V

Le huía. Eran inútiles sus intentos de aproximación porque ella no los deseaba. Huía de él como si fuera el mismo demonio. Ya no tenían lugar las charlas agradables durante las siestas de la dama. Ni su risa juvenil se oía en el salón junto a los criados. No la tropezaba en los pasillos inmensos ni acudía a su llamada si él la enviaba a buscar por Sol. Siempre la misma respuesta: «La señorita Vanja no se encuentra bien, señor». ¡Diablo de mujeres!

Y llegó el jueves. La vio enfundada en un modelo negro haciendo más estilizada su flgura. Un poco más delgada quizá, más pálida, pero ella, aquella criatura angelical que Ann decía era incolora. ¡Absurdo, una muchacha incolora cuando todo en ella era colorido! La vio ir de un lado a otro con la bandeja, sonriendo gentil. Y los ojos de Mark con disimulo buscaron ávidamente la mirada luminosa. No pudo hallarla. Le hufa una vez más. Pero, ¿por qué? Una mujer que no ama, que siente indiferencia, no tiene por qué huir. Y amándolo, si es que lo amaba, ¿por qué huía asimismo?

La velada de aquel jueves fue un suplicio insoportable. Bailó con todas, como siempre, y se sintió asqueado junto a cada una de ellas. Y cuando las vio salir sintió un alivio indescriptible. Creyó quizá, que como aquel otro jueves, ella bajaría a arreglar el salón, pero no fue así. Sol y Tom, mudos y absortos, iban de un lado a otro apagando lámparas y candelabros. Recogiendo la plata y levantando las mullidas alfombras.

Se fue al yate. Dormiría allí. De buen grado hubiera levado anclas aquella misma noche, pero tenía miedo a perderla y se hallaba firmemente dispuesto a hacerla su mujer por encima de tía Isabel y del mundo entero. No era fácil hallar una joya y él estaba seguro de haberla hallado.

Al amanecer llegó Tom. Milady se encontraba muy mal. El médico de cabecera estaba a su lado, pero no parecía contento. El adoraba a su tía, aunque reconocía todos sus defectos. Y subiendo al descapotable se dirigió al Castillo.

—¡Hijo mío; —gimió milady, al verlo aparecer en el umbral de su alcoba.

—¡Tía Isa…!

Se arrodilló a los pies de la cama y puso su cabeza rapada en las manos de Isabel de Mansfield.

Al otro lado de la cama estaba Vanja. Mark, tras besar a su tía, se irguió. Buscó los ojos grises. Ahora no huóan. Su mirada era clara, transparente, quizá extraña por su fljeza al clavarse en los suyos.

—Voy a dejarte, querido mío.

Apartó los ojos de Vanja y los clavó en la enferma.

—No digas eso, tía Isa. Vivirás mucho tiempo a mi lado, ya lo verás.

—No podrá levantarse —dijo el doctor, interrumpiendo los lamentos de la enferma—. Mucho reposo, vida tranquila y disgustos los menos.

—No podré soportar esta quietud.

—Tendrá que soportarla, milady.

El médico aún hizo algunas recomendaciones y luego marchó prometiendo volver aquella misma tarde. Mark lo acompañó hasta el parque y allí le preguntó:

—El corazón —dijo escueto—. Un simple disgusto, una contrariedad pueden ocasionarle la muerte. No conviene que usted se marche ahora, señor Mansfield.

—Me quedaré en Troon.

—Es lo mejor. Puede vivir mucho tiempo, pero también… puede morir mañana mismo.

Se marchó en su coche. Mark, poco a poco, regresó al castillo y subió despacio las escalinatas. Entró en la alcoba de su tía. Esta, con la cabeza echada hacia atrás, dormitaba. A su lado, Vanja la miraba dulcemente.

A partir de entonces, Mark pasaba la mayor parte del tiempo junto a su tía. Le era grato estar allí porque estaba Vanja. Esta bordaba, o leía en voz alta, aquella voz que era un goce intensísimo para el hombre que buscaba mujer. Otras veces hablaban simplemente, pero jamás pudo tener un aparte con ella. La buscaba cada vez con mayor ardor y ella seguía huyendo, como si tuviera miedo. Y él se iba al club, salía por las mañanas una o dos horas y luego regresaba y se sentaba junto al ventanal y miraba hacia la figura inmóvil que bordaba o leía…

Una de aquellas tardes llovía. Mark no fue al club y subió a la alcoba de su tía hacia las cinco. Isabel de Mansfield, recostada en los almohadones, escuchaba la voz melodiosa que leía una obra clásica. Al entrar él, la voz vaciló y tía Isabel besó cariñosamente la frente que se le ofrecía.

—No lea más, Vanja. Vamos a charlar. Ayúdeme a convencer a este hombre para que se case.

Una rápida mirada se cambió entre ellos. Vanja parpadeó. Mark decidió en aquel instante jugarse el todo por el todo, y se dispuso a sondear el ánimo de su tía.

—Empieza ya, tía Isa.

—Me ayudará Vanja, ¿verdad, querida?

—Desde luego, milady —afirmó con voz vacilante.

La cama en medio. Ambos sentados en sendos butacones, uno frente a otro. Mark se repantigó en su butaca y encendió un cigarrillo. Fumó con placer.

—Suponte, tía Isa —empezó con lentitud—, que en uno de mis viajes me enamoro de una joven sin fortuna. Una chica monísima, pero sin dinero, sin títulos…

—Descartado porque tienes bastante sentido común para que no te suceda semejante cosa.

Mark buscó los ojos luminosos. No los halló.

—Suponte que es cierto.

—No voy a suponérmelo, Mark, porque no querrás que me muera de ira en esta cama y me moriría si eso sucediera.

—O sea, que tu satisfacción personal es antes que mi felicidad

—Tu felicidad está al lado de Carolina Arnold

Mark esbozó una extraña sonrisa. Ahora si encontró los ojos luminosos y vio en ellos terror. Aquella mirada le pedía silencio.

—Quizá está al lado de Carolina, pero no voy a casarme con ella.

—¿Luego entonces es cierto que estás enamorado de una cualquiera?

La mirada azul parpadeó. Buscó la gris. Algo brillaba humedecido en los ojos clarísimos. La vio agitada, apretando las manos, nerviosa. Evidentemente antes de hablar claro con su tía respecto a ella, le sería preciso cambiar unas frases con Vanja. Y desde aquel instante decidió que hablaría con ella aquella misma noche, tanto si Vanja lo deseaba como si no.

—No estoy enamorado —dijo evasivo—. Pero me gustaría estarlo.

—Cuando yo tenía veinte años dijo tu abuelo: «Isabel, este hombre será tu marido». Era la primera vez que lo veía y me asusté Me casé con él y fui feliz. Los hombres de nuestra raza siguieron mi ejemplo.

Mark se puso en pie y dio algunas vueltas por la estancia.

De súbito se detuvo y se sentó en el borde del lecho.

—Tía Isabel, si yo contra tu gusto me casara con una mujer sin fortuna y sin títulos, ¿tú qué harías?

—Me moriría de dolor —dijo ahogadamente.

Y Mark supo que se moriría, en efecto.

—No obstante, mi padre, o sea tu hermano, no fue un noble.

—En efecto, no lo fue, pero su inmenso capital fue bastante como para serle disculpada la falta de nobleza.

—Tengo entendido que a tu marido no le permitían casarse contigo. Tú eres una simple Mansfield y en cambio él era un grande de Inglaterra. Suponte por un instante que tu marido no saltara por encima de todo.

—Quiero que sepas, Mark, que mi padre y el padre de lord Hamton eran íntimos amigos. Creo que te nan informado mal al respecto. Si algo hubo de eso, fue siempre rivalidad de mujeres. No era lord Hamton quien se oponía, sino su esposa. Y como ya sabemos, las esposas en estas cosas son una nulidad. Yo no amaba a lord Hamton, pero le quise mucho después y…

—Aprendiste pronto su lección, ¿no es cierto? Te has ambientado de tal manera en el mundillo elegante que nadie dudaría de tu preclaro origen

—Repito, Mark —dijo la dama enfadada—, que los Mansfield estuvieron siempre bien relacionados y la prueba la tienes en ti. Careces de cuarteles de nobleza y, no obstante, eres recibido en la corte como…

—Como exige mi dinero —rió Mark, cortante.

—Y no obstante —añadió la dama más enfadada aún—, tu origen americano…

—Dejemos esto, ¿quieres? En verdad nos apartamos de la cuestión.

—Dejémoslo. Hablábamos de tu boda con Carolina. Mark se echó a reír.

—Cuando te pongas buena, seguiremos esta conversación. Ahora ruega a tu señorita de compañía que siga leyendo.

Vanja, que parecía sumida en hondas reflexiones, abrió el libro nerviosamente y leyó con voz insegura.

—¿Te sientes mal, Vanja? —preguntó la dama, observándola.

—En absoluto, milady.

Y huyó, roja como la grana, de la mirada azul que buscaba con afán sus ojos.

* * *

Los criados trajinaban en la cocina. Mark, apoyado en la ventana de su alcoba, miraba hacia el jardín. La estancia se hallaba sumida en tinieblas y el hombre, muy tieso, con el pitillo en la boca, parecía una flgura fantasmagórica. Sólo la lumbre del pitillo daba luz en la noche. Allá, en la casita de Joe, había luz. Un farol del jardín esparcía rayos azulados que dibujaban estelas en la grava.

Eran las once de la noche y Mark, lanzando el pitillo al jardín, se dirigió a la puerta. Su alcoba siempre fue aquélla. En la planta baja, con dos ventanales abiertos a la terraza y el tercero al jardín. Las flores trepadoras, entraban hasta el marco pintado de blanco y exhalaban un aroma exquisito en la estancia. Salió metiendo las manos en los bolsillos y, con cara seria, llamó a Sol.

—Dígame, señorito Mark.

—He de ver a la señorita Bergerac en seguida, para algo relacionado con la enfermedad de milady. Suba a su departamento y dígale que la espero en mi despacho.

—¿Y si se ha retirado ya, señorito Mark?

—Que se levante —dijo enfadado.

Y se dirigió al despacho. Cinco minutos después, la figura gentil se recortó en el umbral.

—Pasa y cierra —dijo serio, tratándola de tú.

Vanja, pálida y desconcertada, cerró y avanzó hacia la mesa.

—Siéntate, Vanja.

Se sentó en el borde de una butaca. Nadie diría que estaba nerviosa, pero lo estaba. Mark, que iba conociéndola poco a poco, observó el nerviosismo en las manos entrelazadas en el regazo, en ella signo característico de nerviosismo.

—¿Sabes para qué te he llamado?

—No.

—Mírame para hablar.

El dedo de Mark alzó la barbilla voluntariosa. Se incliné para mirarla a los ojos.

—¿Por qué lloras?

—Déjeme.

Apartaba la cara.

—Te quiero, ¿me entiendes, Vanja? Y no voy a dejarte escapar.

—Ya oyó usted hoy a milady…

Mark curvó los labios en una sonrisa desdeñosa.

—No voy a perder mi felicidad por el gusto de milady, Vanja, y tú me conoces muy mal si lo crees así. Quiero casarme contigo.

Vanja se levantó despacio. Ahora sus ojos miraban de frente y el brillo de las lágrimas los hacía más luminosos. No dijo nada. Mark la miró largamente y después retrocedió un paso. Fue hacia el conmutador de la luz y le dio la vuelta. La estancia quedó en tinieblas. Sólo ella vestida de blanco, erguida y callada, y él que avanzaba despacio, muy despacio.

—Ahora habla, Vanja. Quiero oír tu voz en esta oscuridad. Dirás que es una manía…, ¿qué importa? Cuando seas mi mujer, tú misma llegarás a acostumbrarte a apagar las luces cuando vengas a mi lado.

Lo tenía junto a ella. Temblaba la muchacha.

—Vanja, nadie habrá capaz de apartarme de ti. He buscado como un loco durante años y años y… la mujer que busco eres tú.

—Puedo aceptarlo por su dinero, señor Mansfield —dijo la voz grata, que resultó llena le ternura en aquella semioscuridad.

Por el ventanal abierto entraba la luz que despedía un farol a lo lejos. Por medio de aquella luz, Mark veía los ojos preciosos que ahora miraban de frente.

—Sé que no —murmuró muy bajo—. Eres demasiado noble para venderte a un hombre, aunque ese hombre sea joven y millonario.

Las manos femeninas, caídas ahora a lo largo del cuerpo, se agitaron. Mark se acercó más a ella y las tomó entre las suyas. La dominaba con su estatura y hubo de inclinar la cabeza para besar aquellos dedos casi infantiles que temblaban bajo sus labios.

—Por encima de todo, te haré mi mujer —susurró—. Por encima de todo, vida mía.

—Déjeme…

Era un gemido casi imperceptible, pero no se apartó.

Y como aquella otra noche, los labios masculinos rozaron los dedos, las palmas, la muñeca y luego los hombros.

Se agitó como si la sacudiera un huracán. Y fue entonces cuando Mark, impotente para contenerse, la estrechó contra sí y con su boca buscó la de ella.

—No…, señor.

—Sí, Vanja. Es más fuerte que nosotros dos. No temas, vida mía —susurró apretándola más y más hasta dejarla muy quieta bajo sus ojos—. Te quiero para siempre. No es un capricho de niño rico, porque yo, pese a mis millones, nunca fui caprichoso. Te quiero para toda la vida.

Las manos femeninas trataron de apartarlo, pero Mark rió quedamente. Jugó con los ojos que le huían.

—¿Te das cuenta? ¿Por eso me rehuías?

Ocultaba la cara en el pecho masculino y él le acariciaba el pelo suavemente.

—Por eso huía —gimió angustiada—. Por eso he de huir y ahora… no me encontrarás.

—No vas a poder, pequeña. Te voy a tener prisionera bajo mis labios la vída entera.

—Será demasiado delicioso, pero vas a perderme porque no quiero que ella sufra por mi causa.

—Ella…, ¿te refieres a milady?

—Me refiero a tu único pariente a quien no puedes dar un disgusto de esta índole.

Se apartó de sus brazos y fue a recostarse en el marco de la ventana.

La siguió. La retuvo por la espalda. Ella se estremeció, si bien permaneció inmóvil. Pero su mano, aquella mano casi infantil, se alzó y acarició suavemente la cabeza rapada.

—Mark —susuró—, has de olvidarme.

—¡Mark! Me gusta mi nombre pronunciado por tu boca en esta oscuridad. Vanja, voy a quererte mucho, pequeña. Voy a cubrirte de joyas y de modelos. ¡Dios santo, llevarte en el yate conmigo, tenerte siempre cerca!… Y tú aprenderás a apagar la luz cuando yo llegue.

—¡Qué delicioso loco eres, Mark! Pero qué irrealizable cuanto dices.

—Iré ahora mismo a ver a mi tía y le diré lo que pasa.

Se separó rápidamente. Encendió la luz con brusquedad. Frente a frente se miraron y ella enrojeció hasta la raíz del cabello bajo los ojos que ahora no eran sarcásticos.

—No, Mark. Decírselo a ella nunca. Tú no sabes… lo que supondría para Isabel de Mansfield que su único heredero se casara con su señorita de compañía.

—Pero yo te quiero —dijo fuerte—, y ha de saberlo todo el mundo.

Tocaron en la puerta en aquel instante y Vanja se estremeció. Alisó el cabello, se mordió los labios y después abrió. Sol, pálida y nerviosa, la miró.

—¿Qué sucede, Sol?

—A milady le ha dado un colapso. Tom ha ido a buscar al médico.

Escapó escalera arriba sin mirar hacia atrás y Mark la siguió. Lady Hamton, con los ojos semiabiertos, parecía respirar con fatiga.

—Milady —susurró Vanja, muy bajo—, nunca me perdonaré haberla dejado sola un instante.

¡Abnegada Vanja! ¡Maravillosa Vanja! En pie contemplaba la juventud y la vejez unidas ahora. Sonrió sarcástico. Lady Hamton podía empujarlo hacia Carolina Arnold, pero ésta nunca se sentaría a su lado con aquella ternura Y la niña desvalida estaba allí, sumisa, callada y cariñosa.

Besó a su tía y escapó de allí. No subió a la alcoba porque le era penoso ver a la mujer amada junto a otra mujer que le negaba la felicidad. Cuando bajó, el médico le dijo muy serio:

—Señor Mansfield, debo comunicarle que su señora tía se halla en estado grave. Un simple disgusto puede ocasionarle la muerte.

—Lo tendré en cuenta —dijo amable.

—Le he recomendado a la señorita Bergerac que no se mueva en toda la noche de su lado.

Se enfureció pero domeñó el enfado.

—No podemos obligar a la señorita Bergerac a pasar una noche en vela junto a una enferma —arguyó, dominando su rebeldía.

El médico arqueó una ceja.

—Tenga usted en cuenta, señor Mansfield, que Sol equivocaría las píldoras en cualquier momento. Tom es demasiado anciano para velar y los demás criados son una nulidad sencillamente. Por el contrario, la señorita Bergerac es joven, inteligente y tiene el título de enfermera.

—Ya.

Buenas noches, señor Mansfield. Si me necesitan, llámenme por teléfono.

—Buenas noches, doctor, así lo haré