro años?

―¿Cómo sabe que estuve en una clínica de rehabilitación? ―Estaba furiosa, comenzaba a sospechar sobre la verdadera identidad de aquella odiosa mujer.

―Lo habré leído en la prensa del corazón ―respondió la otra, algo turbada, al darse cuenta demasiado tarde de su error.

―Jamás se publicó en prensa notica alguna de mi enfermedad. Nadie, excepto mi familia sabía de mi dolencia.

Habían caminado hacia la parte trasera del espléndido templo, ninguna persona parecía transitar por aquellos lugares, no existía medio alguno de que pudieran escuchar cuanto decían.

―¿Quién es usted? ¿Cómo sabe tanto de mi vida privada?

Giannina se sintió acorralada, aquel maldito comentario acababa de echar por tierra todo el terreno ganado. Intentó el ataque como mejor técnica defensiva.

―¿Qué puede importarle quien sea? Conozco a su marido por cuestiones de trabajo y la conozco a usted. Mi intención ha sido avisarla de la infidelidad de su esposo. Si no le interesa saber más, mejor me voy.

Sophie comprendió que si dejaba que se fuera aquel confidente perdía todo contacto y, con él, la posibilidad de conocer la verdad. Hizo un supremo acto de autocontrol e intentó aparentar serena.

―Bien, la creo. Dígame quién es esa mujer y dónde viven. Sabré recompensarla.

―¿Me cree estúpida? ¡Claro que me recompensará! Ya me cuidaré yo de que lo haga. Si desea saber con quién se la está dando Jean Pierre tendrá que pagar por ello. ―Soltó una carcajada, segura ya de su triunfo―. ¿Imaginaba que esta información iba a salirle gratis? Usted está forrada de dinero, señora mía, bien puede soltar unos miles por recuperar al descarriado marido.

Al fin comprendía el motivo que la había llevado a montar semejante embrollo. Era una miserable desgraciada que solo buscaba sacar beneficio económico de aquel asunto.

―¿Cuánto?

Giannina la miró fijamente.

―¡Dos millones!

Aunque estaba preparada para una bonita cantidad, no dejó de sorprenderla la ambición de la desconocida. No pudo evitar la exclamación:

―¡Está loca!

―¡Es mi precio! ―Su mirada era todo un reto. Se sabía en posesión de la llave de su futura fortuna―. Pero…, si no está de acuerdo. Siempre puedo vender la exclusiva. Tengo un amigo que trabaja en la revista Elle, creo que estaría encantado de conocer un chismorreo como este.

―¿Me amenaza? ―exclamó fuera de sí.

―De ninguna manera. Solo era un comentario.

Sophie hubiera deseado abalanzarse hacia ella, pero era consciente de lo descabellado de semejante comportamiento.

―¿Cuándo me dará la información?

―Cuando haya ingresado el dinero en el número de cuenta que le haré llegar del mismo modo que mi anterior misiva.

―¿Cómo puedo fiarme de usted después de que haya pagado?

―Tendrá que correr el riesgo y creer en mi palabra. Ahora me voy. Mañana volverá a tener noticias mías.

Se encontraban a la altura en donde Sophie tenía aparcado el coche. Sin mediar palabra alguna, abrió la puerta del mismo y se sentó al volante, en tanto la violinista continuaba su camino calle abajo.

Se encontraba confundida, todo había ocurrido demasiado rápido. Sabía que aquella mujer mentía, que lo único que buscaba era su dinero pero…, por otro lado, quedaba la incertidumbre de si serían reales las afirmaciones sobre la infidelidad de Jean Pierre. Ella misma albergaba sus dudas desde aquel desagradable comentario de su amiga Sandra y, sobre todo, del mutismo en el que esta se encerró a raíz de hacerlo. Fuera o no verdad, no era lo más preocupante. Lo peor de todo sería que estallara la noticia. Si aquella maldita mujer entregaba a la prensa del corazón la menor de las pistas, aquello explotaría por los aires. En pocas horas todo París reiría y comentaría la noticia:

«La rica heredera del imperio del champagne ha sido engañada y abandonada por su apuesto marido»…

Todo aquello se salía de sus planes. Era ella quien iba a despreciarlo y dejarle tirado en medio de la más completa ruina, luego de castigar y hacerle pagar su altivo comportamiento. Pero, ahora… ¿Sería verdad que había encontrado el amor en los brazos de otra mujer? No estaba dispuesta a consentirlo. ¿En qué posición quedaba ella? Abandonada y engañada. Amargada ante el cambio de vida que aquella ruptura supondría en la tranquila y planificada vida social. Todos se reirían a su paso, burlándose a sus espaldas.

Sintió un fuerte escalofrío que recorrió su columna y llegó a paralizar la sangre en las venas. ¡No podía soportar semejante humillación!

―¡¡Jamás!!

Miró la calle vacía. Algo alejada podía adivinar la figura de Giannina que descendía, a toda prisa, por la solitaria acera, perdiéndose, poco a poco, absorbida  por el envolvente y espeso velo gris de la niebla. Estaba convencida de que aquella mujer se hallaba unida a su marido por algún importante vínculo. ¿Cómo si no iba a conocer detalles tan personales? ¿No sería ella misma la desconocida amante? Eso explicaría los muchos datos y pormenores que parecía poseer de  todo aquello. Pero… ¿Por qué traicionarlo? ¿Por dinero? No sería la primera que cambiara la excitante compañía del amante por un mullido colchón de billetes de banco.

Arrancó el coche y comenzó a descender con lentitud la empinada cuesta. No podía apartar de su cabeza la idea del engaño del que era víctima y la desorbitada cantidad de dinero que aquella vulgar mujerzuela exigía. Estaría completamente loca si creía en su palabra. Lo más natural sería que una vez cogido el botín desapareciera sin dejar rastro alguno, huyendo al extranjero, tal vez a su país, donde se perdería sin que ella pudiera recuperar nada de lo entregado, tras dejarla burlada e ignorante de aquella valiosa información que tanto necesitaba.

Podía verla con mayor claridad, caminaba con paso rápido y decidido, embutida en su negro abrigo de corte clásico, con el gorro de lana calado hasta los ojos, intentando protegerse de la humedad y el intenso frío que dominaba el ambiente en aquella zona alta de la ciudad.

Un veloz y deslumbrante relámpago de demencia pareció cruzar su frente. ¡Aquella mujer jamás le diría lo que ella quería saber! No era más que una farsa pensada para intentar extorsionarla y obligarla a comprar su silencio. Ahora exigía dos millones, mañana… ¡Era preciso silenciarla!

Sintió que sus manos adquirían libertad de movimientos. No parecía manejarlas, algo en su interior, ajeno a ella misma, guiaba en aquellos instantes el enorme y pesado todoterreno, sin que su cerebro fuera capaz de controlarlo. Metió una velocidad superior y pisó el acelerador al tiempo que subía el alto bordillo con  sorprendente agilidad, gracias a la fabulosa tracción en las cuatro ruedas del potente coche. Presionó el pie a fondo lo que hizo que el bólido se desplazara a gran velocidad, ayudado en parte por la fuerte pendiente de la calle.

Giannina se volvió, extrañada al oír el poderoso ruido del motor casi pegado a sus espaldas. Los refulgentes faros del pesado vehículo consiguieron cegar su visión. Fue incapaz de reaccionar, paralizada por la sorpresa y el terror, a la vista del inminente peligro. Sintió un fortísimo dolor en la zona pectoral al mismo tiempo que notaba cómo algo se resquebrajaba y desgarraba en su interior, lo que le produjo un intenso ardor en la zona del abdomen al par que un líquido caliente y viscoso empapaba sus ropas, quemándola al pasar. Aún llegó a escuchar el sordo y seco sonido producido por su propio cuerpo al caer, pesadamente, sobre el embarrado asfalto de la carretera.

Sophie logró controlar el vehículo casi al final de la calle. Frenó e intentó recuperar el aliento. Apenas si podía respirar. Era consciente de lo que acababa de hacer, si bien, no se arrepentía. Aquella mujer era un verdadero peligro para su futura vida. No existía otra forma de callarla.

Apoyó, aturdida y mareada, la cabeza sobre el volante, buscando tranquilizarse. ¿Qué hacer ahora? Cerró los ojos. La imagen de Giannina se estableció en su cerebro. Podía verla, tendida en el negro asfalto, sumergida en un enorme y oscuro charco formado por su propia sangre, con el maltratado cuerpo en una distorsionada postura, contraída y deforme, casi caricaturesca. Vio sus ojos abiertos. ¡No estaba muerta!

Levantó la cabeza horrorizada. Tenía que regresar. ¡Saber si estaba viva! ¡No podía correr riesgos! Introdujo la marcha y maniobró mientras volvía a subir por la empinada cuesta los escasos ciento veinte metros que la separaban de la víctima. Mal aparcó el coche y salió precipitadamente para contemplar su obra.

Se acercó, no sin cierto recelo. El miedo y, sobretodo, el asco que sentía no parecieron suficientes argumentos ante la ansiosa necesidad de cerciorarse de si aquella mujer aún respiraba. Todos los indicios apuntaban a que la ajetreada vida de la que fuera primer concertino de la orquesta Philharmonie de París había consumado su último segundo. Más tranquila, quiso asegurarse, por lo que trató de localizar el pulso. Se quitó los elegantes guantes de cuero negro, forrados de suave y cálida piel en su interior, que protegían del intenso frío sus blancas y cuidadas manos y posó, no sin escrúpulos, los dedos en la zona de la sien.

Tal vez debido al ligero roce, o por mera casualidad, Giannina emitió un ligerísimo quejido.

Apartó con espanto la mano de su frente y exclamó horrorizada:

―¡¡Está viva!!

Bien porque recordara la voz o, tal vez, el fiero instinto de supervivencia que se aferra a todo ser humano enfrentado a situaciones límites, la moribunda mujer abrió los ojos, reconociendo de inmediato a su agresora.

―¡Ayúdeme! ―rogó con un hilo de voz, apenas perceptible― ¡Me… muero!

―¡Dime quien es su amante! ―exigió en tanto la agitaba con extrema violencia, sin hacer caso alguno a sus quejas y ruegos―. ¡Habla, maldita!

―Necesito ayuda ―gimió, sin poder resistir el dolor. Gruesas lágrimas brotaban incontroladas de los mortecinos ojos.

―Por mí te puedes desangrar como un vulgar perro en la calle. ¡Sucia golfa!

Giannina comprendió que había llegado su momento, ya no sentía dolor ni quemazón alguna, tenía la sensación de que su cuerpo le abandonaba, poco a poco; solo una ínfima parte del cerebro semejaba resistir, permitiéndole mantener la consciencia. Miró a Sophie y esbozó una macabra mueca, semejante a una sonrisa. Concentró en supremo esfuerzo el último hálito de su agotada existencia y murmuró:

―Ya se lo decía a Jean Pierre, eres ¡una puta vieja! ¡¡Yo… fui su amante!!

Sophie no pudo soportar por más tiempo aquella tensa situación, soltó a la maltrecha mujer de golpe, la cual cayó al suelo profiriendo un agudo y lastimero grito de dolor, como estertor final. Breve y triste nota finita[3] para cuarenta y dos años de musical existencia. La calle aparecía solitaria, nadie presenció la escena. No existió aplauso alguno que premiara aquel último concierto de su vida.

Estaba excitada, atontada… ¡enloquecida! El miedo le impedía coordinar con claridad sus ideas. Buscaba algo, sin saber qué a ciencia cierta. Recorrió con mirada nerviosa y desvariada el entorno que la rodeaba, localizó la pequeña montaña de adoquines que se amontonaban a un lado de la estrecha acera y que se utilizaban para reparar la vía destrozada. Cogió uno, no sin gran esfuerzo, y volvió a donde su víctima se encontraba. Se inclinó junto a ella y, levantando pesadamente la basta piedra de granito y la dejó caer sobre su cabeza con toda la fuerza que la furia y el desvarío concedían a su débil musculatura, sin cesar de gritar cual posesa:

―¡Muere maldita zorra! Toma tu recompensa. ¡Puta barata!

Golpeó una, dos, tres… veces el deformado cráneo de la fallecida, hasta lograr convertirlo en un viscoso amasijo de sangre, huesos y materia gris, que quedó diseminado sobre el duro y frío asfalto.

Una compulsiva risa acompañó cada golpe que resonó, en el oscuro silencio de la desierta calle, como un anticipo dantesco del ensordecedor sonido de los infiernos.

Pasados unos minutos se puso en pie. Estaba dolorida, sentía fuertes punzadas en las piernas y apenas si notaba sensación alguna en las manos. Se fijó en ellas y se asustó al ver correr la sangre por sus palmas, repletas de pequeñas heridas, provocadas por las cortantes aristas de la piedra y la fiereza con que había golpeado a la infeliz violinista. Recogió los guantes que tirara cerca de la difunta y se protegió con ellos, sin apenas darse cuenta de lo que hacía. Se incorporó y retrocedió espantada ante el espectáculo mutilado de aquel cadáver. Solo entonces pareció darse cuenta del horrendo crimen. Sentía fuertes nauseas en el estómago al tiempo que notaba como algo ácido y espeso subía incontrolado hacia su garganta. No pudo evitar el vómito ni las sucesivas arcadas. Cuando logró liberar la angustia que recorría su esófago, producida por la desagradable visión de aquel deformado cadáver en mezcla con el  pánico que la invadía, se dirigió tambaleante hacia el coche, sumergida en una espesa y profunda borrachera emocional. Cerró la puerta y arrancó sin siquiera abrocharse el cinturón. Su único pensamiento era poner distancia entre aquella criminal locura y su persona.

**********

Metió el auto en el garaje. Fue al bajar del mismo cuando tomó conciencia de su triste aspecto. El bonito y elegante abrigo de diseño se hallaba impregnado de una enorme e irregular mancha negruzca y pegajosa que cubría la mayor parte del mismo. Al acercarse a la difunta el tejido había absorbido gran cantidad de los fluidos derramados a su alrededor, tiñendo la sangre y demás líquidos corporales la preciada tela de lana.

Desabrochó con repugnancia el estropeado abrigo y lo arrojó en el interior del coche, junto a los guantes que, de igual modo, conservaban los delatadores restos de la reciente tragedia.

Corrió hacia la casa, en precipitada huída de un invisible e implacable perseguidor, solo existente en su mente. Nadie pareció enterarse de su llegada, se dirigió a la habitación y cerró la puerta tras de ella para sentirse segura. A la deslumbrante luz de la espléndida araña de fino cristal de bohemia pudo ver que no solo el abrigo mantenía el recuerdo de lo ocurrido en la colina de Montmartre, pantalones, zapatos y medias estaban de igual modo salpicados de manchas irregulares a medio secar. Fue al baño presurosa y comenzó a desnudarse con nerviosos y torpes movimientos, hecho lo cual, arrojó todo a la cesta de ropa sucia.

Ya desnuda, se acercó al lavabo para borrar la sangre delatora de las manos magulladas. Al ver su imagen reflejada en el espejo recién restaurado, sintió miedo de sí misma. Aquella no podía ser ella. ¡Era imposible! Su rostro reflejaba una extrema palidez, casi cetrina; los ojos parecían salirse de las órbitas, tal era el gesto de terror y pánico que les adornaba; las negras y profundas ojeras sobrepasaban en demasía las abultadas bolsas que circundaban las mejillas demacradas; los violáceos labios se veían contraídos, en un indeterminado gesto entre la mueca y la risa… Le pareció estar contemplando la máscara de la muerte.

Se volvió, terriblemente asustada, incapaz de resistir la visión de su propia imagen. Miró sus manos, aún sangrantes y doloridas, que trajeron a la memoria la escena del brutal asesinato. Emitió un desgarrador grito doblándose sobre sí, en busca de protección. Quería llorar, pero no pudo; las lágrimas parecían querer abandonarla tras negarle la tranquilizante posibilidad de su húmedo consuelo.

Abrió el botiquín y buscó desesperada alivio para tan angustiosa ansiedad. Volcó sobre la cuenca de la mano el contenido del tubo y tragó algunas pastillas, sin preocuparse de cuantas cayeron perdidas al suelo, las cuales comenzaron a rodar juguetonas sobre el mármol del brillante y frío pavimento. Respiró hondo, en tanto analizaba desquiciada su propia reacción. ¡No funcionaba! Cada vez se sentía peor, la respiración era entrecortada e irregular, parecía que no existía suficiente oxígeno en el ambiente para llenar los castigados pulmones. Notaba cómo las sienes parecían querer estallar y notaba el latido cardíaco cual caballo desbocado. Se agachó y recogió la mayor parte de aquellas pastillas esparcidas por el piso y las introdujo en su boca sin llegar a contarlas. ¡Un intenso y agobiante calor la sofocaba!

Fue hacia la ducha, abrió el grifo y se metió debajo de la fría y refrescante cascada de agua. Por unos instantes pareció que el húmedo elemento comenzaba a mitigar sus angustias y desequilibrios físico-mentales. Dejó de temblar y padecer la desagradable y dolorosa rigidez en sus miembros más extremos. El agua no solo comenzaba a borrar las delatadoras huellas de tan mortal aventura, sino que parecía querer sosegar la zozobra de su atormentado espíritu. Empezaba a sentir una deliciosa indolencia, próxima al desmayo, que eliminaba tensiones y otorgaba la completa lasitud al organismo tan salvajemente maltratado.

Su cuerpo comenzó a resbalarse, poco a poco, lenta… muy lentamente, al igual que su cerebro que fue paralizando la mayoría de las funciones vitales… hasta arribar a la total pérdida de consciencia.

Cayó derrumbada sobre sí misma en el plato de la ducha, desnuda y sin vida aparente, con los ojos inusualmente abiertos, fijos, congelados en una inexistente imagen, grabada en la profunda oscuridad de su atormentado cerebro. El espanto reflejado en aquella imprecisa mirada parecía hablar de culpabilidad y remordimiento…

Furias de venganza
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