VI
Tampoco él se acostó. En la antesala fumaba cigarrillo tras cigarrillo, esperando que ella se le reuniera. Pero transcurrían las horas y en la alcoba de milady todo era quietud. No obstante, Vanja se abstuvo de aparecer en la salita.
Tiró el cigarro por la ventana abierta y entró despacio. La dama dormía y a su lado, Vanja miraba el suelo con ojos hipnóticos. En silencio avanzó hacia ella y le tocó en el hombro.
Los ojos grises se alzaron.
—Pero…
—Ven —siseó.
De la mano la llevó hasta la salita y cerró la puerta.
—Pero, ¿no te has acostado?
—Ya ves como no. Estoy aquí desde las once y son las dos de la madrugada.
—Qué locura. Vete a la cama.
—No… —contestó ella.
—Siéntate.
—Hazlo tú, preflero estar de pie.
—Es que si yo me siento, te cogeré en mis brazos. Sonrió apurada. Sin responder fue hacia el botón de la luz y le dio la vuelta. El, maravillado, la siguió hacia la ventana.
—He pensado en lo que vamos a hacer, Vanja —dijo suavemente.
—¿Y qué es ello?
—Soy íntimo amigo de un sacerdote que vive en el santuario. ¿Nunca fuiste a ese santuario? Está a tres kilómetros de aquí, hacia la montaña… Es un escocés simpático y comprensivo.
—Y supones que yo…
—Quiero casarme contigo.
Se separó. Lo miró de un modo raro.
—¿Sin el consentimiento de tu tía? ¿Estás loco, Mark?
Mark hundió las manos en los bolsillos y las apretó con rabia. Su figura en la oscuridad parecía más delgada y más afilado el perfil de su cara.
—Si no lo hago así…, ella pretenderá que me case con Carolina. Y en un momento de desesperación, no sé lo que haré. Y te quiero, Vanja. Yo no he querido nunca a una mujer. Jamás he tenido novia, ¿me comprendes, pequeña? Mujeres, miles de mujeres, han pasado por mi vida sin dejar huella. La primera eres tú. La primera mujer a quien pido me ame y se case conmigo. Ella está enferma. ¿Cometemos acaso un pecado por querernos? No podemos renunciar a nuestra felicidad por el capricho de una mujer enferma. Yo la quiero mucho, Vanja —añadió quedamente, mirando hacia el jardín envuelto en sombras—. Ha sido mi amiga, mi madre, mi consejera. Pero también te quiero a ti y no renuncio a tu amor.
Vanja le puso una mano en el brazo y se lo apretó nerviosamente.
—Pero cometemos un pecado mortal, Mark. Ella no merece que la engañemos.
—Ella llegará a quererte y un día quizá me atreva a decírselo cuando pase esto… Ahora, dime que sí, que irás conmigo al santuario.
—No voy a ir, Mark. Deseo ser tu mujer tanto o más que tú deseas hacerme tu esposa, pero… —tapó se el rostro con las manos—. Imagínate, Mark, que nos casamos. Que todos ignoran el lazo que nos une. Imagínate tú buscándome por la casa. Imagínate que yo te bese a escondidas. Y por último imagina tu vida en las fiestas, junto a mujeres odiosas. No, Mark, prefiero esta incertidumbre que la rabia de saber que eres mío y estás al lado de otra mujer.
—No has de reprochármelo —susurró enternecido—, porque cuando te demuestre mi amor no quedará lugar a dudas. No sentirás celos porque es maravilloso saber que tendrás un marido y que ese marido se burla de todas las mujeres excepto de la suya.
—Aun así, Mark.
La atrajo hacia sí suavemente y ella se dejó prender con los brazos fuertes, entre los cuales parecía más frágil que nunca.
—Nadie ha de saber nada, Vanja. Nadie excepto tú y yo. Un secreto entre los dos, vida mía, un secreto dulcísimo que nos hará las horas maravillosas. Yo procuraré que tía Isabel te envíe al santuario. Yo me ocuparé de todo. Tú sólo llegar allí y convertirte en mi esposa.
Los ojos grises se iluminaron junto a la cara cetrina. Suspiró y después gimió ahogadamente:
—Haz lo que quieras, Mark. No voy a poder negarte… nada.
Y como en aquel instante se sintió un gemido en la alcoba contigua, Vanja se encerró en la alcoba de milady.
Mark suspiró fuerte. Encendió un cigarrillo y bajó las escaleras meneando la cabeza.
* * *
A la mañana siguiente, milady apareció mejorada. Y por la tarde subieron a visitarla Carolina y su madre. Vanja, muy modosita, permanecía sentada junto a la ventana mientras las demás hablaban. No perdía detalle de la conversación, aunque su pensamiento se hallaba muy lejos de allí.
—Hace dos días que no veo a Mark. ¿Qué es de él?
—Al amanecer marchó en su avioneta a Londres. Vendrá dentro de dos o tres días.
—Parece ser que esta vez su yate queda anclado en la bahía.
—Quizá todo el verano —sonrió la enferma—. Mark me quiere demasiado para dejarme sola en mi enfermedad.
—Te pondrás pronto bien —arguyó lady Arnold con sonrisa de complacencia.
—Eso espero. Además, mañana o pasado, cuando Mark regrese, se ofreció a ir al santuario a buscar ciertas píldoras que dice que son estupendas para evitar estos colapsos.
Vanja se dijo que Mark era un embustero delicioso. Era dulce tener un secreto sentimental con aquel hombre. Era dulce y turbador saber que iba a casarse con él. «Voy a arreglar todos tus papeles, cariño. Cuando regrese, serás medio mujer mía porque pienso casarme allá y la ceremonia religiosa la celebraremos en el santuario». Un beso cálido, hondo, y se fue.
—Sí, recuerdo que hay un médico en el santuario. Es un sacerdote que nunca sale de sus huertas y de su biblioteca.
—Pues es amigo de Mark.
—Lo celebro, querida mía. A ver si el jueves te vemos ya en el salón.
—Si puedo levantarme. Me llevará Tom en el sillón de ruedas y os haré los honores con mucho gusto.
Se despidieron al fin. A ella…, ni una mirada.
—Aproxímate, Vanja —pidió lady Hamton cuando madre e hija se hubieron ido.
—¿Leo, milady?
—No. Charlemos. Dime, ¿qué te parece Carolina Arnold? ¿No es una chica encantadora? Mark será feliz a su lado.
Vanja sonrió. ¿Qué podía hacer? Una sonrisa siempre puede considerarse una respuesta. Y Vanja sabía muy bien cuándo debía sonreír. La dama añadió:
—El hombre y la mujer, cuando se quieren de verdad, es después de casados. Mark está empeñado en que no es así.
—Yo nunca me casaría sin querer a mi marido —se atrevió a decir.
La dama la miró boquieabierto. Después soltó una risita y comentó:
—Es que tú eres una sentimental.
—Tal vez, milady.
—Hay que mirar las cosas bajo un prisma más prosaico, querida. El triunfo no es para los débiles sino para los fuertes. Y débil es un ser sentimental y soñador.
Se guardó muy bien de refutarla, pero bien sabe Dios que no estaba de acuerdo.
—Carolina es una chica encantadora. Y Mark dejará de ser un pobre hombre desorientado cuando se case con ella.
Tampoco respondió.
—Espero que se casen en este verano. Habrá una gran fiesta. Se casarán en mi castillo y acudirá toda la flor y nata de Escocia…
—A veces no me parece usted inglesa.
—Viví mucho en Escocia y amo el pueblo donde está enterrado mi marido… Los Hamton eran oriundos de aquí y yo aprendí a querer estas tierras.
—Es lógico.
—Léeme un poco, Vanja. Creo que así me dará sueño.
Así un día y otro sin desfallecer, sin protestar. Y cuando aquella noche lo vio llegar, ella, como otras muchas noches, leía una obra clásica. Al verlo en el umbral sus ojos parpadearon. Casi no la miró. Fue hacia su tía, la besó en la frente y dijo:
—Ya no me moveré de tu lado en todo el verano, querida tía Isabel. Mañana subiré al santuario y hablaré con el padre Damián.
Era una forma como otra cualquiera de decirle a ella que todo estaba dispuesto y Vanja, a su pesar, se estremeció.
—Me alegro, querido mío.
—¿Qué tal, señorita Bergerac? —preguntó.
Después, aproximándose a ella, apretó la mano que le alargaba.
La apretó con cálida fuerza, como si quisiera transmitirle su cariño por medio de aquel apretón.
—Bien, gracias, señor, ¿y usted?
—Perfectamente. —Soltó la mano y añadió como al descuido—: Tendrá que venir mañana conmigo al santuario, señorita Bergerac. José se ha puesto enfermo y por aquellas montañas no puedo dejar el auto solo.
—Te acompañará, querido —se apresuró a decir la dama—. ¿Verdad, Vanja?
—Como disponga, milady. —Luego, tras un esfuerzo, el ruego que era imperioso en su interior—: ¿Puedo retirarme un instante, milady?
—Desde luego, querida.
Se alejó presurosa y Mark hubo de dominar sus nervios para no correr tras ella.
—Es una muchacha ideal —confesó la dama con cierto retintín.
—¿Quién?
—La señorita Bergerac.
—¡Ah!
—Pero, ¿qué te pasa, querido? ¡Pareces en las nubes!
—De cerca de ellas vengo —sonrió, sarcástico.
—Te decía que la señorita Bergerac es ideal.
—¡Ah! ¿Sí? Nunca me he fijado.
—Pues lo es. Seguramente que no tiene ningún deseo de acompañarte al santuario, pero como yo lo deseo…
—Sí, claro.
—Ve a bañarte. Te noto que estás incómodo.
—¿Incómodo? ¡Ah, sí, incómodo! —la besó en la frente—. Hasta luego, tía Isa.
Bajó de dos en dos las escalinatas.
—¿Has visto a la señorita Bergerac, Sol?
—Hace un instante entró en la biblioteca.
—Gracias.
Se encaminó hacia allí. Abrió. La vio en seguida. Estaba hundida en un diván con la cara alzada. Su cabeza descansaba en el respaldo y sus ojos muy abiertos miraban a lo alto. Se aproximó despacio, no sin antes cerrar la puerta. Se inclinó hacia ella. No dijo nada. Tomó el rostro juvenil entre sus manos y la besó largamente en la boca. Y ella puso sus dos manos sobre las de él y se las oprimió fuertemente.
—¡Vida mía!
—Mañana, Vanja…
—Sí, mañana empieza el suplicio para mí.
—Te compensaré.
Sonrió. Su risa en las tinieblas parecía más blanca, más luminosa.
—¡Tengo miedo, Mark! Un miedo atroz de que nos sorprendan en un instante de esos en que nos olvidamos de todo para querernos.
—¿No te agrada tener un secreto conmigo? La incertidumbre es amor, pequeña Vanja.
—Me gusta tener un secreto contigo. Y desde mañana tendré otros muchos, pero nadie puede librarme de este miedo terrible. Suponte —añadió quedamente, sintiendo los labios de Mark en sus ojos— que Tom, Sol, Nelly, cualquiera, nos sorprende…
—No nos sorprenderán. Sabremos disimular.
—Pero supóntelo.
—Ya está supuesto.
—Deja de besarme y escucha.
—No puedo.
—Te digo que tengo miedo.
—Y yo te digo que te quiero.
—¡Oh, Mark, vida mía!
—¡Oh, Vanja, bonitisima y dulce Vanja!…
* * *
—Dios os bendiga, hijos.
—Padre Damián, yo le ruego que nunca…
—Ya no tenéis un secreto entre los dos, Mark —rió el venerable sacerdote—. Lo compartís conmigo y ello os servirá para no faltar jamás a los deberes de la Iglesia católíca. Idos tranquilos y con Dios, amigos míos —añadió, cariñoso—. Nadie sabrá. la clase de ceremonia que hemos celebrado hoy aquí, pero os ruego que antes de morir lady Hamton, se lo hagáis saber.
—Será un horrible dolor para ella.
—O quizá no. Ten en cuenta, Mark, que tu esposa es una gran muchacha y lady Hamton siempre ha sido una mujer justa y caritativa.
—Le prometo —dijo Vanja, con voz insegura— que lady Hamton sabrá la verdad antes de morir.
—Gracias, hijita. Y ahora ten las píldoras que no salvarán a milady del viaje eterno, pero que sí aliviarán sus dolores.
—Gracias, padre.
Besó la mano del sacerdote y éste hizo la señal de la cruz sobre su cabeza. Mark besó también aquella mano y la señal de la cruz se repitió. Minutos después, el descapotable bajaba bordeando la montaña.
En su interior, un hombre pasó el brazo por la espalda de la mujer y ésta apoyó conflada la cabeza en su hombro.
—Nadie podrá separarnos, vida mía.
—Nadie, Mark, pero yo voy a sufrir.
—¿Sufrir?
—Suponte que Carolina…
No le dejó concluir. La besó en la comisura de la boca y dijo bajísimo:
—No habrá nadie capaz de hacerme olvidar los besos de una niña buena.
—Pero disimular, siempre disimular con el corazón en la boca. Tendré que llamarte señor Mansfield y tú me dirás señorita Bergerac, con voz hueca y sin matices… ¡Oh, Mark, vida mía!
—A luchar, Vanja. ¿O es que te arrepientes?
—Merecerías que te dijera que sí.
—Pues prepárate. Es jueves y lady Hamton estará en el salón con sus invitados. Llegaremos justamente a la hora de la merienda y tú tendrás que servir a las candidatas a mi blanca mano.
—Las odio.
—Vida mía, cuánto me gusta ese odio.
—¿Te estás burlando de mí?
—Me estoy enamorando más y más.
Se apretó contra él y dijo, quedo:
—Mark, yo no sé lo que vamos a hacer de ahora en adelante. No sé si te vas a marchar en tu yate un día cualquiera y yo quedaré muy sola con tu recuerdo.
—Harás lo que yo te mande y no me iré en el yate. Las gentes de Troon van a asombrarse cuando observen que el yate de Mark Mansfield está anclado en la bahía durante todo el verano y quizá el invierno. Sólo levará anclas cuando pueda llevar a mi lado a la mujer amada.
—Y viajaré a tu lado —susurró, conmovida.
—Y quedarás deslumbrada en aquellos camarotes que vas a compartir conmigo.
—Y contemplaré las noches cálidas apoyada en la borda, a tu lado.
El auto se detuvo. Mark se volvió lentamente, prendióla en sus brazos, la apretó contra sí con ademán turbador y después dijo:
—Voy a besarte, pequeña. Estamos llegando al castillo y pasarán muchas horas antes de que pueda verte.
Vanja, ruborizada, alzó los brazos y ciñó el cuello, que apretó nerviosamente. Se buscaron las bocas y el auto rodó luego.
—Toma, Vanja.
Y mientras el auto corría, la mano de Mark cerró en los dedos delgados de su esposa una cosa diminuta y fría.
—¿Qué… qué significa esto?
—Es la llave de mi alcoba. Dame la tuya.
Roja como la grana, pero con encantadora sencillez, la joven abrió el bolso y extrajo una llave pequeñita.
—Toma, Mark. Quiera Dios que nunca tenga que pedírtela nuevamente.
La fiesta estaba en todo su apogeo cuando ellos llegaron. Lady Hamton, sentada en cómodo sillón, se hallaba al lado de Alicia Arnold. La juventud bailaba. Al ver a Mark y a Vanja en el umbral, Carolina avanzó presurosa. No se detuvo a mirar a la «chica incolora». Prendió el brazo de Mark con sus dos manos y susurró:
—Te estaba esperando, cariño.
Una rápida mirada, que pasó para todos inadvertida, hizo comprender a Mark que Vanja no estaba contenta. Pero era un hombre educado y correcto.
—Vanja, hija, ven a mi lado —llamó lady Hamton—. ¿Y mis píldoras?
¿Había ironía en la pregunta? A Vanja le extrañó aquella mirada escrutadora que la dama clavaba en ella y se sintió nerviosa, fuera de lugar. Pero supo dominarse y mostró las píldoras.
—El padre Damián dice que son eficaces.
—Ya lo veremos.
—¿Puedo retirarme, milady?
—Cámbiate de ropa en un instante y ayuda a Tom a servir la merienda.
—En seguida, milady.
Se inclinó levemente y atravesó el salón. Como siempre, nadie quería fijarse en ella, pues aunque reconocieran su belleza y su distinción, todos lo disimulaban. Por otra parte, nadie se hubiera atrevido a obsequiar a una simple señorita de compañía en el castillo de la muy estirada Isabel de Mansfield.
Al cruzar el umbral encontró los ojos azules muy cerca. Nadie estaba por allí y ella pudo decir, quedamente:
—Si te vuelve a llamar cariño, grito. Tenlo en cuenta, caballero desdeñoso.
—¡Mujercita!
Y la sonrisa sarcástica danzó de nuevo en la faz cetrina cuando Martine se aproximó con la mejor de sus sonrisas.
Cuando Vanja apareció de nuevo en el salón con una bandeja en la mano, la cabeza alzada y los ojos entornados, nadie se fijó en ella. Fue de grupo en grupo y todos tomaban la copa sin mirarla siquiera. En un rincón, Mark departía amigablemente con Carolina, Martine, Ann y Lil. Fue hacia ellos directamente y se detuvo.
—Señorita… —susurró, con vocecilla armoniosa—. Señor…
Mostraba la bandeja. La miraron. Mark tenía un pitillo en la boca y sus ojos medio entornados miraban con expresión indefinible a la mujer que ahora huía de sus ojos. Observó cómo Carolina, tomando una copa, la llevaba a los labios.
—Mark, cariño —dijo, quedamente—. La noche que des la fiesta en el yate no tomaré más que champaña.
—De acuerdo, Carolina.
—Me gustará contemplar la noche en tu compañía —apuntó Lil, burlonamente.
Vanja continuaba inmóvil, con la bandeja en las dos manos. Sus ojos parecían absolutamente indiferentes. Ann tomó su copa y le sonrió.
—¿Usted no irá a la fiesta, señorita Bergerac? Pida permiso a milady. Merece la pena asistir.
Sonrió sin responder.
Martine tomó otra copa y ella, inclinándose levemente, se marchó.
—¿Por qué no la invitas, Mark? —preguntó Lil—. La pobrecita nunca vería nada igual.
—Ya sabes que mi tía es rigida tratándose de eso. No gusta de mezclar a sus empleados con sus familiares y amigos de igual a igual —repuso, con sonrisa extraña.
—Por una vez puede hacer una excepción —apuntó Ann, con retintín—. Después de todo, la pobre chica incolora…
—¿Por qué no bailamos? —cortó, seco—. Diré a Jim y los demás que vengan a buscaros.
Y con la mayor tranquilidad del mundo se marchó, dejándolas con la palabra en la boca. Mark, cuando quería, era el ser más incorrecto de la tierra. Se unió a un grupo de personas sesudas y observó minutos después cómo las chicas bailaban con sus amigos. Al otro extremo del salón, unos ojos grises cambiaron con los suyos una rápida mirada.