Negocios clandestinos
Se encontraba sentado ante la mesa del despacho. Acababa de colgar el teléfono, después de mantener una breve conversación con la encargada de la UVI de la clínica en que se encontraba Sophie. Se había visto obligado a dejarla sola por un par de días. Tenía asuntos pendientes que resolver en Francia que no admitían demora en el tiempo. Pasó por la oficina de la capital parisina, donde se encargaban de todas las tareas administrativas y legales de sus extensas posesiones y negocios afines y, acto seguido, se hizo llevar a la finca. Era allí donde tenía que resolver importes cuestiones.
―Señor Boucher ―oyó decir tras la puerta del despacho―. El señor que esperaba ya ha llegado y pregunta por usted.
―Hágale pasar. ―Alzó la voz en tanto recogía los pocos papeles que se encontraban diseminados por encima de la mesa.
Un instante después vio abrirse la puerta y entrar en el despacho a un hombre de color que, con gesto un tanto despistado, observaba con creciente curiosidad cuanto se presentaba a la vista.
―¡Siéntese, señor Smith! ―Señalaba el sillón situado delante de la mesa―. Le esperaba. Pensé que ya no vendría.
―No me ha sido fácil encontrar la casa. Está perdida en medio del campo ―se disculpó el otro sin dejar de mirarlo―. Pero, ya estoy aquí. Usted me dirá.
―Ante todo quiero dejar claro que cuanto hoy se hable entre nosotros no deberá salir de este despacho. La importancia de lo que tratemos requiere un secreto absoluto. ¿Comprende? ―preguntó Norbert mientras fijaba su astuta mirada de hombre de mundo en el visitante.
―Entiendo. ¡Cuénteme!
―Se trata de un asunto muy delicado ―comenzó a decir el dueño de la casa, sin mayores preámbulos―. Por circunstancias que no le viene al caso conocer, necesito deshacerme de un vehículo de mi propiedad.
―¡Véndalo! ―propuso el tal Smith―. ¿Qué coche es?
―Un Mercedes todo terreno.
El extraño esbozó una sonrisa.
―Sacaría una pasta por un coche como ese. Si sigue en funcionamiento yo mismo puedo buscarle más de un comprador que le haría una ventajosa oferta.
―Creo que no me ha entendido. He dicho que necesito «deshacerme» de él, no venderlo.
―Comprendo ―asintió el otro, arrebujándose en el sillón, en busca de una postura más cómoda―. Lo que quiere es que no quede rastro alguno del vehículo ¿no?
―Algo así.
―Entonces ha dado con el hombre apropiado. Puedo ocuparme de que, en menos de una semana, su coche desaparezca, nadie, ni usted mismo, será capaz de encontrarlo.
―¡Estupendo!
―Deme las llaves y olvídese del todoterreno. ¡Deje todo en mis manos!
Hizo intención de levantarse del asiento, creyendo haber zanjado la conversación.
―No va a ser tan fácil. Yo no puedo darle las llaves. Tendrá que cogerlas usted.
Miraba con descarada fijeza al corpulento joven que no había acabado de comprender su idea.
―¿Quiere decir…?
―Justamente. Usted será quien saque el coche del garaje. Como es lógico, yo no estaré informado de nada. Cuando me pregunte la policía negaré lo aquí tratado.
―¡Pero usted me habla de un robo! ―exclamó el hombre, medio incorporándose en el asiento―. Creo que se ha equivocado conmigo, señor Norbert. Yo puedo ser un vulgar sinvergüenza, pero no un ladrón. Jamás he robado nada. Acepto los coches que me envían sin interesarme su procedencia, pero de ahí a robar. ¡No, señor, no cuente conmigo!
Se levantó ofendido con intención de salir del despacho y de aquella casa cuanto antes. El viejo hacendado lo miraba con una leve sonrisa dibujada en los arrugados labios. Resultaba gracioso comprobar la ofendida dignidad de aquel sucio sinvergüenza.
―Le pagaré bien.
El otro pareció dudar, al menos por unos instantes, pero pudo más su ética moral o, tal vez, el miedo a enfrentarse a la justicia.
―Lo siento, pero no puedo aceptar su ofrecimiento. ¡Me marcho!
Dio media vuelta y fue hacia la puerta.
―¡¡Siéntese!!
Se volvió molesto y asombrado de la forma en que aquel viejo le trataba. Vio tal resolución y firmeza en su mirada que, a pesar de sus muchas reticencias y miedos, no fue capaz de negarse ante aquella orden.
―Señor Smith. Como puede suponer no he dado este paso sin antes informarme y asegurarme de con quién iba a tratar. Conozco todos y cada uno de los negocios que se trae entre manos. Puedo asegurarle que, en particular, no tengo interés alguno en su trayectoria profesional, si bien, no creo que opine lo mismo la policía.
―¿Me está amenazando? ―El tal Smith se levantó furioso de la butaca.
―En absoluto, solo quiero informarle de los datos que manejo en mi poder sobre usted y sus oscuros negocios. Pienso pagarle bien este servicio, pero si no está interesado, puede marcharse cuando quiera.
―Es usted un asqueroso contrabandista. ―Se enfrentó el otro, con la indignación reflejada en la cara―. Se cree muy seguro tras esa gran mesa ¿no?
―Tan seguro como que puedo meterle en la cárcel ahora mismo. Si descuelgo ese teléfono no llegaría ni a la carretera principal.
Se había levantado a su vez y miraba iracundo a aquel despreciable barriobajero del que se había visto obligado a echar mano.
―¿Acepta o no mi oferta? Aquí están 40 000 € por sus servicios ¿Los quiere o prefiere marcharse?
El otro dudaba en cuanto a la decisión a tomar. Odiaba a aquel adinerado viejo asqueroso y traidor, hubiera deseado estrangularle con sus propias manos, pero, como bien había dicho, aunque se movía en terrenos sucios y fangosos, nunca había herido ni matado a nadie. Además, la vista del fajo de billetes ejercía de poderoso imán para su mal encubierta codicia. Pensó que no sería tan difícil realizar aquel trabajo. Podría encargárselo a cualquiera de los clientes que le proporcionaban los coches de lujo que él luego transformaba y mandaba al extranjero. Apenas si tendría que mancharse las manos y, sin embargo, la recompensa sería más que sustanciosa. No solo se quedaría con la mayoría de aquellos billetes, sino que sacaría una buena «pasta», tras la venta del coche modificado.
―¡Decídase! ―apremiaba el viejo impaciente, molesto por su silencio―. ¡Mi tiempo es muy valioso!
Alargó la mano y cogió el fajo de billetes de banco con gesto osco y resentido.
―¿Cuándo? ―preguntó una vez hubo guardado el dinero en el bolsillo interior de la sucia cazadora.
―Esta misma noche.
―¿Hoy? ¡Imposible!
―Se hace hoy o no hay trato ―aseguró el anciano, harto ya de tanto impedimento que llegaba a poner a prueba su paciencia.
―Pero… ¡Es imposible! ―argumentó el sicario sin dejar de sopesar cómo organizar el golpe―. Tendré que buscar a alguien. ¡Yo no puedo hacerlo!
―Nadie, excepto usted, debe estar al tanto de este asunto. No puedo permitir que esto llegue a oídos de terceros. Tiene que robarlo usted.
―Ni lo sueñe. ¡Está completamente loco!
―Está bien. ―Descolgó el teléfono y comenzó a marcar con aparente tranquilidad―. ¡Puede marcharse!
―¿Y el dinero? ―preguntó el otro sin querer entender la jugada del ladino anciano.
―Puede llevárselo. Será una prueba más que le acuse. Señorita, póngame con el inspector de policía.
El visitante se abalanzó hacia él con intención de cortar tan comprometida comunicación.
―¡Eres un jodido sinvergüenza! ―Su gesto era amenazador―. ¡Está bien! Lo haré esta noche.
Dio media vuelta y abrió la puerta, alejándose del despacho con la rabia y el rencor reflejados en el semblante.
Norbert lo miraba sonriente, sin soltar el auricular que mantuviera en su mano diestra; una vez lo perdió de vista colgó y volvió a sentarse en el sillón. No tenía prisa. En un principio, había valorado la idea de marcharse a París en espera de la llamada policial que le avisara del robo, pero después opinó que sería más rápido y hasta lógico que estuviera presente cuando se cometiera el hurto. De aquella manera se convertía en víctima, brindándole una coartada, más que satisfactoria, perfecta. ¿Quién hubiera sido capaz de relacionarle al estar dormido tranquilo y plácido en su cama? Sonrió satisfecho de tal argucia. A partir del día siguiente el único elemento acusador que pudiera poner en entredicho la inocencia de Sophie sería desmantelado, enviado al desguace y desperdigado en piezas en las innumerables «chatarrerías» de automóviles que poblaban el territorio francés.
―Luisa ―llamó con voz jovial―. ¡Tengo hambre!