XIV
Regresaban ambos en el auto.
Era más pronto que otras veces. Trabajaron en la oficina, y Ernesto, de repente, dijo a su mujer:
—Lo dejo por hoy. ¿Vienes a casa?
Tati miró la hora.
No habían dado las siete.
Pero no dijo nada. Dada la situación tirante de ambos, Tati prefería no abrir los labios. Realmente no sabía qué decir. Empezaba a pensar que había cometido una dura injusticia con su suegro. Había que pensar que en dos años, desde que el niño nació, fue la primera vez que Dan lloraba de aquella manera y había que suponer, y de hecho lo suponía, que si no lo oían era porque su suegro acallaba al niño y lo dormía ya que ni esperar que Marcelina lo hiciera, pues de no despertarse aquella noche, se suponía que no despertaba nunca.
Si la cosa era así, es que todo lo que decía de su suegro lo inventaba.
Por otra parte pensaba que lo suyo con Ernesto no podía morirse ni enfriarse, porque ella amaba locamente a su marido y lo deseaba tanto como lo amaba, y por lo que veía, Ernesto apenas si se ocupaba de ella, cuando antes, en cualquier momento, la buscaba y se gozaba en besarla.
Pensaba todo esto mientras iba en el auto con su esposo.
Ernesto conducía serio y grave. No tenía aquella juvenil sonrisa en el semblante. Indudablemente Ernesto estaba dolido y ella presentía que había adivinado todo lo que ella pensaba.
Se aterró por ello, pero se metió más en el asiento.
Lucía un sol espléndido.
Hacía un calor sofocante.
Durante la fuerza del día habían estado a cuarenta y tantos grados y a las siete, que eran en aquel momento, el barómetro aún marcaba treinta y siete.
Las ventanillas del auto iban abiertas y ni aun así se aliviaba el calor.
Tati sentía el pelo empapado en la nuca, no tanto por el calor como por los nervios. Sin duda estaba nerviosa e inquieta. Ella no podía jugarse la felicidad con Ernesto por su manía al suegro.
Además, ¿qué hacía el pobre hombre?
Nada. Ser inteligente, discreto y servicial.
Debió sufrir lo suyo aquella noche oyendo llorar a Dan y sin poder ir a su lado.
Empezaba a odiar a Marcelina y a sentir una rara piedad por sí misma y por su suegro.
Se divisaba ya la hilera de chalets de recreo y, de repente, Ernesto exclamó:
—Es papá, y echa a correr hacia la casa. ¿Qué ocurre? ¿Dejó el bastón?
En efecto.
Sombrero y bastón quedaban en la acera y ni rastro del viejo que se había perdido en la casa.
Ernesto, nervioso, aceleró y ni siquiera metió el auto dentro del jardín.
Tati por un lado y él por otro, saltaron ambos y echaron a correr.
Les dio tiempo a ver a David Pineda lanzarse al agua de la piscina y bucear.
También vieron a Marcelina pegada a la valla del chalecito vecino hablando con otra persona. Reían las dos.
Marcelina ni se había enterado de lo que pasaba. Ernesto y Tati, como locos, se lanzaron hacia la orilla.
Vieron al viejo bucear como un jovenzuelo y emerger levantando un brazo y asiendo el cuerpecito de Dan inerte.
Ernesto lanzó una sorda exclamación. Tati un grito furioso y los dos se abalanzaron sobre el niño que aún sostenía la mano alzada del viejo mientras con el otro brazo nadaba hacia la orilla.
Agarraron a Dan y el viejo, con una agilidad pasmosa, saltó a su vez, les quitó el niño de los brazos y lo tendió en el suelo y empezó a hacerle la respiración artificial.
A todo esto Marcelina continuaba en la valla con el delantal arremangado contándole a su compañera y amiga una novela pornográfica que había leído.
No se había enterado de nada. Ernesto y Tati estaban paralizados, sin saber qué hacer ni qué decir, mirando ansiosos cómo el abuelo manejaba al niño y le hacía la respiración artificial poniendo al pequeño boca abajo, y Dan echaba agua por todas partes.
Todo en silencio.
Tati se fue encogiendo y quedó al lado de su hijo el cual ya empezaba a respirar y lloraba.
El viejo tenía los ojos llenos de lágrimas.
Ernesto la cara entre las manos.
Y Marcelina seguía contándole a su amiga su porno.
—Bueno, ya está bien —dijo el abuelo con voz muy ronca.
Y de un manotazo se quitó el pelo blanco de la cara.
Dan estaba en pijama aún, lo que significaba para sus padres que se había saltado de la cuna y había salido al jardín entretanto Marcelina daba a la lengua con su vecina.
Y lo curioso es que seguía dándola.
—Papá—dijo Tati angustiada—. Oh, papá, perdóname...
Papá no dijo nada.
Apretó los dedos de su nuera. Los apretó fuerte, fuerte. Tenía un nudo en la garganta.
Ernesto levantó al niño en brazos y lo oprimió contra sí, entretanto Tati, sollozante, apoyaba la cabeza doblada en el hombro de su suegro.
—Papá, oh, papá.
—Le vi —decía el viejo—. Le vi saltar y, de repente, desaparecer. Por eso salí corriendo... No podía dejarle ahogarse, Tati. Yo os quiero mucho a todos. Entiende...
—Sí, papá, sí, sí, perdóname.
Él le acarició el pelo.
En aquel momento apareció Marcelina tan campante.
—Oh, se ha despertado Dan —dijo —. Pues ha sido ahora mismito.
Ernesto la miró sin soltar a su hijo que sollozaba desesperadamente.
—Recoja sus cosas y lárguese, Marcelina. No espere ni un minuto más. La señorita le pagará. Tati...
Ella se levantó.
—Sí, Ernesto. Sí, claro. Ahora mismo.
—Pero... —intentó decir Marcelina.
—Vamos, lárguese de mi vista —dijo Ernesto.
Y Tati se fue detrás de Marcelina sollozando, dando gritos, diciéndole lo que había ocurrido y que era una embustera y una fresca y una vaga y descuidada.
* * *
Todo había pasado ya.
Dan dormía y la puerta del abuelo, que dormía muy poco, estaba abierta.
En el salón estaban Ernesto, Tati sentada a su lado y enfrente de los dos don David.
Tati decía quedamente:
—Ernesto, tengo que confesar mis culpas. Todo esto se debe a mi animosidad por tu padre, y el pobre nunca hizo más que bien — lo miraba suplicante—. Papá, tienes que decirme mil veces que me perdonas.
David Pineda se sentía feliz.
Nunca, en tres años, había él compartido una tertulia así con su hijo y su nuera.
—Déjate de tonterías, Tati... Pero permíteme que ayude a la puericultora a cuidar de Dan. Ya he llamado a la agencia como querías. Viene mañana, y también una mujer para el cuerpo de casa. Al fin y al cabo ganáis bastante dinero, y si no lo ganáis tengo yo una fortuna que es para mis hijos y de paso para mis nietos.
—Papá, ¿cómo puedes olvidar todo lo que te hice en estos años?
David sonrió.
Tenía una dulce sonrisa.
¡Qué tonta ella! ¡Si era la misma sonrisa suave y cálida de Ernesto!
¿Cómo no se había fijado antes?
—Vale más este instante que todo lo pasado. Lo que yo necesito es ocuparme de algo, y como supongo que tendréis más hijos, cuando Dan vaya al colegio me quedará otro para cuidar. Eso sí, pero yo solo no. Tengo miedo. Hoy pude tirarme al agua y me olvidé de mis años porque el que se ahogaba era mi querido nieto, pero los años no pasan en vano y puede llegar un día que no pueda tirarme o me ahogue yo al intentar salvar a un nieto...
Ernesto conocía bien a Tati.
Por eso supo que aquel ademán de Tati de levantarse y abrazarse a su padre no era un cuento ni una falsedad.
Era de verdad.
Tati sentía amor por su suegro.
¡Al fin!
Bien es verdad que un día u otro se reconocen al fin las buenas acciones y Tati las reconocía en su suegro.
—Papá...
—Podéis dormir tranquilos, Tati —decía David con suavidad. ¡Qué tonta ella, era la misma suavidad de Ernesto!—. Yo duermo poco. Soy viejo y no necesito dormir y me paso la noche leyendo o mirando mi álbum de recuerdos, por eso si Dan da una vuelta en la cuna yo ya le oigo...
Tati, impulsiva, le dio un beso en cada mejilla.
El mejor regalo para el viejo bondadoso.
Era sensible cuanto más viejo era, de modo que, como un crío, se echó a llorar.
—Pero, papá...
—Déjame, Tati, tengo que llorar. Me gusta llorar por estas cosas...
Más tarde, los dos en el cuarto se miraron.
Ni una palabra.
Pero Ernesto la atrajo hacia sí y la metió en su cuerpo.
—Tati...
—No sé si tú sabrás perdonarme jamás.
—No seas tonta... Todos tenemos defectos y los procuramos evitar, y cuando se dominan uno queda mejor y es más bueno.
Se abrazó a él.
Fue ella, impulsiva, vehemente la que buscó sus labios.
Ernesto la besó apasionadamente y los dos cayeron en la cama.
—Has hecho a un hombre feliz, Tati —le decía quedamente.
—¿A uno solo?
—No —reía él emocionado—, a dos. Yo también sufría...
—Te diste cuenta de todo.
—Sí.
—¿Desde un principio?
—No, desde que empezaste a insinuarte.
—Ernesto, ¿cómo puede haber hombres tan buenos como tu padre y tú?
—Porque somos padre e hijo y nos parecemos.
Y después ya no habló de su padre.
Habló de sí, de su amor.
Le hizo el amor a su mujer.
Le quitó la ropa y le daba besos.
Y Tati suspiraba.
Se aferraba a él.
Oyeron a media noche, cuando aún no habían dormido, llorar a Dan y después, automáticamente, callarse.
—Ernes...
—Déjalos. Ellos son felices juntos y también nosotros aquí...
—Oh, Ernesto...
—Calla, Tati. Te quiero tanto.
Y se lo demostraba.
Y ella a él.
Eran algo eróticos, íntimos, estaban solos.
Y su amor era de este mundo.
No era sólo un amor espiritual. Era físico también y lo vivían con intensidad.
En la alcoba de Dan, un David Pineda feliz le cantaba una nana a su nieto.
FIN