III

—Pero, Mark, cariño…

—Hola, Martine.

—Ya he visto tu yate.

—Es mono, ¿eh, Martine?

—Precioso.

—Antes de salir de Troon pienso dar una fiesta —dijo, humorístico—. Serás la reina.

La chica se puso roja de satisfacción y Mark agitó la mano y se alejó en dirección a Carolina.

—¡Mark! — susurró la hija de lady Arnold con los ojos lánguidos—. ¡Qué deseos de verte, cariño!

El arqueó una ceja y su mirada sarcástica midió a la joven.

—Impecable —comentó con aquella su media sonrisa que ponía de punta los nervios de Carolina.

—¿Verdad que sí?

—Te lo digo yo, que entiendo un rato largo de todo eso.

Carolina se colgó de su brazo y atravesaron juntos el salón del club.

Eran las siete de una tarde espléndida y los salones del Náutico estaban muy concurridos. Todos se conocían y Mark hubo de ir de un grupo a otro repartiendo sonrisas y diciendo banalidades. ¡La vida era una estupidez a juicio del hombre que marchó de Troon un mes antes y lo recibían como si viniera del Polo Norte de haber soportado una horrible ventisca bajo la cual quedó aislado!

—Tienes un yate precioso —dijo la joven sin soltar el brazo, que apretaba turbadoramente.

Mark ladeó un poco su cabeza casi rapada. Vestía ahora un traje oscuro irreprochable y camisa muy blanca. Si interesante era vestido con ropas deportivas, interesante ahora enfundado en el traje serio. Alto, delgado y esbelto, hacía una gran pareja con lady Arnold. Y Mark, con cara humorística, contempló el aspecto del salón. Todas caras conocidas. Martine, encantadora dentro de su toilette de tarde. Anna, esbeltísima sobre sus altos tacones, quizá demasiado altos para su estatura más bien baja. Fhyllis, gentil dentro de su modelo demasiado recargado para una simple velada. Y Lil, encantadora con una sonrisa de niña ingenua, disimulando su careta, bajo la cual ocultaba una malicia casi perniciosa. Y a su lado, Carolina.

—¿Verdad que es mono mi yate? —rió, divertido.

—Encantador.

—Daré una fiesta antes de marchar y… tú serás la reina.

—¡Oh, cariño!

—Pero ahora permíteme que salude a Lil.

Con suavidad, le quitó la mano de su brazo y con una de las mejores sonrisas se encaminó hacia la aludida, que hablaba con un joven apuesto y, al verlo a él, lo dejó plantado, ¡Lo que son las cosas!

—Hola, monada.

—Mark, encanto.

Las manos en las manos, los ojos en los ojos. Si Vanja lo viera en aquel momento, le llamaría hipócrita, y con razón.

—Tu yate me chifla, cariño.

Se inclinó hacia ella turbadoramente.

—¿Y yo no te chiflo, vida mía?

—¡Oh, tú…!

—¿Verdad que soy encantador?

Lil se colgó de su brazo ¿Sería ella la elegida?

—Lo eres —susurró, apretando el brazo masculino.

—Voy a dar una fiesta en mi yate y serás la reina.

Y con la misma volubilidad quitó la manita menuda de su brazo y añadió bajísimo con mirada turbadora:

—He de saludar a Ann, mi querida Lil.

—¿Volverás?

—¿Acaso puedo dejarte sola?

Se aléjó sonriendo y Lil se mordió los labios.

—Ann —susurró el zanquilarlo con sonrisa cautivadora, que aceleró los latidos del corazón de la joven.

—¡Oh, Mark!…

—¡Tanto tiempo sin verte!

—¿Lo deseabas?

Le tomó las manos entre las suyas y se las apretó con apretón cálido y significativo.

—Como nada en la vida, cariño mío.

«Mentira, mentira», se dijo Ann. En voz alta, manifestó:

—Cuando he visto el yate esta mañana, me dije: «Este trotamundos ya no se va más de Troon».

—Eso no puede ser, Ann. Ten en cuenta que por mi nacimiento yo soy americano y, por otra parte, mis negocios ni están en Troon ni en Inglaterra. Pero tengo aviones y yates y las distancias no existen para mí.

—¡Cuánto me gustaría ir en tu yate!

—Pues no te preocupes, te llevaré cuando quieras.

Los ojos de Ann brillaron de un modo extraño.

—¿De veras?

—Claro. Supongo que no tendrás tantos prejuicios para dejar tu gusto satisfecho.

—Mark, ¡sabes bien lo que dices?

El puso cara de inocente.

—Pues sí, lo sé perfectamente.

—¿Y crees que yo…?

—¿Por qué no? —murmuró, inclinándose mucho hacia ella—. Cabe en lo posible que al final de nuestra ruta hayas logrado tu mayor anhelo.

Ann se creció. Mark siempre se ensañaba con ella más que con nadie, precisamente porque sabía que era la más egoísta de todas.

—¿Y cuál es ese anhelo que yo ignoro? —preguntó, retadora.

—Casarte con un millonario —respondió.

Y se echó a reír de buena gana sin apartar los ojos del rostro alterado.

—Mark, merecerías que te diera una bofetada.

—¿Y por qué no lo haces, mi dulce y angelical Ann? Sería divertido ver la cara que ponían tus amigas. Anda, cariño, dame esa bofetada. Yo, en recompensa, te ofrezco ser la reina de mi fiesta.

—¿Qué fiesta? —preguntó.

—La que pienso ofrecer en mi yate antes de marchar de Troon.

Y, agitando la mano, se alejó en dirección a Fhyllis, que en un ángulo del salón parecía esperarlo. Se inclinó ante ella, le apretó las manos y dijo con aquel su acento turbador que las desarmaba:

—Bellísima Fhyllis, tus encantos han aumentado si esto es posible.

—Siempre tan adulador.

—Sincero, cariño, rotundamente sincero.

Y su mirada era más sarcástica que nunca. Fhyllis tuvo deseos de arrancar aquellos ojos, de destrozar la boca sensual con sus propias uñas, pero no lo hizo, claro. Su sonrisa era deliciosa y su mirada coquetuela, como si la sola presencia de Mark en el salón le causara un hondo placer.

Y así era ciertamente. Si bien, no obstante, no era el hombre en sí quien le interesaba. Eran los pozos de petróleo, el título tan codiciado de Isabel de Mansfield y la vida plácida que podían proporcionarle aquellos millones y aquel titulo.

—Gracias por tus frases amables, Mark.

—Te he recordado mucho en este viaje, Fhyllis.

Pero sus ojos, cínicos ahora, desmentían sus palabras, y Fhyllis tuvo ganas de gritar.

Pero no lo hizo, claro. ¡Estaba tan bien educada!

—Debo confesar —dijo bajito— que todas las mañanas cuando me levanto, mi primera faena es aproximarme al ventanal.

—¿Y qué ves?

—Tu yate cuando llega…

—¡Ah, mi yate! Me gustaría que estuvieras a mi lado en el puente, Fhyllis. Sería delicioso tenerte allí de continuo, querida mía. Verte, tocarte…

Sonreía y su sonrisa era un insulto. Fhyllis aspiró hondo y sus dos manos se enlazaron. Las apretó con fuerza.

—¿De veras?

—De veras, Fhyllis. Pienso dar una fiesta antes de marchar de Troon y tú serás la reina de esa fiesta.

Se alejó sonriendo y Fhyllis sintió que ya no le guardaba tanto rencor. Después de todo, si la hacía reina de una fiesta en su yate era muy significativo. ¡Cuánto daría porque Mark la amara tanto y de tal manera que no le fuera difícil saltar por encima de todo para casarse con ella! Y entonces…, ¡cuántos reproches tendría que oír de Isabel de Mansfield!

Lo vio alejarse en dirección al bar en compañia de unos amigos. Miró en todas direcciones. Bailaban. Pero Carolina estaba sola en un punto inexistente. Sería delicioso decirle que Mark la haría reina de su fiesta. Y se lo iba a decir.

Atravesó el salón a grandes pasos y sonrió a Carolina.

—¿No sabes, Carolina? —rió, feliz—. Mark me prometió hacerme reina de la fiesta. Piensa ofrecer una velada en su yate antes de marchar de Troon.

Carolina la miró asombrada. ¿De veras? ¿Acaso no era ella la elegida para aquella fiesta? Se lo habia dicho…

—¡Ah! ¿Sí? —suspiró—. Precisamente es lo que acaba de prometerme a mí.

Fhyllis quedó seria de repente.

—¿A ti?

—Sí —encogió los hombros con indiferencia—. Y estaba pensando en ello precisamente. Podemos observar que Mark sigue siendo el hombre cínico que se ríe de nosotras.

Apareció Ann tras ella con una sonrisa radiante.

—Chicas, estoy contentísima.

Carolina y Fhyllis esbozaron una sonrisa burlona.

—¿Y por qué? ¿Te ha pedido relaciones el baroncito?

—Algo mejor. Mark piensa dar una fiesta en su yate y yo seré la reina.

—¡Ah!

—¿Qué os pasa? ¿Por qué me miráis de ese modo?

Carolina se encogió de hombros. Fhyllis dijo con los labios plegados en una mueca dura que afeaba su rostro de muñeca cara:

—Precisamente hablábamos en este instante de eso. También a nosotras, por separado, nos lo ha prometido.

Ann se creció.

—El muy…

Martine se acercó al grupo con su sonrisa más radiante.

—Voy a presentarme, jovencitas —dijo, feliz—. Aquí tenéis a la reina de la fiesta.

—¿Qué fiesta? —preguntó Fhyllis, burlona.

—La que ofrecerá Mark de Mansfield en su yate.

—¡Oh, oh, oh!…

—¿Por qué me miras así y por qué lanzas esos «¡Oh!» tan poco elegantes?

—Pregúntaselo a Ann y a Carolina.

Y éstas encogieron los hombros. Ann dijo:

—Al parecer, sólo falta saber si también se lo prometió a Lil.

—¿Qué es lo que no sabéis? —preguntó Lil, haciendo su aparición.

—Supongo que Mark te diría que en la próxima fiesta que piensa ofrecer a sus amistades…, serás tú la reina.

—En efecto. ¿Os desagrada mi triunfo?

Cuatro carcajadas llamaron la atención de los bailarines.

—Es un triunfo colectivo, querida —arguyó Fhyllis, que era, en verdad, la más despechada—. Porque a todas nos ha prometido lo mismo.

En aquel instante la delgada figura de Mark aparecía en el salón. Traía un pitillo ladeado en la comisura de su boca como si fuera sencillamente el capitán de su yate, y una sonrisa cínica en los ojos tan azules. Atravesó el salón a paso largo, y al dirigirse a la puerta, miró a las cinco muchachas y dijo, riendo burlonamente:

—¡Hasta otro día, reinas!

* * *

Había llegado el jueves. ¡Detestable jueves! El salón estaba como todos los jueves: deliciosamente dispuesto para recibir a la vieja aristocracia de Troon. Y por la empinada carretera subían elegantes automóviles de los asiduos invitados. El salón iba llenándose. Licores, pastelitos, música.

—Todos vienen a llenar la barriga —dijo Mark, tropezándose con Vanja en la puerta del salón.

La joven lanzó sobre él una mirada burlona y siguió adelante. Era la encargada de obsequiar a los invitados y nadie paraba mientes en ella. ¡La pobre señorita de compañia! «¿Te has fijado en ella? Pobre chica. Dicen que fue muy bien educada y que hasta los dieciséis años vivió espléndidamente. Pero como no tiene parientes ni dinero… Una chica incolora, ¿sabes?» «Ni fu, ni fa».

Vanja sonreía adivinando los comentarios. Serían los de siempre, porque aquellas gentes no aportaban nada nuevo en su vocabulario. A su juicio, eran seres demasiado vulgares, demasiado rutinarios.

Vestida de blanco, con la cintura apretada y sobre altos tacones, parecía más esbelta. En medio de las cinco muchachas —aquel día también subió Carolina a ofrecer sus respetos a la dama distinguida—, parecía Vanja infinitamente más joven. Mark, que se hallaba en el grupo, la miraba de soslayo. La veía ir de un lado a otro, con la bandeja de pastas, sonriendo gentil, muda, diligente y esbelta. ¡Bonita chica! Y pensó por primera vez —estaba harto de ver a la señorita Bergerac atender a los invitados de su tía en todas las veladas del año transcurrido—, que Isabel de Mansfield hacía mal en ocupar a su señorita de compañía en aquellos menesteres. Pero se calló. Al fin y al cabo, ¿a él qué le importaba?

Pero seguía mirándola. Ahora se aproximaba a ellos con la bandeja en la mano. ¡Licores! Las cinco muchachas tomaron una copa cada una. Reían de banalidades. Mark apartó los ojos de aquellos ojos grises y un poco burlones que parecían decirle: «Te compadezco, amigo. Cinco para uno, aunque sea un genio como tú, es demasiado».

Se alejó de nuevo.

—Ha mejorado algo la señorita de compañía de tu tía, Mark —dijo Carolina, que tenía buen cuidado de no mostrarse ofendida por lo del ofrecimiento… colectivo—. ¿Cuántos crees que tiene?

—Nunca se lo he preguntado —repuso Mark, indiferente.

Miraba a su tía Isabel. Departía amigablemente con lady Arnold. ¿Tratarían de su matrimonio? Sonrió entre dientes. Vio a dos mamás aproximarse al grupo con objeto de adular a la dama. Era curioso. ¿El sólo tenía el atractivo del dinero? ¡Valiente triunfo!

—Tiene unos ojos hermosísimos —observó Lil, que era la mejor de todas.

—¿A quién te refieres? —preguntó Carolina.

—A la señorita Bergerac.

—Mujer, no digas bobadas. Es incolora por completo.

Mark, que fumaba distraído, la contempló sonriente.

—¿A qué llamas tú incolora?

—A la señorita Bergerac, Mark.

—¿Incolora? ¡Ah, incolora!

—No es preciso que te burles. Insisto en que es incolora. Pasará por este mundo sin pena ni gloria.

—Lo que indica que sólo la gloria es para los que tuú no consideras incoloros.

—Exactamente.

—Mucha vanidad es ésa, pero vamos a perdonártela en honor a tu belleza.

—Gracias. Pero no necesito que perdones una vanidad que no existe.

Un grupo de jóvenes se aproximaron.

—¿Por qué no bailamos, chicas?

—La idea me parece espléndida —apuntó Carolina, aproximándose sin disimulo a Mark.

Y éste hubo de enlazarla por el talle.

Vanja continuaba yendo de un lado a otro. En varias ocasiones chocó con la mirada azul. Y aquella mirada azul no era la de todos los días. Se sintió molesta. En una ocasión sintió que le decía al oído, disimuladamente:

—Detestables, señorita Bergerac.

Y ella sonrió con sonrisa de niña ingenua y los hoyuelos en su cara se acentuaron.

—Detestables, señor —dijo bajísimo.

Y se alejó en dirección opuesta.

—¿No crees, Isabel, que Mark necesita casarse?

—Claro, Alicia. Precisamente estoy peleando todos los días con él para que lo haga.

Estaban solas en un rincón del salón. La juventud bailaba. Las mamás contemplaban ilusionadas los triunfos de sus hijas.

Y qué dice él?

—Nada en concreto. Nunca podré convencerlo y no quisiera morir sin dejarlo casado y con herederos.

—Mira qué buena pareja hace con… mi hija.

Isabel sonrió.

—Me gusta tu hija, Alicia.

—¿Para tu sobrino?

—Exactamente. Pero no hay que forzarlo demasiado. Carolina se encargará de convencerlo. Es muy hermosa.

En otro grupo, la mamá de Ann y la de Lil hablaban sobre lo mismo.

—Debe casarse en Troon. Daría auge a nuestro pueblo, a Escocia entera.

—Sí.

—¿Con quién crees tú que lo hará?

—Con Ann, sin duda alguna —rió la mamá, mirando a su hija, quien en aquel instante coqueteaba descaradamente con el caballero desdeñoso.

La mamá de Lil enmudeció.

Más lejos decía la mamá de Martine al papá de Ann:

—No me explico por qué no ha de estar Fhyllis Haymes en los jueves de lady Hamton.

—Manías.

—Pero es una injusticia. La pobre chica no tiene la culpa de que su abuelo fuera en su día limpiabotas.

—La aristocracia de Isabel de Mansfield no perdona tamaña humillación. Y lo sería si en sus salones apareciera la nieta del limpiabotas que seguramente lustró los zapatos de su estirado mayordomo.

—Lamentable, amigo mío. En Troon nadie duda en recibir a Fhyllis y a su padre. Después de todo, la mamá de Fhyllis fue una dama elegante. Hija tercera de un alto personaje de Estado.

—Pero eso no es bastante para lady Hamton.

Era ya de noche. Los invitados empezaban a desfilar. Carolina, sin soltar el brazo de Mark, esperaba que éste la acompañara, pero Mark era un mal educado y un comodón. Prefería quedarse en el salón de su tía a acompañar a aquella empalagosa belleza del siglo pasado.

Gentilmente acompañó a su tía en las despedidas. Se inclinó ante las damas a quienes besó respetuoso las manos ensortijadas. Apretó las manos de los caballeros y les sonrió burlón a las jovencitas casaderas.

Después volvió al salón.

Vanja apagaba las luces en aquel instante, dejando encendido solamente un candelabro.

—Acompáñame, Vanja —dijo la dama—. Voy a retirarme ya. Estos jueves acaban con mi salud.

Saltó Mark impulsivo:

—Suspéndelos.

La dama lo contempló, entre extrañada y enojada.

—¿Crees tú que eso se puede hacer cuando una quiere? El día que suprima mi fiesta de los jueves, di que he muerto.

—Perdona, tía Isa.