IV

Se hallaba recostado en el umbral. Tenía un pitillo en la boca y sus ojos seguían todos los movimientos de una doncella, quien con ayuda de Tom curioseaba el salón.

—¿Les ayudo? —preguntó una voz armoniosa.

Mark se volvió.

—¿Ya se ha dormido mi tía?

—Milady queda rezando el rosario. Dentro de media hora, Nelly le subirá la comida. Le ruega, señor, que la disculpe esta noche.

—¿Indica ello que he de cenar solo?

—Eso parece.

—Pues entonces me iré al yate. No me agrada comer solo como un desheredado de la fortuna.

Vanja encogió los hombros y entró en el salón.

—Puedes ir a tus faenas, Sol; yo ayudaré a Tom.

La querían todos en el castillo de Hamton Lo supo Mark aquella noche mientras la miraba ir y venir de un lado a otro del salón. Renovó las flores de los búcaros. Retiró el servicio, que luego llevaba Tom a la cocina. Quitó las alfombras y las dejó en poder de Sol, cambió algunos candelabros de sitio y luego puso en torno a la cintura un delantal que le trajo Sol y se dispuso a limpiar el polvo con la mayor sencillez del mundo. ¡Por cuánto haría Carolina o cualquiera de sus amigas aquellas faenas! Era sencilla y bonita, sabía ser una muchacha distinguida y una ama de casa perfecta. Sabía responder una pregunta difícil y sonreír con cautivadora gracia cuando era preciso.

Y él, recostado indolentemente en el umbral del salón, miraba y oía. Tom hablaba por los codos con Vanja. Le contaba chistes mientras iban de un lado a otro y Vanja reía con todas sus ganas… No había coquetería ni subterfugio alguno en su risa de nióa buena y joven. En ella todo era sencillo y espontíneo.

Sol le contaba ahora una anécdota de Nelly y Vanja hubo de detenerse en su faena para reír. De súbito, se fijó en él. Evidentemente, creyó que se había retirado.

—Le vamos a manchar, señor —dijo con sencillez.

—Preflero que me manchen a quedarme solo en mi despacho.

Y siguió fumando.

—Como desee —rió Vanja ocupándose nuevamente de su tarea.

—Señorita Bergerac, el próximo jueves sirva usted más pastas a lady Arnold —dijo Tom con cómica sonrisa—. He observado que es una golosa.

—Pero, Tom, eso no está bien.

—La vi tan atareada que vine a ayudarle, por eso lo he visto.

Vanja le hizo una seña. El señor estaba en el umbral y podía oírlo. Y claro que lo oía Mark.

—Me gustan esos comentarios —dijo Mark avanzando—. Sigue, Tom. ¿Qué más observaste?

—Pues…

Ahora Vanja limpiaba con fuerza un candelabra. Lo colocó sobre una consola. Por nada se le cae.

—Me agrada oírlos, Tom.

—Señor, yo…

—¿Qué más observaste?

—Lord Koren siente debilidad por los martini.

—Y por el coñac —rió Mark, divertido.

—Y la señorita Ann…

—Muy interesante, Tom. ¿Qué observaste en la señorita Ann?

—Considero de mal gusto esta conversación —intervino Vanja, mirando severamente al mayordomo.

—Pero, señorita Bergerac, si a mí me gusta oír a Tom. Me gusta, se lo aseguro, y no lo censuro.

—De acuerdo, señor, pero no está bien…

—¿Qué has observado, Tom?

—Que se mete los dedos en la nariz.

—¡¡Tom!!

Ante aquel grito y la carcajada de Mark que siguió después, el pobre Tom se encogió sobre sí mismo y salió disparado del salón. Mark hubo de hundirse en una butaca y sostener el vientre con ambas manos. Vanja, severísima, detenida ante él, esperaba que concluyera el acceso de hilaridad y cuando éste cesó, dijo enojada, con la misma sencillez de siempre:

—Tom es un insolente, pero usted…, señor, no tiene disculpa.

Y se fue.

Mark se quedó con la boca abierta. Arqueó las cejas y luego se echó de nuevo a reír. ¿Sería divertido ver a Ann con sus finos dedos en las narices! ¡Tom era un humorista!

Una hora después, Sol subió a la alcoba particular de Vanja y le dijo:

—He servido la comida a milady y me envía a decir que hoy no necesita nada más. Y vengo también de parte del señor para que baje usted a comer con él.

—¿Yo?

—Eso me ha dicho, señorita Vanja.

—Pues dile que no. Milady no lo permitiría.

Sol curvó los labios en una sonrisa picarona.

—Milady no tiene por qué saberlo.

Vanja se creció.

—Lo sé yo y basta, Sol. No estoy aquí para entretener al señor, sólo estoy para atender a milad. Dígaselo así al señor.

—El señor es muy terco, señorita Vanja.

—También yo lo soy.

Y despidió a Sol amablemente.

Diez minutos después llamaron de nuevo a la puerta. Se hallaba hundida en el borde del lecho y se levantó para abrir. Su sorpresa fue grande cuando vio el rostro sarcástico de Mark en el umbral.

—Señor…

—Vengo a rogar humildemente que me acompañe a comer. No podía soportar la soledad, señorita Bergerac.

Ella sonrió cálidamente. Era deliciosa su sonrisa.

—Lo siento, señor. A milady no le agradará y yo no tengo tiempo ahora para vestirme correctamente.

—Milady duerme y comeremos en el comedor pequeño. En realidad, soy yo quien le acompaña a usted, señorita Bergerac.

—Pero…

—Se lo suplico.

Parecía un niño pidiendo una golosina. Aturdida, no supo qué decir. Se miró a sí misma. Vestía el mismo modelo blanco ajustado al busto, escotado y juvenil, y cayendo en vuelos desde la cintura. Calzaba altos zapatos, y en torno al talle aún llevaba el delantal de flores que le entregó Sol.

—Encantadora —dijo él, bromista.

—No debo, señor. Milady…

Alargó la mano y con suavidad le quitó el delantal. Luego, la tomó del brazo.

—Vamos, señorita Bergerac.

Y fue. ¿Podria alguien resistirse ante aquella voz suplicante y persuasiva?

* * *

—¿Un cigarrillo?

—Gracias, no fumo.

—¡Ah!

La contempló una vez más. Sería agradable pasar todo el resto de su vida junto a una muchacha así.

La comida había tocado a su fin. Ahora, sentados uno frente al otro en sendos butacones, tomaban el café. Los ventanales estaban abiertos y por ellos entraba la brisa de la noche, mezclada con el aroma de las flores. Era agradable estar allí y tener al lado una mujer bonita, sincera y joven.

—De modo —sonrió Mark— que Ann se mete los dedos en las narices. ¡Qué divertido!

—¿Pero hace usted caso de Tom?

—¿Cree entonces que no es cierto?

—Claro que no. Ann es demasiado distinguida.

—Sí, muy distinguida…, pero no me asombra que meta los dedos en las narices. A decir verdad, imagino de Ann muchas otras cosas peores. Por ejemplo, se escarba los dientes una vez come, le sudan las manos y tiene unas horribles pecas que disimula bajo una capa de maquillaje. ¡Oh, sí! Ann es la que menos me gusta.

—¿Le gusta alguna, quizá?

Mark echó la cabeza hacia atrás. El cigarrillo echaba humo, una espiral ondulante que ascendía hacia el techo y se iba hacia la noche por el ventanal abierto.

—Eso es lo malo, señorita Bergerac, no me gusta ninguna de las cinco. Y… quisiera casarme.

—Pues elija a la más sincera.

Mark rió.

—¿Sincera? A fa mía que no es ninguna. Todas tienen máscara y sabe Dios lo que se oculta tras ella. Y el matrimonio no es para un dia, ni para un año. Es para toda la vida porque yo soy cristiano.

—Pues busque en otro lugar. Hay mujeres buenas, señor Mansfield. Muchas mujeres buenas. Lo que hace falta es hallarlas.

—No es nada fácil cuando se tienen muchos millones de dólares. Porque no sé si usted sabrá, señorita Bergerac, que yo soy americano por mi nacimiento. Todo mi capital está en América. Pozos de petróleo en California, diques. en Nueva York… —se echó a reír con desenfado—. Mi padre era inglís y mi madre americana. Yo soy un poco de todo.

—Pero vive en (Londres, ¿no?

—A veces nada más. Hoy estoy en Escocia, mañana puedo estar en Londres, y dentro de una semana en California. A veces no es agradable tener tanto dinero.

Ella calló. ¿Qaé podía decirle?

—Y necesito mujer —añadió Mark sin moverse, con los ojos cerrados y el pitillo entre los dientes—. La necesito por compañera y presiento que no voy a resistirme más. ¿Pero cuál de las cinco elijo? Fhyllis, detestable. Carolina hipócrita, lánguida, a su lado el matrimonio se convertiría en una rutina estúpida. Ann, descarada, se mete los dedos en las narices y suda —lanzó una carcajada y Vanja hubo de contenerse para no secundarlo en su risa—. Lil…, la más sincera de todas, pero no se casaría conmigo si no tuviera un yate y pozos de petróleo. Y en cuanto a Martine…, ¡que la soporte su madre!

—Entonces, todas descartadas.

—Eso es.

—¿Y en Londres?

Mark se incorporó. Apiastó la punta de su cigarrc en el cenicero que ella le alargaba y manifestó:

—En Londres, en Escocia, en Nueva York, y en todas partes del mundo, yo soy el rey del petróleo. Si me llamara Mark Mansfield y no tuviera un centavo, encontraría esposas a mi gusto, pero así… es difícil.

—Márchese en tren, saque billete de tercera, hospédese en una fonda infecta y toque la armónica en los cafetines.

—¿De veras?

—Así hallará la mujer que le quiera por sí mismo.

—La idea no es consoladora porque amo la vida muelle.

—Entonces no se queje, señor Mansfield.

—Señorita Bergerac, permítame que le diga una cosa. Estoy pensando en ello desde…, desde hace un año.

—¿Un año y no lo ha dicho aún?

—No me di cuenta de que esa cosa ocupaba mi pensamiento hasta esta tarde. Alguien dijo en el grupo que la señorita de compañía de milady era incolora…

Rió de buena gana y se inclinó hacia la desconcertada joven.

«¡Incolora! —repitió pensativamente—. Incolora una criatura que es todo color. Bien, eso han dicho y yo pensé…»

Vanja no se atrevió a preguntar qué había pensado. Deseaba marchar de allí. Las confidencias del millonario estaban llegando demasiado lejos y ella… no quería sufrir un desengaño. Admiraba a Mark Mansfield. Lo admiraba mucho y temía que… No, era preferible que él se callara. Pero Mark no calló.

—Pensé en hacerla mi mujer.

Otra que no fuera Vanja, hubiera lanzado una ex clamación ahogada, se hubiera puesto en pie, hubiera reído divertida o enojada, o contenta, o disgustada. Vanja no hizo nada de eso. Quedó como estaba. No dijo nada. Tan sólo sus manos en el regazo se apretaron nerviosamente. Mark arrastró la butaca y sus rodillas rozaron las de la joven.

—Eso he pensado. Y ahora me doy cuenta por qué no me interesó ninguna mujer. Antes, cuando no la había conocido, pensaba en Carolina con agrado. En Fhyllis, en Martine, en las otras. Y un día, cuando quizá estaba próximo a dar gusto a mi tía casándome con una de sus candidatas, apareció usted. La vi sentada junto a milady con las piernas juntas y la cabeza alzada. Y recordé el arpegio de su voz a través de mis viajes incansables, recordé el olor de las flores que usted colocaba en los búcaros. Y recordé sus ojos.

Había poca luz en la estancia. Se oía a lo lejos el trajín de los criados, los ruidos nocturnos en el parque. Y allí la voz cálida que estremecía el cuerpo joven de Vanja Bergerac.

—Ya le dije —añadió él— que me agrada la oscuridad. He de querer siempre a mi mujer sin luz artificial. Y me será grato, me producirá hondo deleite oír su voz en las tinieblas. ¿No me dice nada?

Se agitó. Mark buscó las manos en el regazo y las tomó entre las suyas.

Las oprimió fuertemente y se inclinó sobre ellas. Eran unas manos pequeñitas, delgadas y suaves. No estaban adornadas y las uñas pulidas sin pintura parecían más infantiles. Besó los dedos uno a uno, después aplastó su boca en las palmas tibias y sintió que se estremecían. Luego, besó la muñeca y sus labios rodaron brazo arriba. Ella lo rescató sin violencia, pero enérgicamente.

—Está usted diciendo tonterías, señor…

—No son tonterías y tú lo sabes, Vanja. No sé por qué, desconfiando de todas las mujeres, voy a creer en ti. Pero creo. Si me dices que correspondes a mi cariño, te creeré.

—Pues no le quiero —dijo con firmeza.

Y se puso en pie, saliendo precipitadamente de la estancia. Mark no se movió. Miraba obstinado hacia la puerta y cuando ella desapareció del todo, suspiró con fuerza y encendió un cigarrillo, que mordió sin piedad alguna.

Era eso. ¡Estaba enamorado de ella como un loco!