VIII

Servía ella el aperitivo. Como siempre, nadie se fijó en la joven delgada y bonita que, vestida de blanco, iba de un lado a otro sirviendo a los invitados de su ama. Esta, repantigada en una hamaca, la veía ir y venir sin apartar de ella los ojos.

«Está muy delgada —pensó—. Y tiene ojeras. ¿Qué debo hacer?»

No hizo nada, por supuesto. La vio perderse en el vestíbulo y observó cómo los ojos de los hombres la seguían. No le agradó que se fijaran en ella.

Vio después a Mark en compañía de Carolina Arnold, que parecía coquetear con un hombre casi ausente ¿Qué le pasaba a Mark aquella temporada? Cuando los invitados se fueran, sería cosa de que Mark realizara uno de sus viajes encantadores, que lo fortalecían para una temporada. Una extraña sonrisa curvó sus labios. Después pensó: «Quizá me apetezca hacer un viaje con Mark en su yate principesco. No soy tan vieja para no darme ese gusto. Además, me acompañará Vanja Bergerac». La idea debió parecerle estupenda, porque su sonrisa se acentuó y dejó de fijarse en la juventud para atender amablemente a lady Arnold.

Vanja regresó con los refrescos. Al pasar junto a la mesa donde Mark se hallaba, oyó decir a Carolina:

—Entonces, ¿me prometes que esta noche en tu yate...?

—Te lo prometo — oyó la voz inconfundible.

¡Paf! Al ruido que hizo la bandeja al caer al suelo, todos los ojos se volvieron hacia la figura inmóvil que miraba obstinadametne los frascos rojos. Magda elevó su indolente mirada y una sonrisa de picardía le nimbó el rostro. Mark se estremeció de pies a cabeza y Carolina dijo en voz alta:

—Esta chica tiene las manos de mantequilla.

Seis ojos se clavaron severos en la faz extrañada de Carolina. Eran los ojos de Mark, de Magda y de… lady Hamton. Y ésta, apoyada en su bastón de ébano, se puso en pie y caminó presurosa hasta la muchacha inmóvil.

—Vanja —susurró con voz que todos desconocían en la estirada milady—, no te preocupes, querida mía —añadió, poniendo su mano ensortijada en el brazo joven—. No tiene importancia.

Los ojos grises se alzaron. Y lady Hamton admiró, una vez más, la mirada hermosísima de aquella criatura desvalida.

—Retírate y no vuelvas —dijo, bajo—. Descansa, querida niña…

—He de seguir…

—Te lo ordeno —susurró, con voz conmovida.

Luego, elevó los ojos y miró a Mark fijamente.

—Mark —dijo en voz alta—, ten la bondad de acompañar a la señorita Bergerac. No se encuentra bien.

Mark se estiró de pronto. Y Magda lanzó una burlona carcajada. Muchos ojos se volvieron hacia ella y Magda se quedó tan fresca y siguió sonriendo, ahora algo más discretamente.

Mark avanzó hacia la figura delgada. La tomó del brazo y dijo fuerte:

—Vamos, señorita Bergerac.

Se perdieron en el vestíbulo. En la terraza continuaron bebiendo con toda tranquilidad.

—Vanja…

—Prefiero que no me digas nada y te vuelvas a la terraza —dijo ella, soltándose de su brazo.

—Pero…

—Lo prefiero mil veces, Mark.

Un criado venía hacia ellos y Vanja se estiró. Subían ahora por las escalinatas.

—Adiós, Mark.

—He de entrar en tu gabinete.

—No vas a entrar —dijo, abriendo la puerta.

Mark la empujó y entró, cerrando tras sí con un seco golpe.

—No has dominado tus nervios, Vanja —dijo, enojado—. Una mujer como tú tiene el deber de domeñarse.

Era injusto. Estaba enfadado. ¿Con ella? Con él mundo entero, que lo privaba de lo que más quería. Pero no sabía o no quería explicarlo en aquel momento.

—¿Acaso no me domeño constantemente?

—No me llores y tiéndete en la cama. Necesitas descansar.

—No pienso hacerlo, Mark. Pero te ruego que me dejes sola.

—Diez días sin estar junto a ti y ahora me pides que te deje sola. ¿Es que tan poco te intereso ya?

—Estás siendo injusto y no te das cuenta.

Avanzó. La tomó por los brazos, la miró hondo, a los ojos.

—Vanja, o estamos locos o nerviosos.

—¿Qué le prometías a esa estúpida de Carolina?

—¿Lo sé yo, acaso? Todo lo que ella quiso que le prometiera, menos quererla.

Trataba de apretarla contra sí. Pero Vanja no se lo permitió.

—¿Vas a enloquecerme tú ahora?

—Por favor, Mark. Estarán pensando que… Márchate.

La atrajo hacia sí.

—Sufro como un loco. Pero sería horrible que me vieran salir de tu cuarto. Es por ti, vida mía. Yo sufro como jamás he sufrido y hoy… hoy mismo se lo diré a mi tía.

Se aferró a su cuello, lo besó impetuosa y pidió sobre sua labios:

—No, eso no. Espera. Te prometo que no me pondré nerviosa. Te prometo que no me celaré más.

—¿Pero son celos?

—Dios mío, ¿y me lo preguntas? No comprendes que eres mío y sin embargo…

—Vida mía.

—Y vas a dar una fiesta esta noche —se lamentó calladamente, apartándose blandamente de su brazos, ofreciéndole la espalda—. Obsequiarás a Carolina y a sus amigas…

—Es de todo punto indispensable que ofrezca esa fiesta, Vanja —repuso, con acento bronco—. Es el broche final para que todos se vayan a sus hogares. El verano toca a su fin y después… se lo diré a mi tía. Le diré que eres mi esposa, que te quiero como un loco y que deseo llevarte a mi casa. Porque tengo una casa preciosa, Vanja, una casa que necesita una mujer como tú.

Ella continuó de espaldas. Sus hombros se agitaban y le costaba un gran esfuerzo aparentar serenidad cuando estaba destrozada.

—Sí, Mark. Haz lo que quieras, pero ahora déjame sola.

La apretó por la espalda y la volvió con lentitud. Los ojos muy claros brillaban con vaho de lágrimas y él los besó desesperadamente. Una y otra vez, como si quisiera darles alegría con sus labios. El cuerpo juvenil parecía no tener vida propia. Era una masa rígida dentro de sus brazos, y Mark se sintió impotente para darle vida.

—Parece que estás muerta —dijo, quedamente.

—Y lo estaré —suspiró, ahogándose.

—No te voy a dejar sola, amor mío. Que suban todos a buscarme y les diré la verdad. No puedo resistir esta situación por más tiempo. Cada día te veo más delgada, más pálida, más lejos de mí…

Lo empujó blandamente hacia la puerta.

—Tienes un deber que cumplir —dijo bajísimo—. Y yo sería una ingrata si te retuviera.

—Pero sufrimos como dos condenados.

—¿Acaso no lo somos? —sonrió la cara angelical.

Apareció en la terraza y lo rodearon. A nadie se le ocurrió preguntar por la señorita Bergerac. Sonrió con sarcasmo y se complació en burlarse como nunca de aquellas mujeres que eran odiosas y tenían el derecho de estar allí luciendo sus habilidades femeninas cuando su mujer, su propia mujer, se domeñaba en un cuarto sencillo. Fue irónico, burlón, sarcástico y frío para poner de relieve con voz queda y honda los defectos de todas aquellas mujeres que deseaban convertirse en la señora Mansfield. Todas tenían el mismo anhelo y Mark se burló de aquel deseo. Hubo revuelo en el grupo juvenil, y Magda, que adoraba la juventud, se aproximó lentamente al grupo. Oyó al satírico y una sonrisa de complacencia curvó su bien pintada boca. Oyó cómo Carolina se escandalizaba y cómo Ann enrojecía ante una frase demasiado alusiva.

—Hoy estás insoportable —dijo Lil, más franca que las demás—. ¿Quién te ha puesto de ese humor?

—Quizá tus ojos demasiado grandes, que no voy a poseer nunca.

Una risita sofocada y Magda se sentó tranquilamente en medio del grupo. Le agradaba sofocar a Mark, como él sofocaba a las candidatas a su blanca mano, y preguntó, con vocecilla de niña buena:

—¿Qué me dices de los nervios de la señorita Bargerac?

Al pronto, Mark miró en dirección a donde salió la voz y, al ver a Magda, una rara mueca crispó su rostro. Pero la sonrisa de Magda era cariñosa y suspiró aliviado.

—Se ha calmado un tanto.

—Es una estupidez dejar caer tan tontamente una bandeja —adujo Carolina, con acritud.

—¡Oh, sí Es una estupidez. Dime, Carolina, ¿por qué no le tienes simpatía a la señorita Bergerac? Parece una buena chica.

—Me es indiferente dicha señorita, Magda. Pero considero de mal tono su descuido.

—Todos tenemos nervios.

—De acuerdo, pero no creo que ello indique algo en descargo. Los nervios de la señorita Bergerac, dada su condición de señorita de compañía de Isabel de Mansfield, deben ser inalterables.

—O sea, que a tu juicio, la sensibilidad de Vanja Bergerac no debe existir.

—Algo parecido —dijo, molesta.

—¡Qué curioso!

Mark y las demás muchachas contemplaban a las dos mujeres. El debate no tenía gran interés, pero las dos mujeres eran igualmente inteligentes.

—¿Qué es lo que le parece curioso?

—Lo que dices. Nunca supe que la sensibilidad se midiera, se tasara a gusto de cada cual.

—Dejémoslo, Magda, ¿no le parece? Es tonto hablar de algo que no tiene la menor importancia. Por otra parte, considero a Vanja Bergerac completamente incolora.

Ahora las cejas de Magda se arquearon con curiosidad manifiesta.

—¿Incolora? —preguntó, asombrada—. ¡Qué expresión más fuera de lugar tratándose de una muchacha todo colorido! Voy a hacer una cosa, Carolina, y te voy a apostar mi mejor caballo de carreras contra tu descapotable.

Ahora el asunto tomaba cierto interés. Carolina abrió mucho los ojos y Magda sonrió enigmática, cambiando una rápida mirada con el zanquilargo.

—¿Y por qué apostamos, si se puede saber, Magda?

Soy muy amiga de Isabel de Mansfield. Muy amiga, pese a la diferencia de edad. Y voy a abusar por primera vez de dicha amistad.

—No la comprendo.

Todos estaban pendientes de sus labios. Hasta Mark, que no sabía en qué iba a terminar aquello. Sólo comprendía una cosa grandiosa: que amaba con locura a Vanja y que Magda sentía profunda admiración hacia su esposa, lo que equivalía a decir que un día tendría una fiel aliada ante Isabel de Mansfield.

—Voy a presionar a mi amiga para que esta noche la señorita Bergerac acuda a la fiesta en el yate en calidad de invitada. Y quedará terminantemente prohibido que nadie la trate con despego o antipatía. Y la apuesta consiste…

—¿En qué consiste? —preguntó Mark, balanceándose sobre las largas piernas.

—Yo apuesto a que Vanja Bergerac será la que más éxito coseche esta noche en tu velada.

—Eso no, Magda.

—Pero, Mark…

Mark se contuvo. Diez ojos lo miraban extrañados y Magda dijo, molesta:

—Nadie puede privarme de ese placer. Y será mucho para mí demostrarle a Carolina Arnold que la señorita Bergerac no tiene nada de incolora.

—Es una apuesta absurda, Magda.

—¿No la aceptas, amiguita?

Enrojeció de rabia.

—La acepto.

Miró a Mark, le guiñó un ojo y dijo burlonamente:

—Ahora sigue con tus sátiras, zanquilargo.

Cuando se hubo alejado con su revuelo de faldas, dejando tras ella el exquisito perfume que tanta personalidad le dio siempre en los grandes salones londinenses, Carolina dijo enfadada:

—¡Qué mujer más odiosa esta lady Bolton!

—Pero si es encantadora, Carolín —rió Lil, con su descaro acostumbrado.

Y Ann y Martine cambiaron una mirada aprobando la frase de su amiga Lil.

* * *

En una esquina de la terraza, Magda charlaba amigablemente con su entrañable amiga.

—Es un capricho, Isabel.

—Un capricho que no me agrada, Magda. Es romper una tradición, cosa que nunca hice.

—Vivimos en el siglo veinte, querida mía. ¿Acaso tiene alguna importancia que tu señorita de compañía deje de serlo por una noche?

Los ojillos de Isabel de Mansfield brillaron de modo raro.

—¿De modo que… incolora?

—Eso ha dicho la hija de tu gran amiga.

—¡Incolora! Bien, demuestra que no lo es, Magda. La dejo en tus manos. Estimo a Vanja como si fuera… casi mi hija. Nadie como ella para velar a esta pobre milady. Nunca he sentido a mi lado más cariño que el de Mark. Pero desde que la tengo a mi lado… Soy tambien observadora, Magda, tanto o más que tú. Me gustaría que esta noche la señorita Bergerac atrapara un marido opulento.

—¿De veras te gustaría? —rió la otra, con cierto sarcasmo—. Ten en cuenta que te quedabas sin ella.

Isabel se puso seria.

—Tus reticencias me ofenden, querida mía. Y no me creas tan cruel como para no desearle… un buen marido.

—Un marido… millonario, por ejemplo.

—Márchate, Magda, y no seas burlona. Ve a decírselo a tu amiguita y cómprale un modelo precioso.

—Escotado, bonito, elegante… Me voy a divertir mucho esta noche, querida Isabel.

—¿Cuándo no son Pascuas para ti, intrigante?

Magda se fue riendo alegremente.

* * *

Sabía muy bien dónde estaba el gabinete particular de Vanja Bergerac y se encaminó hacia allí. Encontró a Sol en la escalinata, pero no le preguntó por ella. Prefería cogerla de sorpresa. Sin llamar, con todo descaro, empujó la puerta. No fue advertida su presencia y Magda pudo ver la figura inmóvil tendida en el diván con las manos tras la nuca y la vista muy clara alzada hacia el techo. Avanzó despacio y se detuvo a su lado.

Al pronto, Vanja quedó desconcertada, después se incorporó con lentitud y su mirada se clavó interrogante en lady Bolton.

Perdona mi impertinencia, Vanja.

—Siéntese, milady.

—Naturalmente que lo haré

Se dejó caer en una butaca y suspiró. Miró a un lado y otro. La estancia sencilla producía cierto calorcillo íntimo.

—¿No tienes un cigarrillo, Vanja? Me muero por ganas de fumar.

—Pues… no fumo.

—¡Ah!

Sobre la mesa de laca había una caja y Magda supo que contenía cigarrillos. Los cigarrillos de Mark. Estaba sentada junto a aquella mesa y su brazo descansaba en el tablero.

—¿Desea milady que baje a buscarles?

Vanja se miró. Vestía la bonita bata que a raíz de su casamiento le regaló Mark. Bajo ella la combinatión de encajes y sus pies hundidos en las chinelas sencillas de piel. Más bonita, si cabe, le pareció a Magda con aquella melancólica mirada y el temblar perceptible de su boca sensual. «¡Qué gusto tiene este condenado Mark!», pensó analizándola, comparándola con aquellas cuatro antiguas jóvenes que jugaban a conquistar a un hombre…, ya conquistado.

—¿No te sientas, Vanja? —preguntó, cariñosa—. ¿O prefieres que me marche?

—No, claro que no.

La mano de lady Bolton jugaba como al descuido con la bonita caja de laca. Y Vanja, que sabía lo que había dentro, se estremeció. En una de aquellas distraídas vueltas la caja iba a abrirse, y… ¿qué explicación podía dar a la dama?

—Me trae aquí —dijo Magda, adivinando el caos de encontrados pensamientos que bullían en la mente de la joven— un encarguito

—Estoy a disposición, milady.

—Eres muy amable, pero me temo que esta vez voy a estar yo a la tuya.

Interrogaron los ojos bonitos.

«¿Cuántas veces besaría Mark aquellos ojos lindísimos?», se preguntó la dama.

—Me envía Isabel de Mansfield, querida mía.

—¿Milady?

—Exactamente, milady.

—Pero…

La caja se abrió y varios cigarrillos egipcios quedaron entre los dedos de Magda. Esta no miró a la joven. Adivinaba su expresión espantada. Tomó uno con la mayor naturalidad y dijo:

—¿No tienes por ahí el mechero de Mark?

Vanja estuvo a punto de desmayarse. Pero se puso en pie bajo la mirada divertida de la dama y retrocedió. Sin dejar de mirar a Magda, abrió el cajón de la mesa de noche y el mechero de oro surgió en su mano temblorosa. Avanzó con él. Lo tendió. La chispa osciló y Magda soltó la carcajada.

—Eres demasiado sensible —susurró, enternecida—. Trae acá, chiquita, yo lo encenderé. Y siéntate de nuevo, por favor.

Pálida, temblando como la hoja en el árbol, Vanja se dejó caer en el borde del diván. Tenía las rodillas juntas y los párpados casi velados. Las manos infantiles se cruzaron apretadas en el regazo.

Magda, con la mayor naturalidad del mundo, cerró la caja de laca, dio varias vueltas al mechero entre sus dedos y comentó:

—Es un mechero precioso. ¿No tenía una M y una coronita de brillantes? Recuerdo muy bien que se lo regaló lady Hamton. Y recuerdo asimismo las palabras que le dijo: «Consérvalo, Mark, porque algún día esa corona te pertenecerá». Ahora no veo ni la corona de Hamton ni la M.

—Precisamente lo tengo ahí para…

—¿Arreglar?

Se ha caído al agua y…

—Ya… Bien, nos apartamos de lo más importante. He venido aquí para…

—Milady, yo no quisiera que pensara… Dios mío… No Sé cómo explicarme…

—¿A mí? Nada tienes que explicarme, querida. Hazte a la idea de que soy adivina. —Se echó a reír—. Una adivina terrible que penetro en los corazones, en los pasillos y en los cajones de las mesas de noche. Pero nunca pienso cosas absurdas. Yo siempre voy derecha al objeto y no me equivoco nunca, y tú eres una chiquilla angelical. Por otra parte, me estoy fijando en ese aro de oro que llevas. Diríase que eres una mujer casada.

—Milady, yo…

—También Mark lleva otro. ¡Qué casualidad! ¿No te parece? —Una rápida transición y a renglón seguido—: Vanja Bergerac, esta noche vas a ir a la fiesta que ofrece tu marido en su yate.

La joven se irguió como si la pinchara un demonic Sus ojos inmensos se clavaron desvarijados en los de la dama reidora, y después buscaron de un lado a otro como si temieran que las paredes oyeran.

—¡Milady! —dijo, ahogándose.

Milady se puso en pie y la tomó por un brazo. La sentó en el diván y, luego de mirarla fijamente, la besó en la frente.

—Chiquilla, eres encantadora y admiro a Mark, que supo hallar el tesoro de tu cariño. Vístete, vas a venir conmigo.

—¿Ir? ¿Adónde?

—A comprar un modelo maravilloso.

Vanja sonrió al fin con amplitud. Se puso en pie rápidamente y fue hacia el ropero. Lo abrió de par en par y dijo, con voz encantadora:

—Mi marido gusta de verme en la intimidad de esta alcoba con modelos bonitos.

Magda abrió la boca de un palmo y se aproximó despacio.

—Ajá —exclamó maravillada—. Ese condenado de Mark… ¿Cómo no he pensado antes en ello? Bien, entonces escúchame —dijo, con acento campanudo, muy propio de la mujer moderna que era realmente—. He convencido a Isabel para que hoy asistas a la velada en el yate. Allí no serás una señorita de compañía, sino una mujer más. Pero una mujer más bella que ninguna porque he apostado mi mejor caballo de carreras a que llevarías a todos los hombres de coronilla y no estoy dispuesta a perderlo.

—Pero, milady…

—Y como no pienso perderlo en modo alguno y en cambio deseo dejar a esa estúpida Carolina Arnold sin su descapotable, me harás el favor de aguzar tu coquetería aunque luego tengas que soportar unos azotes de Mark.

—¿Y cree usted, milady, que él…?

—Llámame Magda, chiquita, y deja de pensar en lo que diga él. Los hombres son especiales, y en el fondo halagará su vanidad el hecho de que su mujer sea la reina de la fiesta.

—Pero yo no puedo hacer eso sin el consentimiento de Mark.

La miró fijamente.

—¿Lo quieres mucho?

—¿Quererlo? —dijeron los ojos, asombrados—. Lo adoro y usted debe saberlo, Magda.

—Mucho te has domeñado. ¿Sabes que me alegra haber aceptado la invitación de Isabel?

—Y yo también, Magda.

—Bueno, pues ahora que nos hemos quitado la careta, cuéntame cómo ha sucedido.

Se lo contó, era maravilloso hablar de ello con alguien que la comprendía, y Magda supo de las luchas horribles de aquella criatura domeñada en aquel ambiente de celos tremendos que consumían su sensibilidad, de las luchas para contenerse y no decir a todas que aquel hombre que ellas codiciaban era suyo, muy suyo.

—Pero cuando él viene a mi lado, me olvido de todo —dijo bajísimo, al final—. Yo le quise desde el primer momento, pero nunca se me ocurrió pensar que Mark de Mansfield se fijara en mí. Y cuando me lo dijo, me asusté.

—Dime, amiguita, ¿sigue Isabel deseando que su sobrino se case con esa estantigua llamada Carolina Arnold?

—Pues… hace mucho que no me habla de ello.

—Claro.

—¿Por qué claro?

—Son cosas que digo yo por decir. —Se puso en pie—. Hasta luego, chiquita. Vendré a ayudarte a vestir a las diez y media. ¿Te parece?

—Se lo agradeceré.

—Y ya sabes, agudiza tu coquetería.

—Mark se enfadará.

—Pero en el fondo se sentirá orgulloso de su tesoro. De un tesoro que sólo él posee.