III
Cuando Tati iba a saltar en improperios, Ernesto la asió de la mano, tiró de ella y la sentó en sus rodillas.
Discretamente, el abuelo se levantó, asió su bastón y se fue a dar un paseo en torno a la casa.
—No seas arisca —le decía el marido buscándole los labios.
Tati le quería.
Aún estaba rígida y dispuesta a reñir con su suegro. Pero los brazos de Ernesto la cerraban contra sí y la boca le buscaba los labios. La besó apretadamente.
—¿Estás algo enfadada?
—Pues...
—Oh... Pero ¿por qué? ¿Has discutido con tu madre?
—Claro que no.
—Vamos, vamos, pensemos. ¿Salimos esta noche?
—¿Tú quieres?
Él rió en sus labios.
La besaba en los ojos.
Tati se sentía ya totalmente vencida.
—Yo no quiero nunca. Me aburro bastante —decía Ernesto—. Pero por darte gusto a ti, hago lo que sea.
Un buen momento para hablarle del padre. Pero no.
No era el sitio apropiado. La alcoba, mejor.
Aquella noche o cualquier otra noche.
Realmente se alegraba de no haber saltado en improperios.
Delante de Ernesto no le gustaba perder los estribos.
Ernesto era un hombre muy amoroso, pero también muy comedido.
Nunca se alteraba y tenía un temperamento emotivo y sensible.
Con él había que tratar las cosas con cuidado.
No fuera a ser que de una cosa así, surgiera un drama para ella.
—¿Estás algo crispada?
—No, no.
—Verás, a mí me gusta estar contigo, pero si hay que salir se sale, ya lo sabes. Tú eres algo parrandera. ¿Sabes lo que pienso?
—No.
—Que al fin y al cabo es natural. Yo tengo treinta y dos años y tú veintitrés escasos.
Le rodeó el cuello con sus brazos.
—Eres un hombre estupendo, Ernesto.
—¿No soy algo viejo para tu temperamento alegre y juvenil?
—No, no.
Y le apretaba la cabeza contra sus senos.
Por encima de la cabeza veía el pico del sombrero de su suegro paseando al otro extremo de los macizos.
No, no podía decir que les interrumpía en sus escenas amorosas. Eso no.
Era discreto.
Pero aun así, a ella seguía estorbándole.
—Vamos un rato a la alcoba, entretanto Marcelina pone la mesa —le siseó él.
—Oh, no, ahora no, Ernesto.
—¿Eres tonta?
—Te ruego...
—Todo el día me lo pasé deseando hacer un alto en mi trabajo y tomarte en brazos y no pude. ¡El maldito trabajo que me ocupa todo el día! Pero no sabes las ganas que paso. ¿Cómo es que has tardado tanto en llegar?
Y se levantaba depositándola a ella en el suelo.
—Ahora ya iremos a comer.
—Mujer, vamos al cuarto y no comemos en casa. Nos vestimos después y nos vamos a comer por ahí... Que papá coma solo. A él no le importa.
Otra buena ocasión.
Pero no.
Sería estropear todo el apasionamiento de Ernesto.
La cerraba él por la cintura y la empujaba con blandura.
—Vamos, anda.
—Ernesto.
—¿No quieres? —bajísimo.
Quería.
¿Por qué no?
Después, vestirse e irse.
Pero antes tendría que decirle a Marcelina que acostara al niño.
Ernesto no le permitía moverse, con el calor que hacía, la llevaba hacia el cuarto.
Los ventanales estaban abiertos y la tenue brisa cálida, demasiado cálida, movía los cortinones.
Ernesto cerró la puerta con el pie y la apretó a ella contra sí, desabrochándole la blusa.
Después la empujó blandamente y cayeron juntos sobre el lecho.
* * *
Joaquín oía en silencio.
Comían ambos, uno enfrente de otro.
La mujer tenía una voz cálida, pero como resentida.
—¿No dices nada, Joaquín?
—¿Qué quieres que diga?
—Algo.
—Tati es una redomada egoísta.
—Me temo que no se pare. No será hoy ni mañana, pero terminará saliéndose con la suya.
—Me pregunto —dijo Joaquín parsimonioso— qué hubiera sido de mí o de ti si nos morimos uno de los dos.
—No digas eso.
—No pensarás que por ser padres íbamos a serle gratos.
—Es nuestra hija, Joaquín.
—¡Tonterías! ¿Sabes, María? Pensaba jubilarme este año. Estoy harto de la consulta y los enfermos, pero no me jubilo. No quiero ser un inútil.
—Me tienes a mí.
—¿Y si me faltas? ¿Y si te falto yo a ti?
—No digas barbaridades.
—No es imposible, ¿no? ¡Pobre David! ¿Y qué crees que dirá él?
—Yo qué sé.
—Ernesto quiere mucho a su padre. Me pregunto si Tati no se estrellará por meterse en esas honduras.
—Le estaría bien empleado.
—Pues conmigo que no cuente si le plantea la papeleta a Ernesto y a éste le da por elegir a su padre en vez de a su mujer.
—Tampoco es tan dura la cosa.
—¿No es duro enviar a un hombre a una residencia de ancianos? Un hombre como David que no estorba a nadie, que es la discreción hecha persona. No —meneó la cabeza pesaroso—. No creo que Ernesto esté de acuerdo.
—No te fíes, Joaquín. Duermen en la misma cama, se aman, se entienden. Puede que el primer día Ernesto se enfade. Pero si ella insiste un día y otro...
Joaquín se pasó la mano por el pelo.
Era médico.
Y un médico muy humano.
Detestaba las injusticias y aquélla le parecía monstruosa.
—De todos modos, el solo pensamiento de que Tati tenga eso en la mente, me hace ponerme furioso en contra de ella, María. ¿Qué le has dicho tú?
—¿No te lo conté todo?
—Claro. Pero... —volvió a menear la cabeza—. David es una persona cuerda. ¿Es que Tati insinúa que tiene las cuerdas tocadas?
—No tanto, pero algo así.
—Qué monstruosidad. Es un hombre lúcido, estupendo.
—Tati asegura que tiene dinero y que a ella no le interesa ese dinero y que puede pagar una residencia de ancianos de esas que hay para millonarios.
—¿Te ha dicho eso?
—Lo ha querido decir. Además, aduce que necesita el cuarto de David para su hijo.
—Pero ¿es que su hijo no tiene cuarto?
—Para jugar.
—El colmo. Hablaré con ella.
—Con Tati es inútil perder el tiempo, Joaquín. Se le mete una cosa en la cabeza y no cede hasta no salirse con la suya.
—Si David se entera de lo que trama su nuera, se largará él, te lo digo yo. La verdad es que cuando nos vemos, y lo hacemos frecuentemente, jamás menciona a nuestra hija, es decir, a su nuera. Me da en la cabeza que no se soportan mutuamente. Pero David es más discreto y se calla.
—La cosa la planteará Tati a Ernesto en la primera ocasión.
—Dios nos asista.
—¿Qué piensas tú que dirá el hijo?
—Que no. Adora a su padre. Le dio siempre buenos ejemplos, aún hoy le consulta cosas. David fue un abogado de primera y el hijo le debe a él todo lo que tiene hoy. Eso no lo olvida un buen hijo.
—Pero si ponen a Ernesto en la picota de elegir entre el padre y la esposa...
Joaquín retiró la silla.
Se le iban las ganas de comer.
—No has comido, Joaquín.
—Maldita sea. Y que Tati sea mi hija... Le rompería la cara de buena gana.
—Toma las cosas con calma, siéntate, y en la primera ocasión, si ella no ha cometido la estupidez de abordar el asunto con su marido, le hablas. Si quieres yo la cito por teléfono y le digo que pase por tu consulta tan pronto pueda.
—Será mejor. Tal vez mis años y mis razones, contengan su monstruosidad.
Volvió a sentarse.
—Me pongo a temblar pensando que se entere David de lo que trama su nuera, María. David es un tipo discreto, pero enérgico aún y campañudo. No quiere caridades y si vive con su hijo es porque necesita el calor de un hogar. Pero se me antoja que tu hija nunca supo darle ese calor y, claro, él se aferra al niño.
Como su esposa asentía sin responder, el marido añadió pensativo:
—No obstante, David no es tonto, y a estas horas supongo que ya sabe que su nuera no quiere que toque al niño.
—Es posible.
—Pero puede más su cariño a Dan que su orgullo y discreción.
—Todo eso es muy posible, Joaquín. De todos modos pienso que si la cuestión se plantea, David te hablará a ti.
Joaquín meneó la cabeza.
—Puede que no. David hará su maleta y se largará. ¿Adónde? Cualquiera sabe. Pero el temperamento de David no es para meterse en una residencia de ancianos, te lo digo yo.
—¿No crees que siendo tan amigo tuyo, no te hablará del asunto?
—Sí, si no se tratara de mi hija, pero como da la casualidad de que Tati es mi hija... no dirá palabra.
—Tal vez Tati recapacite.
—Le haré yo recapacitar.
Lo dijo con firmeza.
Pero los dos sabían que no habría forma de hacerle recapacitar a Tati si ella había decidido ya deshacerse de David.