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No es que Tati fuera tan egoísta como parecía.
Ella, realmente, no se había detenido a reflexionar que si amaba tanto a su marido, lo lógico es que quisiera a su suegro o, por lo menos, lo tolerara con apacible serenidad.
No se preguntó nada de eso.
Tati en el fondo era una buena chica, sentimental, emocional, pero también temperamental. Y sobre todo y ante todo, estaba enamoradísima de su marido, pero le tenía manía al viejo.
Una manía infundada, lo comprendía. Pero ella no era capaz de demoler aquella manía y convertirla en afecto.
Por otra parte, cuando se ponía a reflexionar sobre ello y lo hacía alguna vez, llegaba a la conclusión de que David no le había hecho jamás daño alguno. Era discreto. Sabía retirarse a tiempo y jamás se quedaba a su lado cuando ellos dos buscaban la soledad.
Pero aun así le tenía manía.
Y deseaba con todas sus fuerzas que el suegro se largara cuanto antes y a donde le diera la gana, pero lejos de su casa.
—Estaba pensando —empezó en la semipenumbra— que tu padre debe aburrirse mucho.
—¿Tú crees? Él nunca se queja. Tiene sus recuerdos y cuando se vive de ellos es como volver a paladearlos, además tiene a Dan.
—De todos modos, para un hombre que fue tan importante, esta casa es un campo muy reducido, ¿no te parece?
Ernesto no sabía si le parecía o no.
Consideraba a su padre feliz.
Además, creía que tenía un gran amigo que para él mismo, y eso es importante en una persona inteligente.
—Se tiene a sí mismo —dijo apacible—. Papá no se aburre jamás. Es lo bastante inteligente como para dialogar consigo mismo si le apetece.
Las voces en la semipenumbra parecían siseantes.
Tati no se dio por conforme.
—Pues ya ves, yo, si estoy en lugar de tu padre, hubiera deseado vivir entre gente de mi edad, dialogar con ellos y practicar algún juego deportivo.
—Cuando le apetece va hasta el campo de golf y que yo sepa juega partidas con tu padre.
—Pero cuando papá se vaya...
—Tendrá otros amigos.
Tati no sabía la forma de minar la voluntad de Ernesto.
Así que decidió meterse un poco más a fondo.
—¿No te pidió él jamás irse a una residencia de ancianos?
Hala, ya estaba dicho.
Ernesto no respondió en seguida.
Pero tampoco captó la malicia de su mujer, y si la captó no se dio por aludido.
—No creo que se le haya ocurrido siquiera —dijo parsimonioso—. ¿Qué serla de mí, de ti y de Dan si él se fuese? Estamos habituados a verlo en casa, por el jardín, en el piso de invierno. A mí me reconforta verlo porque pienso que me gustaré llegar a su edad y tener una vida apacible como la suya. Nunca se mete en nada. Nunca nos estorba y disfruta con el afecto que le damos, que por cierto no le damos demasiado.
Tati estaba a punto de estallar.
Ernesto, por lo visto, no se enteraba de nada.
¿O no sería que se estaba enterando de todo y se negaba a aceptar el mal concepto que podía despertar su mujer en él?
—De todos modos —insistió Tati— un día cualquiera nos puede decir que se marcha.
Ernesto se volvió a mirarla a través de la penumbra.
Su expresión era helada.
Pero después sonrió.
—No hay cuidado. Tiene aquí demasiados cariños, y papá es fiel a esos cariños.
—De todos modos tal vez tú mismo podrías sugerírselo.
Ernesto arrugó el ceño.
—¿Qué pasa, Tati?
En la forma de preguntarle, la joven se menguó.
Iba por mal camino.
Ernesto podía quererla mucho, de hecho la quería, pero también quería a su padre. De otra manera, claro, pero le quería.
—¿He entendido bien, Tati? ¿Qué te propones?
Tati se puso nerviosa, así que giró en el lecho y medio se apoyó en el cuerpo de su marido.
—Nada, cariño. Es un decir.
—Ah. Papá no estorba nunca a nadie. Es más, si un día, por causa de quien fuera, papá dejara esta casa, yo lo dejaría todo para irme con él.
Tati se estremeció.
La cosa estaba clara.
Ernesto ponía punto final a la cuestión, para él, pero ¿y para ella?
¿Qué podía hacer ella para librarse de su suegro?
¿Hablarle ella misma?
No era mala idea. Estaba segura de que David haría su maleta, se iría, pero jamás diría a nadie que ella le había empujado. Si algo bueno tenía David era su discreción y el amor a su hijo.
—Cariño, pareces enfadado.
Y le pasaba los dedos cuidadosamente por la cara.
Ernesto la cerró en su cuerpo y dijo quedamente:
—Vamos a dormir, querida.
* * *
Marcelina se lo estaba diciendo mientras disponía las bandejas del desayuno.
—Así que sentí ruido, me tiré de la cama, me fui a la alcoba del niño y allí los encontré a los dos jugando como si fueran las doce del día.
Tati estaba a punto de estallar.
Pero aparentemente sólo escuchaba.
—El niño en pijama daba saltos en la cuna y el señor le contaba un cuento de piratas sentado a la cabecera de la cuna.
—Pero ¿es que el señor no duerme? — preguntó Tati enojada.
—No lo sé, señorita. Yo creo que poco y mal. Siempre anda paseándose por la casa en la noche. Y casi siempre va a dar al cuarto de Dan. Lo despierta.
Todo esto lo estaba oyendo David.
Se hallaba en el jardín sentado bajo la ventana de la cocina. Tenía la cabeza apoyada sobre las dos manos que cruzaba sobre el puño del bastón.
Le dolía, todo aquello.
Él jamás hizo daño a Marcelina.
Y, sin embargo, la arpía aquella siempre tenía algo malo que decir de él.
Realmente él no fue a la alcoba del niño por el capricho de ir. Le oyó llorar a media noche y como nadie iba a consolarlo, él se tiró del lecho, se puso el batín de seda y se acercó. Claro, el niño al verlo calló como por encanto, pero también se puso a jugar y se negaba a dormir. Él, además, no le contó cuentos de piratas, como decía la embustera de Marcelina, lo que hizo fue tararear una nana hasta que el niño se cansó de jugar y se quedó dormido.
—Así que —seguía diciendo Marcelina con relamido acento— Dan atrasa el sueño, todo lo cambia y se despierta muy tarde por la mañana y hay que cambiarle las horas de las comidas.
—Eso lo arreglo yo en seguida.
David alzó una ceja.
¿Cómo pensaría arreglarlo Tati?
¿Buscándole a él y llamándole viejo loco?
Cabía en lo posible.
O tal vez metiendo cizaña en Ernesto.
Sí, eso sería lo que haría.
Dejó de oír voces y se quedó donde estaba parsimonioso y con expresión cansada.
Sí, estaba cansado.
De no ser por Dan ya se habría ido tiempo antes.
Pero él quería a su hijo y a su nieto, y si tuviera algún poder en aquella casa le hubiera dado a Marcelina una buena patada en las posaderas y la habría mandado al diablo.
Porque había muchas más cosas.
Tati podía pensar, y de hecho lo pensaba, que Marcelina era una alhaja como criada, pero lo cierto es que sólo hacía que trabajaba cuando Tati estaba en casa, porque la mayoría de las mañanas las pasaba hablando con la cocinera de la casa de al lado y Dan corría solo por el jardín y el día menos pensado, de no estar él cerca, había un buen disgusto, porque Dan era travieso y Marcelina una charlatana y se olvidaba de cuidar al niño, y al niño le gustaba el agua una barbaridad.
Marcelina además, contaba que él había ido a la alcoba de Dan, pero lo que se guardaba de contar era las veces que estaba él en su cuarto y tenía que salir corriendo para asir a Dan al borde de la piscina.
Por eso la criada no lo soportaba.
¿Tenía miedo de que hablara él y le tomaba la delantera ante Tati?
Claro.
Se quedó sentado donde estaba.
Marcelina tiró un jarro de agua por la ventana y cayó encima de don David, pero él sólo sacudió el pelo, sacó un pañuelo y se limpió.
Después sí, se levantó y se fue hacia la acera apoyado en su bastón, tranquilo y apacible.
Él no era hombre de cizañas. Y además nadie le había preguntado nunca cómo se comportaba la criada.
De habérselo preguntado les aconsejaría despedirla de inmediato, pero como nadie dijo nada jamás delante de él. Lo único que hacía era ocuparse de Dan en los descuidos de Marcelina y eso estaba ocurriendo todas las mañanas.
A veces se sentía triste y cansado.
Dormía poco, lo oía todo, para su desgracia, y no tenía más afectos que el de Dan y su hijo, pero hubiera dado algo por considerar a Tati una hija.
Pero Tati no se daba.
Aun delante del marido hacía el paripé. Pero cuando se encontraban en el jardín solos, o por la casa, ni siquiera le miraba.
«El tonto soy yo aguantando esto, pensaba. Tengo dinero y puedo irme, que aún me siento fuerte para buscar una mujer que me cuide y alquilar un apartamento.»
Pero costaba.
Y más que por nadie, por Dan.
Estaba seguro que si él se fuera, Dan daría un disgusto mayúsculo a sus padres.
También estaba esperando que la misma Tati, un día, tal vez aquel mismo, le dijera que no se ocupara para nada del niño.
Iba a dolerle.
Pero de todos modos, aunque fuera a escondidas seguiría ocupándose porque no confiaba en Marcelina ni un tanto así.
Se alejó hacia la acera y empezó a pasearla.
Un camión cisterna pasaba regando la avenida.
Falta hacía aquella agua.
Había demasiado polvo acumulado en las esquinas y lo que era peor, el calor apretaba ya.
Un verano insoportable.
El sólo vestía el pantalón y una camisa de manga corta, de tela muy fina, playeros y el sombrero en la cabeza. Un sombrero de paja que no daba calor y protegía del sol...