VIII

Fue después.

Estaban los dos relajados en el ancho lecho, desnudos, algo sudorosos.

¡Hacía tanto calor!

De la cocina subía la voz de Marcelina refunfuñando.

Tati volvió a recordar a su suegro y a su hijo.

—¿Le has dicho a tu padre?

Ernesto había olvidado el asunto.

—¿Decirle qué?

Y su mano cálida, llena de ternura, pasada ya la pasión saciada, se acercaba al rostro de su mujer.

Tati se crispaba casi sin querer.

Y es que una cosa era amar y poseer y ser poseída por su marido, y otra el asunto de su suegro.

—Lo de Dan.

—¿Qué le pasa a Dan?

—¿No quedamos en que ibas a decirle a tu padre que lo dejara tranquilo?

Ernesto soltó la risa.

Se tiró del lecho y buscó los pantalones. Se los puso. Con el torso desnudo se volvió hacia la desnudez preciosa que era su esposa.

—Mira, Tati, el asunto de mi padre con el nieto carece de importancia.

Tati se revolvió en el lecho.

—¿Cómo dices?

—Te digo y te aseguro que papá tiene los pulsos en su sitio.

—¿Es que no le has dicho nada? 

Ernesto se alzó de hombros.

Se ataba los pantalones y ponía una camisa que dejaba desabrochada.

—Tati, eres divina —decía en vez de responder. 

No lo hacía por malicia.

Es que él aún no había entendido a Tati.

—Me refiero a su manía de estar todo el día con Dan. 

Ernesto se le quedó mirando desconcertado.

—Pero si papá está estupendamente bien pese a su edad.

Tati no se conformaba.

Se tiró también del lecho.

Empezó a vestirse delante de Ernesto.

Y Ernesto otra vez se encendía.

Porras, todo el día trabajando y al anochecer regresar a casa era una gozada.

Y tener a su mujer otra mayor.

Y verla así, incitante vistiéndose, más aún. 

Pero Tati no quería ser incitadora.

Ella tenía en mente otro asunto.

—Pero no dejará —dijo Tati escapando de sus manos que pretendían de nuevo apresarla— de tener setenta y ocho años.

Ernesto se alzó de hombros.

—Por cierto, muy bien conservados.

—¿Ernesto?

—¿Qué pasa?

Tati no quería lanzarse a fondo. 

Tenía miedo.

Sin duda las palabras de su padre no habían caído en el vacío.

Y eso no, perder ella el amor de Ernesto tampoco estaba de acuerdo.

Quería las dos cosas.

Que David se fuera de su casa, pero ella, ante todo y sobre todo, conservar a Ernesto.

Había tenido novios antes de conocer a Ernesto. 

Pero nadie como él. 

Le llenaba.

Ernesto era el erotismo, la masculinidad, la plenitud, el orgasmo largo y completo. 

¿Para qué engañarse? 

—Hemos de arreglar este asunto.

—Y huyes de mí.

—Es que no quiero empezar de nuevo. 

Ernesto reía satisfecho.

—No doy tanto de mí, Tati. Comprende. Hemos pasado un rato delicioso. Ahora nos vamos al jardín un rato. Tomamos el aire y después entramos a comer y luego...

—¿No salimos?

Ernesto puso cara de tristeza.

—¿Salir otra vez? Si hemos salido ayer. 

Era verdad.

Tati lo entendía. 

Eso sí que lo entendía. 

Era mucho trasnochar.

Ernesto no podía con tanto, ni ella, que al fin y al cabo trabajaba como él.

—No, no tengo ganas de salir hoy.

—Entonces, ¿qué cosa hacemos?

—Yo pensé que le habías hablado a tu padre de que dejara un poco a Dan.

—Si es su nieto. 

Tati se desesperaba. 

Quisiera gritar.

Pero entendía que no debía hacerlo.

Con Ernesto había que ser cauta y lo estaba siendo.

—Te digo que el día menos pensado tenemos un disgusto.

Ernesto seguía en babia.

—¿Por qué?

—Por papá.

—¿Papá?

—Con Dan.

—Oh, no. Te aseguro que papá es un tipo equilibrado.

—¿No se aburre con nosotros? 

Ernesto puso cara de asombro.

—¿Aburrirse?

—Te pregunto, vamos...

—Claro que no se aburre. Papá vivió su vida, tiene recuerdos y ahora su nieto del cual se ocupa.

Era lo que detestaba Tati.

Pero no por su hijo, por su suegro.

—Papá se piensa jubilar —dijo de pronto y sin saber si era cierto.

—¿Sí?

—Pienso que sí.

—¿Y qué?

—Que se va a hacer un crucero por el mundo con mamá.

—Hacen bien, carajo.


* * *


Ya estaba vestida. 

También él.

Pero si cabe la deseaba más vestida que desnuda.

Intentaba acercarse.

Ella, en cambio, se alejaba.

Pretendía meter en la cabeza de Ernesto lo que quería meter.

Ya veía que no era fácil. 

Pero había que meterlo.

—Yo digo que tal vez tu padre desee hacer el crucero con ellos.

Ernesto alzaba una ceja perplejo.

—¿Tú crees?

—¿Se lo has preguntado?

—Claro que no. No sabía que tus padres...

—Pues eso.

—Vaya, vaya.

—¿Se lo vas a preguntar a tu padre?

—¿Preguntarle qué?

—Si se va a ir con ellos.

—Eso es cosa de los tres. ¿No crees?

—¿Y Dan?

—¿Qué le pasa a Dan?

Ernesto —se impacientaba Tati—, es nuestro hijo.

—Claro, suponiendo que no me hayas engañado, mi hijo es.

—¡Ernesto!

—Perdona Tati, estás rara. No sé qué cosa quieres decirme. ¿En realidad quieres decirme algo?

No, así no.

No podía decirle ella a Ernesto lo que pretendía así, de sopetón y abiertamente.

O Ernesto lo entendía con medias palabras, o se quedaba en babia.

Y, por lo visto, se quedaba. 

Tampoco era así.

Ella deseaba que Ernesto entendiera. 

Pero decirlo claro era difícil.

¿Y si como decía su padre, Ernesto se le escapaba? 

Tampoco, eso no.

Antes aguantar con el viejo toda la vida.

¿Era el viejo ladino?

Posiblemente.

—¿Quieres decir que mi padre puede ir con los tuyos?

—¿Y por qué no?

—Bueno, eso tendrá que decirlo él. 

No, así tampoco.

Meterse ella en aquellas honduras era peligroso. 

Ernesto la amaba y la deseaba, claro, pero tener ella que decir lo que debía hacer el abuelo, era demasiado fuerte.

Y menos aún hablarle a Ernesto de mandar a su padre a una residencia de ancianos.

Intentó calmarse.

La pasión había pasado, el deseo apaciguado. 

Quedaban uno frente a otro, ya vestidos.

—No creo que papá quiera — decía Ernesto.

—De todos modos yo creo que Dan, nuestro hijo, no debiera pasarse la vida a su lado.

Ernesto alzaba una ceja. 

No entendía.

Y no es que fingiera.

Es que realmente no entendía. 

Él admiraba a su padre.

No concebía que nadie dudara de su capacidad para cuidar a un niño como Dan.

—¿Te parece papá incapacitado? — preguntó perplejo. 

Así tampoco.

Tati quería meter en la voluntad y la mente de su marido su propia idea. Pero sin hablar claro. Y Ernesto a medias palabras no entendía. Decidió esperar una ocasión mejor.

—Papá — decía Ernesto — está estupendamente y quiere profundamente a nuestro hijo.

Tati se iba.

Salía del cuarto.

Ernesto no trató de retenerla.

Todo estaba ya iluminado.

El día se iba y aparecía la noche.

Oyó a Tati irse a la cocina.

Cuando apareció él, Tati vigilaba la cena de su hijo que en aquel momento le daba Marcelina.