IV
—Debo acostar al niño —dijo Marcelina entrando en el salón donde el viejo jugaba con el nieto, el cual, a gatas detrás de su abuelo, emitía gritos de contento.
David ni la miró.
Detestaba a aquella chismosa.
Si pensaban todos que a él le pasaba algo inadvertido, listos iban.
Él tenía ojos de lince y gracias a Dios no estaba sordo y sabía que aquella criada sería de mucha confianza para su nuera, pero era una lenguatera mentirosa.
—Señor, tengo que llevar al niño.
—Váyase a la cama, si le place —farfulló David—, yo llevaré al niño a la cama cuando lo consideremos conveniente los dos.
—La señorita dijo...
—La señorita ha salido a divertirse y Dan tiene derecho a pasarlo bien.
—Señor, me veré en la obligación de decírselo mañana a la señorita.
—No hace falta que me lo diga, lo sé.
Y continuaba de gatas por la moqueta detrás del niño que corría que se las pelaba.
—Yo no me hago responsable.
—¿Qué hora es? Las diez...
—¿No considera usted que es hora de que el niño duerma? Además, de tanto jugar se pone nervioso y luego no hay forma de dormirlo.
—Mañana no tiene ninguna prisa en levantarse —farfulló don David levantándose con trabajo, sujetando las caderas—. No va al colegio, de modo que déjelo usted dormir la mañana!
—Señor, yo tengo que cumplir con mi deber.
—Y yo le digo que se largue a la cama.
—Mañana pondré esto en claro.
—Sin duda.
Y asiendo a Dan en brazos añadió mansamente:
—Buenas noches.
—Tengo que llevarlo yo a la cama.
—Lo voy a llevar yo.
Y pasó delante de ella con Dan en brazos.
Él adoraba a su nieto.
Era con el único que podía conversar.
Su propio hijo trabajaba demasiado y para que un día conversara con él, se pasaban semanas que no lo hacía. No es que él se lo censurase. En modo alguno. Ernesto se paraba a hablar con él cuando Tati no estaba en casa. Pero tan pronto llegaba ella, la atención de Ernesto estaba puesta en su mujer.
También eso era lógico.
Él no se celaba.
Prefería que se quisieran así.
Pero que le dejaran a él jugar con Dan.
El niño, con tener sólo dos años y no saber aún hablar, le entendía perfectamente. Le quería. Se entendían bien los dos.
Incluso le daba de comer cuando Tati no andaba por allí, y él se divertía mucho dándole la comida.
—Señor...
—Le he dicho que lo llevo yo a la cama y que se dormirá en seguida. Usted lárguese.
No esperó respuesta.
Se fue al cuarto del niño, y Dan le pasaba los brazos por el cuello y le acercaba su carita.
Él era un tipo no muy alto, de pelo blanco y gafas.
Aún andaba bastante derecho aunque prefería usar bastón para mantenerse más erguido.
No eran pocos sus setenta y ocho años. Dos más y ochenta.
No se explicaba cómo vivía, y además sin achaques.
Reúma de vez en cuando, pero tampoco como para molestarle. Claro que él nunca había fumado ni tuvo vicios, ni cosas así. Su mujer Lucía, su trabajo y nada más.
Siempre fue hogareño. Gracias a Dios Lucía también lo era.
En cambio su nuera era una parrandera y el pobre Ernesto tenía que salir sin ganas.
Pero eso eran cosas suyas.
A él no le costaba ni media palabra.
Jamás tuvo una disputa con su nuera, pero desde un principio aquélla no le demostró ninguna simpatía.
No es que él le tuviera antipatía a Tati, en modo alguno. Únicamente le dolía que le resultara antipático a la esposa de su hijo.
Se fue con Dan al cuarto y encendió una lámpara pequeña que proyectaba luz esquinada, de modo que la cuna del niño medio quedaba en penumbra.
Le quitó el batín diminuto y le ahuecó el pijama.
Como si él no supiera cuidar a un niño.
Realmente no tenía Marcelina por qué ocuparse de su nieto.
Él no tenía otra cosa que hacer. Pasear y atender a Dan, y nada le encantaba más que salir con él por !a acera, asidos los dos de la mano.
Pero no se le ocurría hacerlo estando Tati.
En seguida empezaba con excusas y obstáculos.
Como cuando él metía al niño en la piscina.
Si estaban a cuarenta grados. ¿Qué más podía desear Dan que darse chapuzones?
Como si él fuera un inválido que podía soltar al niño. ¡Tontadas!
Era más fácil que se muriera él que dejar que le ocurriera algo al nieto. Realmente Dan era su razón de vivir.
También quería a Ernesto, y mucho, pero Ernesto tenía ya su mujer y le alcanzaba suficiente. En realidad Ernesto se parecía a él. De ser Tati como Lucía, su esposa y madre de Ernesto, seguro que serían un matrimonio maravilloso.
Pensó, mientras acostaba al niño y le canturreaba una nana, que una esposa como Lucía no debía morir jamás, y si se moría tendría que ser con el marido por delante.
Una mujer se arregla sola mejor que un hombre.
Pero él tuvo que arreglarse sin Lucía.
Sin embargo, cuando se metía en su cuarto y cerraba los ojos se imaginaba ver a su mujer por allí, amándole y diciéndole cosas gratas.
Lucía fue una estupenda mujer.
—Duerme, Dan —le susurró al niño—. Te voy a cantar la canción del león.
Y empezó a canturrear de nuevo.
El niño quiso gritar y saltar, pero el abuelo consideraba que ya era hora de dormir, no porque lo dijera el esperpento de Marcelina, sino porque, realmente, era la hora de dormir.
Cuando el niño, al fin, fue dejando paulatinamente de dar saltos con la barriguita, el abuelo lo dejó destapado, apagó la luz y se fue.
Hacía un calor insoportable.
Le diría a Ernesto un día de aquellos que pusiera aire acondicionado, y si Ernesto decía que no tenía dinero se lo daría él.
Se fue a su cuarto lleno de recuerdos.
Miró aquí y allí.
Era la misma cama que él ocupó con Lucía.
No, no quiso deshacerse de ella.
Un montón de veces dijo Tati que ocupaba mucho espacio, pero él se hizo el tonto, como se hacía en miles de detalles con su nuera.
Bajó la persiana a medias y dejó la ventana abierta como había hecho en el cuarto del niño. No estaba demasiado lejos el cuarto de su nieto, de modo que si despertaba por la noche, como él dormía poco, se enteraba siempre y se levantaba para ir a tranquilizarlo.
Y encima no se lo agradecían. Claro que él lo hacía por cariño y el que se lo agradecieran o no le tenía sin cuidado.
* * *
Llegó a la alcoba cuando Ernesto se vestía.
Ya Marcelina, como tantas veces, entre quiero y no quiero, le había puesto al tanto de todo.
—No estaría mal que le dijeras a tu padre que no se metiera tanto con los asuntos del niño —dijo.
—¿Por qué?
—Ayer se acostó a las once.
—¿Papá?
—No. El niño.
—Ah.
—Ernesto, yo creo..
—No me sale el nudo, ¿me ayudas, cariño?
—Te decía...
—¿Qué hora es? Muy tarde hemos regresado ayer, ¿no? Hay que descansar más, Tati. Nos acostamos tarde y nos levantamos temprano. El cuerpo humano no resiste tanto. Además, ayer he bebido más de la cuenta, ¿no crees? — y sin transición ni esperar respuesta—: ¿Me echas una mano aquí? Cuando me pongo torpe para hacer un nudo de corbata no me sale ni a la de dos.
Tati se acercó.
Ella ya estaba vestida.
Pero tenía ganas de empezar a minar la voluntad de su marido.
Y lo había pensado mucho y decidía que lo mejor de todo era contar las cosas del padre con el niño.
No obstante, enderezó el nudo de la corbata de su marido y Ernesto aprovechó para tomarla en brazos y buscarle los labios con su boca medio abierta.
—Ernesto..
—¿No me dejas, amor?
—Pero, querido. Ya me había pintado.
—Así me sabe a mí el beso a carmín.
Y reía soltándola.
Se miraba al espejo.
Tati decía detrás de él:
—Te estaba hablando de Dan.
—¿Sí? ¿Le pasa algo?
—No, pero se acuesta muy tarde.
—Vaya, herencia de familia.
—Es en serio, Ernesto.
—¿El qué?
—Que tu padre entretiene al niño tan pronto nosotros salimos de casa.
—Oh.
—Yo creo que debieras decirle algo.
—¿Decirle qué?
—Que deje al niño dormir a su hora.
Ernesto frunció algo el ceño.
—Bueno, yo pienso que papá no tiene más entretenimiento que Dan. El niño lo adora.
—¿No crees que demasiado?
—¿De verdad crees que se quieren demasiado? ¿Es malo eso?
—No, pero...
—Nosotros no podemos atender mucho a papá —dijo Ernesto buscando la americana para ponérsela—. De modo que él todo lo centra en Dan. No importa que se acueste tarde. Al fin y al cabo el niño no tiene que ir al colegio, así pues, tampoco tiene prisa en levantarse.
—Pero las horas de sueño son mejores las de la noche.
Ernesto ya se había olvidado de lo que dijera Tati, con lo cual Tati se apretaba los labios.
—¿Vamos, querida?
Tati no se atrevió a insistir.
Pero, cuando ya iban en el auto camino del despacho, volvió a la carga.
—De todos modos yo prefiero que el niño se acueste a las ocho o las nueve.
—¿No es muy pronto?
—Debe de dormir doce horas seguidas. Y los ruidos del día y el calor lo despiertan, y no duerme las doce horas.
—¿Qué quieres que haga yo, Tati? Porque parece que me estás indicando algo.
—Pienso que podrías decirle a tu padre que no jugara con el niño por las noches cuando nosotros salimos.
—¿Y por qué no se lo dices tú? ¿No crees que es mejor que dialogues eso tú con él?
—Es que él es tu padre.
Ernesto frunció el ceño.
—Tati, no me gusta que digas semejante cosa. Mi padre debe ser considerado por ti como tu propio padre.
Tati se mordió los labios.
Pensó que era mejor frenar.
Ya habría otro momento.
Por eso decidió cambiar de conversación.