XI
Tati entró en la alcoba cuando Ernesto se vestía.
Iba furiosa por todo lo que le había dicho Marcelina.
Así que aquella vez no se anduvo con remilgos.
—Ernesto, hay que poner coto a esto.
—¿A qué?
Y la miraba asombrado.
—Tati, estás muy enfadada.
—¿Y cómo no voy a estarlo? ¿Sabes lo que ha pasado esta noche con Dan?
—¿Ha llorado?
—Por supuesto que no. Tu padre, como no podía dormir, se fue a su cuarto, lo despertó y empezó a jugar con él y a contarle cuentos de piratas.
—¿Te lo dijo papá? — preguntó Ernesto perplejo.
Tati aquí frenó un poco.
Sabía que a Ernesto no le gustaba que ella departiera tanto con la muchacha.
—¿No te basta saber que lo sé?
—No. Si papá te lo ha dicho, comprenderás que debo creerte, pero si el cuento viene de Marcelina, es otra cosa.
—Ella duerme al lado de la cama del niño.
—Será de su cuarto.
—Bueno, sí. No empieces ya a acelerarme.
Ernesto se hacía el nudo de la corbata delante del espejo.
—Le preguntaré a papá —le cortó a Tati— y si no ha sido así, lo primero que haré será despedir a Marcelina. Sobran chicas buenas pagándoles bien, y tú a ésa le pagas como si fuera abogado.
—¡Ernesto, parece que no quieres entender!
—Demasiado, demasiado.
—¿Y qué entiendes?
—Que entre tú y Marcelina estáis levantando bulos.
—Es decir, que tú le creerás a tu padre.
—Todo —rotundo.
—Ernesto, ¿y lo que digo yo?
Ernesto dejó el nudo que salía torcido y miró ceñudo a su mujer.
—¿Lo que dices lo has visto u oído tú?
—No.
—Pues acabemos.
—Es que para mí tiene tanta palabra Marcelina como...
Ernesto se puso tan serio que Tati frenó su barbaridad.
—No se te ocurra comparar a mi padre con esa mujer.
Tati frenó del todo.
Giró y dijo desde la puerta:
—Tienes el desayuno servido.
—Antes de desayunar pienso hablar con papá.
—Como gustes.
Y salió.
Estaba enfadada.
Era la primera vez que discutían de verdad.
Tanto es así que ella sacó el auto del garaje y se largó en él, dejando a su marido en casa con su coche.
Prefería irse al bufete y que Ernesto llegara cuando quisiera.
Estaba hasta la coronilla de morderse la rabia.
El coraje y la gana de decirle dos frescas al viejo.
Lo vio paseando la acera y ni siquiera le miró al salir.
David Pineda sonrió.
Con una cierta tristeza.
Seguramente que ya Ernesto sabía el cuento, pero al aire de Marcelina.
Y era lo que a él le sacaba de quicio.
De buena gana se hubiera ido al centro en aquel «bus» que pasaba, pero no lo hacía por el niño.
Él tenía sus amigos y lo pasaba bien con ellos en el círculo, pero dejar a Dan en poder de la descuidada Marcelina era como meterlo en la piscina y dejarle ahogarse.
Él no desayunaba nunca excepto un vaso de zumo que la mayoría de las veces se hacía él mismo. Tampoco eso lo sabía su hijo, pero él no quería guerra, y mucho menos que su hijo Ernesto se peleara con su mujer por su culpa.
No necesitaba comer demasiado. Su amigo Joaquín le decía que para librarse del infarto era mejor comer poco y bueno, que había muchos más hartos en el cementerio que hambrientos.
A media mañana cogía al niño de la mano y se iba con él a una cafetería cercana y mientras el niño tomaba un zumo, él se tomaba un café negro con una gotita de coñac.
Cada uno tiene sus manías.
Él tenía las suyas.
Vio a su hijo en el comedor a través del ventanal abierto y después lo vio aparecer y llamar a Tati a gritos.
Fue cuando él entró por la cancela y se acercó, apoyado en su bastón, a la escalinata principal.
* * *
—Se ha ido en el auto pequeño — le dijo.
Ernesto frunció el ceño.
Vestía un traje de alpaca azul azafata y camisa blanca con corbata también azul.
Calzaba zapatos negros.
Descendió fumando su primer cigarrillo de la mañana. Realmente él fumaba poquísimo. No llegaba ni a seis cigarrillos al día.
—Papá, ¿qué cosa ha pasado ayer noche con Dan?
David se alzó de hombros.
—Ha llorado un poco.
—Y tú fuiste a su cuarto.
—Alguien tenía que ir.
—Sí, claro. ¿Por qué no Marcelina?
El viejo volvió a alzarse de hombros.
—Duerme como un tronco y no se entera de nada.
—Pero tiene oídos para oírte a ti jugar con el niño y contarle cuentos de piratas.
—No he contado cuentos de piratas —dijo escuetamente.
—¿No?
—No.
Estaba serio, aunque una tibia sonrisa parecía bailarle en los ojos.
Su hijo le creía.
Algo era algo.
—Le he cantado una nana —añadió David brevemente—. Después miró el reloj y dijo —: Recuerdo que se durmió a las dos.
—¿No es muy tarde?
—Si tienes en cuenta que le acostaron a las ocho de la tarde...
—¿A las ocho?
—Pues sí.
—¿Quién?
—Marcelina.
—Pero...
—El niño no puede dormir ciegamente toda la noche con este calor y acostándolo a esa hora —y sin transición, como si el asunto ya estuviera zanjado y para él lo estaba—. ¿Ya marchas?
—¿No sería mejor que cuando llora el niño nos despertaras a nosotros o a Marcelina?
—Sí, supongo que sí, pero sería dar la lata a toda la casa por algo que puedo hacer yo. No duermo demasiado y como lo oigo todo...
Ernesto pensó que tenía razón.
Le palmeó el hombro, le besó y se fue hacia el garaje.
—Hasta la tarde, papá. El asunto del que hablamos ayer lo voy a ventilar de la forma que tú me has dicho.
—Te di varias fórmulas —adujo el anciano—. Al menos eso sería lo que yo haría.
—Y yo soy tu hijo. Gracias, papá.
—Suerte, muchacho.
—Oye — ya entraba en el garaje —, no te ocupes tanto de Dan y vete con tus amigos al círculo.
David no respondió.
Ojalá pudiera hacerlo, pero si él hacía eso, menudo susto se iban a llevar ellos un día cualquiera. Para ellos era muy fácil trabajar en el bufete, ganarse un dinero así y pensar que en la casa todo marchaba sobre ruedas.
Pues no era así.
Pensara lo que pensase Tati, la casa estaba gobernada por una ignorante charlatana que se ocupaba de todo menos de sus deberes y luego se las apañaba ante Tati para parecer indispensable.
Si él hablara con Ernesto, la cosa iría de distinta forma.
Pero no quería ser entrometido y, además, sabía que Tati no le tenía simpatía ni mucho menos afecto.
Era una niña malcriada y consentida.
Hija única, ya se sabe.
Pero eso no viene a cuento, porque también Ernesto era hijo único y resultaba la sensatez y la honestidad personificada, la responsabilidad y la buena fe.
—¿Me has oído, papá?
—¿El qué?
—Que no le hagas tanto caso a Dan.
—Bueno.
—Y vete a jugar con tus amigos.
David pensó que un día terminaría por hacer aquello que su hijo le decía.
Pero ese día iba a pesarles a todos como plomo.
Claro que le gustaba jugar la partida y hablar de política y leyes.
Pero Dan era mucho Dan para él y Marcelina la persona menos responsable de la creación.
Así que guardando silencio giró sobre sí y Ernesto sacó su auto, agitó la mano y se fue.
No iba enfadado porque Tati se fuese antes que él.
Ernesto era de buena pasta y mejor contentar, y Tati hacía aquello muchas veces.
Aunque aquella mañana a David se le antojaba que iba enfadada de veras.
Nunca los vio enfadados y temía que la cosa empezara así por su culpa y luego terminaría haciéndose un hábito, y el hogar se convertiría en un infierno.
Claro que antes de que eso ocurriera él se iría de aquella casa.
Si él era el motivo de las disputas entre Ernesto y su mujer, le diría a Ernesto la verdad sobre Marcelina para que cuidara de su hijo y después se iría.
Pero antes tenía que poner a su hijo en antecedentes. No fuera a ser que por su excesiva discreción, un día cualquiera Dan apareciera en la piscina espaturrado.