II

Troon es un pueblo casi diminuto situado en Eseocia, si bien, pese a su menudencia, allí se reúne la crema de los escoceses y algún inglés como lady Hamton, cuya regia residencia, enclavada en lo alto de una colina, parece dominar el pueblo. Por una carretera empinadísima rodaba aquella hermosa mañana de junio el descapotable de Mark Mansfield, el millonario que se detenía muy poco en todas partes, pero que no dejaba de hacer una visita mensual a su aristocrática tía.

Mark era, como ya dijimos a través de sus jóvenes enamoradas, un mozo de unos veintiocho años, alto, flaco y moreno, con los cabellos rubios, casi rapados, los ojos azules muy claros, la nariz recta y aguileña y la boca sensual siempre plegada en una sonrisa sarcástica, como si se burlara del mundo y de todos los seres de la tierra.

Vestía aquella mañana un pantalón de franela gris, jersey de algodón blanco arremangado hasta el codo, subido y sin cuello, una visera blanca también, tapando la cabeza, donde los cabellos nacían hirsutos, casi insultantes, y calzando zapatos negros de piel, muy brillantes. Lucía en la muñeca un cronómetro de oro y en el dedo medio de la mano izquierda un gran solitario. Eso era todo. Su llegada a Troon coincidía con el cumpleaños de su anciana tía y estaba dispuesto a permanecer en Troon una larga temporada si las candidatas a sus… millones no lo fastidiaban demasiado.

El auto llegó a la recta, torció hacia la izquierda y buscó la carretera particular que conducía al castillo de lady Hamton. Joe, el jardinero, al ver el descapotable rojo, abrió el portalón y el vehículo pasó, no sin antes exclamar su ocupante:

—¡Hola, Joe! Esta tarde te desafío a una partida de póquer.

—¡Hola, señorito Mark! Acepto el desafóo —gritó Joe, moviendo sus venerables patillas.

El descapotable atravesó el hermoso parque y fue a detenerse ante el garaje. Nuestro amigo salvó la distancia que los separaba de la terraza en unas cuantas zancadas; en el vestíbulo se detuvo.

—¡Hola, Tom!

El mayordomo, con aspecto de criado de casa rica, se inclinó ceremonioso, pero su sonrisa, al clavarse en Mark, era casi infantil. El joven le palmeó la espalda y le dijo, cariñoso:

—Sigues engordando, Tom. Hay que ponerse a dieta.

—Es difícil, señorito Mark. Tengo un apetito devorador.

—Eso es salud —rió Mark, siguiendo su camino.

En una puerta vio la cara redonda de la cocinera

—Buenos días, Nelly. ¿Hay estofado hoy?

—Sí, señorito Mark, y bien venido.

—Gracias, Nelly. En secreto te diré que estaba deseando pisar tierra firme.

—El señorito viene más moreno.

—Es el mar, mi querida Nelly.

Subió de dos en dos las escalinatas alfombradas. Miraba al frente porque sabía de memoria el decorado del vestíbulo, el color de las alfombras que pisaba, la firma de los cuadros de gran valor que colgaban de las paredes y los búcaros de flores que adornaban el vestíbulo superior. Sabía, asimismo, la cantidad de flores que Vanja, la señorita de compañía de su tía, ponía en cada búcaro y hasta la cantidad de agua que las mantenía lozanas durante dos días.

—Buenos días, señorito Mark.

—Hola, Sol —sonrió, cariñoso, mirando a la doncella de su tía—. ¿Dónde se encuentra milady en este instante?

—En el gabinete, con su señorita de compañía. La señorita Vanja le lee la Prensa.

—¿Y sabe que he llegado?

—Ha visto el yate apenas levantarse. Está muy contenta, señorito Mark.

—Hasta luego, Sol.

Siguió ascendiendo. Atravesó el largo pasillo exquisitamente decorado y cruzó la galería llena de plantas exóticas.

Oyó la voz armoniosa de la señorita Vanja. Era una voz siempre igual. El, que la conocía desde un año antes, exactamente desde que lady Hamton la tomó a su servicio, jamás le oyó levantar el arpegio cálido de su voz bien modulada. Le gustaba aquella voz, sería grato escucharla en la oscuridad cerca de su oído. Se echó a reír y entró sin llamar.

Miró a un lado y a otro. Hundida en la otomana, se hallaba lady Hamton, con sus cabellos blancos, sus ojos azules cansados y su frente llena de arruguitas venerables. Vestida con su bata de gruesa lana, y ocultos los pequeños pies en zapatillas de piel forradas de pelusa. Lo sabía todo muy bien. No recordaba ver a su tía en otra parte y le agradaba llegar al castillo de Hamton y encontrarla allí con su sonrisa bienhechora, su perfil aristocrático y sus manos pequeñas llenas de sortijas.

A su lado, sentada en el borde de una butaca, estaba Vanja. Una linda muchacha de dieciocho años, inglesa de nacimiento, que se educó en un colegio aristocrático y debido a la muerte prematura de su padre, se vio obligada a trabajar para vivir. Todo esto recordaba habérselo oído decir a su tía cuando por primera vez le oyó hablar de su señorita de compañía. De ello hacía un año. Y desde entonces, todos los meses la veía allí, callada, dócil, sumisa, con la frente levantada diciendo que no era tanta su sumisión como para no atreverse a mirar de frente a los que en otros tiempos fueron sus iguales.

—¡Hijo! —exclamó lady Hamton, al ver la figura masculina en el umbral.

Mark avanzó presuroso y se arrodilló ante la dama. Puso la rubia cabeza en su regazo y confesó con voz de falsete:

—El sobrino pródigo, a tus pies, distinguida milady.

—Ven que te bese, hijo. Claro que eres el hijo pródigo, el hijo malo que me tienes abandonada. Ven que te bese —repitió, enternecida.

Y lo besó en ambas mejillas una y otra vez como si no se saciara nunca. Y Mark se dejaba besar con cara de niño dócil, causando una risa interior en la señorita de compañía.

Cuando la dama depuso su entusiasmo, pudo Mark levantarse y entonces se inclinó cortés ante la joven.

—Señorita Vanja…

—Hola, señor.

Iba a retirarse, pero la dama le dijo:

—Te necesitaré dentro de unos instantes, Vanja. Espera en la salita y prepárame ropa. Hoy voy a comer con mi sobrino.

—En seguida, milady.

Se alejó. Los ojos del experto la siguieron. Una linda muchacha, más linda con aquellos colores morenos que seguramente se debían al sol.

—Un mes que me pareció un siglo, querido mío —exclamó la noble, llamando la atenciín del muchacho.

—Te traigo un presente, tía Isa.

—¿De veras?

—Hoy es tu cumpleaños y por eso estoy aquí.

—¡Lo has recordado!

—¿Cuándo no lo recuerdo?

—Es cierto, pero yo cada día que transcurre tengo menos atractivo para ti y tú necesitas viajar. Es tu pasión.

—Mi pasión compartida con tu cariño.

—Gracias, Mark, querido. Hoy, en tu honor, bajaré al comedor.

—No te fatigues, tía Isa. No te conviene. Si acaso, como yo en tu habitación.

—Prefiero celebrarlo en el comedor de gala. Daré órdenes a Nelly en seguida.

Trató de ponerse en pie y Mark se apresuró a ayudarle.

—Estas piernas móas, querido mío —se lamentó, apoyándose en el brazo masculino—. Y este corazón… El día menos pensado te doy un serio disgusto.

—No digas eso.

Atravesaron la lujosa estancia cogidos del brazo. Al llegar al saloncito contiguo, la dama se detuvo y contempló seria el rostro moreno.

—Mark, tengo que hablar contigo de algo my serio.

—Estoy en disposición de oírte cuando quieras.

Vanja Bergerac curioseaba unos papeles en la esquina del salón. A través del cristal de una ventana veía las dos figuras. La de lady Hamton, encorvada y arrogante. El contraste. ¡La juventud y la vejez!

—Has de casarte, Mark.

Observó cómo Mark se estiraba más y sus ojos, de mirada sarcástica, sonreían humorísticos.

—¿De veras? ¿Me tienes preparada tu candidatura? —rió, con desenfado.

Vanja se dijo que le molestaba escuchar la conversación íntima, pero estaba habituada a ello, Por otra parte, todos los días lady Hamton le hablaba de ello: del sobrino descarriado, de los herederos que a aquel paso nunca iba a tener, de Carolina Arnold, que era bonita, distinguida y seria, una gran lady Hamton.

—Te la tengo preparada y tú lo sabes, Mark. Esta vida no puede continuar. Tus viajes, tus sarcasmos. Hay que detenerse alguna vez, Mark, y mirar la vida con cara franca.

—¿Acaso no lo hago?

—No. Huyes como si escaparas de algo, tal vez de ti mismo.

Ahora los ojos sarcásticos se cruzaron con una mirada gris, clarísima y extraña. Mark sintió algo parecido al malestar.

—Hablemos de ello en otra ocasión —dijo, fuerte, sin dejar de mirar los ojos que no se bajaban, sino que, por el contrario, se mantenían alzados, clavados extrañamente en los suyos.

—Hemos de hablar hoy, ahora, porque ignoro si mañana te habrás ido otra vez.

—Me quedaré todo el mes de junio. Para julio estaré en Montecarlo.

—¿Lo ves? Si puedes llevar a tu esposa contigo, si yo no te hablo con egoísmo.

—¿Usted qué dice, señorita Bergerac? —preguntó, de súbito.

Observó que los ojos no lo veían porque seguían clavados en algo. Unicamente la sintió revivir en los hombros, que se agitaron. Lady Hamton, al advertir su presencia, buscó amable su concurso:

—Contéstale, Vanja.

—Pues no sé de qué estaban ustedes hablando —dijo, volviéndose.

Y Mark supo que decía verdad. ¿En qué pensaba, pues? Era rara aquella linda muchacha, de gran personalidad, que no se intimidaba fácilmente.

—Hablábamos de un posible matrimonio entre Carolina Arnold y mi sobrino.

—¡Ah!

—¿No le parece que Mark debiera casarse?

El la miraba con fijeza, pero ella no enrojeció. Sonrió amable, y en sus mejillas se formaron dos hoyuelos encantadores.

—No sé qué decirle, milady. En realidad, vivo muy al margen de eso.

—Te hablo todos los días de esa boda.

—Por supuesto. Pero no conozco a lady Arnold.

—Yo le diré cómo es —dijo Mark, impetuoso.

Y la joven se asustó al verlo venir hacia ella con los ojos más sarcásticos que nunca.

—¡Mark!

—Permíteme, tía Isa, que retrate en dos palabras a lady Arnold.

—No es correcto, querido, puesto que conozco la manía que tienes a los Arnold.

—Pues tanto más a mi favor. No querrás que me case con una mujer a la que detesto.

—Es una manía tonta. Luego, eso se trocará en amor.

Vanja, con su modelo de hilo blanco, menuda, frágil y esbelta, se mantenía inmóvil junto al ventanal, mirando a uno y a otro. Al otro extremo del salón, lady Hamton, apoyada en su bastón de ébano, miraba severa a su sobrino, quien en medio de las dos, separado considerablemente de ambas, trataba de mirar a una y a otra a la vez. Era algo cómica su postura. Al mirar a lady Hamton, suplicaba; al mirar a la joven, reía burlón.

—Alta, delgada, imponente —reía Mark, con cara de niño travieso—. Tiene el empaque de un cuadro del salón, la mirada del siglo pasado, lánguida, bobalicona para engañar incautos. Las manos con uñas larguísimas como garras dispuestas a apresar al primer millonario que pase, y ese tipo soy yo. Mide cada frase, la aquilata, la sojuzga dentro de su garganta y después la lanza. Todo preconcebido, estudiado, con pose… No, mi querida Isabel de Mansfield, cuando me case, lo haré con una mujer de carne y hueso que vibre y sonría, que grite si hay que gritar y se enfade si hay que enfadarse.

—¡Mark!

—Dime, distinguida milady.

—¿Has terminado con tu perorata estúpida?

—No he terminado, pero en honor a tu cansancio y al de tu distinguida señorita de compañía, doy por terminado el debate.

Burlón, avanzó de nuevo hacia la dama, no antes de inclinarse reverenciosamente sarcástico ante la joven impasible que no había reído ni lanzó un comentario.

—Te acompaño a tu alcoba, mi querida Isabel.

—Más respeto, Mark. Siempre serás un descarado. No vayas a creerte que tienes simpatía en nuestra sociedad. Tu sarcasmo a veces resulta demasiado insultante.

—Ahí está la hipocresía de los humanos —comentó, tomando la mano de la dama y colocándola tiernamente bajo el brazo. Apretó los dedos delicados llenos de sortijas y añadió, cariñoso—: Suponte lo que sería de mí si no tuviera millones. Si hoy les parezco detestable, imagínate al pobretón Mark solicitando a la estirada lady Arnold en matrimonio.

—Pero como no te ves en ese caso, tendrás que acatar las circunstancias

Mark rió de buena gana y Vanja volvió a colocar los libros en el pequeño departamento, no sin antes pensar que Carolina Arnold nunca sería la esposa de Mark Mansfield. Se alegraba. Después de todo, aquel guapo mozo y descarado, que desnudaba al mirar, merecía una mujer de carne y hueso como él dijo, no un maniquí de cuadro caro.

Los vio alejarse del brazo y sonrió un poco burlona.

* * *

Lady Hamton echaba su siesta acostumbrada. La comida tuvo lugar en el comedor de gala y ambos personajes, los únicos comensales, siguieron discutiendo hasta el punto de que Mark tuvo que enfadarse y lady Hamton lo dejó por inútil.

Ahora Mark fumaba un segundo cigarrillo sentado tranquilamente en la balaustrada de la terraza. Era grato estar en la casa grande, con perfiles de castillo legendario gendario de tía Isabel. Era grato dejar los camarotes personales por unos días, y grato contemplar el parque lleno de flores, las terrazas familiares, los rostros siempre conocidos y afectuosos y la estampa de aque11a joven llamada Vanja que tenía los ojos más claros y luminosos del mundo.

Fumaba a grandes bocanadas, mientras contemplaba la figura esbelta, enfundada en el modelo blanco de hilo, que recogía flores en el jardín. La midió de pies a cabeza, mientras balanceaba sus piernas con despreocupación. Vestía ya su pantalón de franela y su jersey blanco arremangado hasta el codo. Para comer en casa de tía Isabel había que vestirse como si fuera uno a asistir a una cena en un salín aristocrático. Y Mark era despreocupado en extremo. Por eso, una vez cumplida su obligación, volvió a sus ropas cómodas. Y allí estaba, con los ojos azules y burlones, clavados en la figurilla frágil de la señorita de compañía.

Era linda, caramba… Muy linda aquella jovencita con cuerpo casi de niña y ojos de mujer. Eran hermosos los ojos soñadores que parecían gotitas de agua cristalina en la cara bronceada y lozana. Y esbelto el talle de avispa que ahora aprisionaba un cinturón de cuero negro, y bonitas las piernas que sostenían las caderas redondeadas. Y suave el pelo leonado, cortado a la moda como si fuera un muchachuelo travieso. Y mórbidos los brazos que acariciaban en aquel instante los rayos del sol. Y delgadas y menudas las manos que cogían flores.

La vio regresar con flores apretadas en los brazos. Los senos se alzaban túrgidos y bellos, y Mark se complació en imaginarla en una gran fiesta, vestida con traje de noche, luciendo perlas puras y auténticas en la garganta suave que se alzaba con arrogancia.

No se movió.

—Me gusta el olor de esta casa —dijo, cuando ella estuvo en el último peldaño de la escalinata de mármol—. Aun en mi yate recuerdo ese olor. ¿Son sus flores?

—Es agradable su aroma —dijo ella con sencillez.

—Sí que lo es.

Iba a seguir, pero Mark quitó el cigarro de la boca para pedirle:

—Quédese un poco junto a mí Después de mis viajes me agrada ver cosas tangibles. Sentir voces humanas.

—Supongo que no navegará solo —comentó ella con la misma sencillez. Y al sonreír se le formaban dos hoyuelos encantadores en las mejillas bronceadas.

—Por supuesto que no. El capitán es un ser enigmático. Ni siquiera cuando va a venir la tormenta se molesta en decirlo. El piloto se pasa las horas contemplando la fotografía de su novia irlandesa. El contramaestre tiene bastante con pelear con sus marineros y éstos… están bebiendo continuamente, mientras hablan de sus respectivas novias que tienen en distintos puntos del globo. Soy como un ser aislado en mi propio yate, señorita Bergerac.

Vanja se apoyó en la columna. Se hallaba a distancia de él, pues Mark continuaba sentado en la balaustrada, balanceando sus piernas y chupando fuertemente el pitillo. La joven apretaba las flores contra su pecho y Mark pensó:

«Si fuera pintor la pintaba así. Con las flores apretadas contra el seno, los ojos soñadores clavados en un punto lejano, el perfil puro y nimbada por una aureola de ternura incontenible que se desprende de la boca húmeda y roja, cuyo aliento se confunde con el aroma de las rosas Pero no soy pintor para desgracia mía.»

—Entonces tendrá que seguir el consejo de milady —adujo ella, mirándolo con simpatía—. Una mujer a su lado en el yate le servirá de mucho.

—¿Una mujer?

—¿Por qué no?

—Eso digo yo, ¿por qué no? Pero no la encuentro —rió, sin dejar de ser irónico—. Tenga usted en cuenta que la busco desde que quedé huérfano y de ello hace más de ocho años. Yo tenía veinte y era un muchacho encantador.

Sonrió discreta y los hoyuelos se acentuaron.

—Si me caso con Carolina Arnold —siguió él, humorístico—, tendré que elegir entre mi pasión por el mar o su amor. Y la verdad es que prefiero mi mar.

—Otra. En Troon hay chicas muy lindas.

—¿Baja usted mucho al pueblo?

—Sólo cuando me lo ordena milady.

—Irá usted a comprar cintas; botones, hilos o zapatos, ¿no es cierto?

—Algo así. Sólo cuando tengo que ir obligada por las circunstancias.

—Pero conoce usted a las señoritas de Troon.

—No a todas. A las que frecuentan los jueves las veladas de milady.

—¡Los jueves! —rió él, flemático—. Dígame usted lo que opina de esos jueves.

Huía la mirada gris, lo que equivalía a decir que tenía un punto de afinidad.

—Yo los detesto —sonrió Mark, burlón—. Pastelitos, licores y después, entre bocado y sorbo, una crítica acerba, un comentario que más tarde se convierte en calumnia, una risita que significa el descrédito para una jovencita honrada. Lo dicho, detestables, señorita Bergerac. ¿Opina o no como yo?

Vanja se limitó a sonreír, y ¡cuánto favorecía su cara aquella sonrisa un poco irónica! Pero nada dijo. ¿Qué podía decir? A ella le pagaban un sueldo espléndido por estar al lado de la dama. Y tenía el deber de oír, ver y callar. Allí era sencillamente un mueble de lujo, a veces de utilidad, pero nada más. La persona humana, el ser, había quedado en el piso bonito de Londres, o quizá se fue cuando papá murió y le dejó por fortuna una gran educación, unos modales aristocráticos que la hacían más exquísita y el sol arriba y la tierra abajo. Eso era lo que ella tenía.

Reconociendo el significado de su mutismo, Mark añadió, mordaz:

No importa que se calle, me gusta mucho el acaramelado tono de su voz, pero la disculpo ahora. No obstante, hay silencios elocuentes, y este es uno de ellos. ¿Sabe usted, señorita Bergerac, que al estar a su lado y verla silenciosa, me da la impresión de sentir sus frases como si realmente las estuviera pronunciando? Es algo curioso lo que me sucede. A veces pienso en ello y le aseguro a usted que no me gusta pensar demasiado.

—Quizá se deba a que adora usted a su tía y me asocia a su silueta.

—Sí, desde hace un año la imagino siempre de la misma manera. Muy callada, hundida en la butaca con el libro entre las manos y su voz desgranando historias románticas, que oye lady Hamton con sonrisa de niña ingenua.

Ella volvió a sonreír.

—Pues —añadió Mark con indiferencia, mirando la punta de su cigarrillo—. Detesto los jueves de mi tía, las sonrisitas cándidas de Martine Morgan, que se dejaría cortar los dedos de la mano por casarse con un tipo idiota como yo —rió de buena gana—. Detesto la postura siempre correcta de Ann Williams y las frases convencionales de Lil Sanz.

—Le queda a usted una, señor —murmuró Vanja con picardía.

—¡Ah, se refiere usted a Fhyllis Haymes! Muy linda, pero vacía como su papá. Recuerdo que una vez me invitó a su coto de caza… Fue todo muy divertido. A mí me gustaba Fhyllis —añadió, pensativamente—. Me gustaba mucho, señorita Bergerac. Pero dejó de gustarme casi simultáneamente. Calladita, sumisa, buena chica delante del hombre que deseaba cazar. Pero una noche yo, que me agrada contemplar las oscuridades, salí a la terraza y oí voces. ¡Qué voces más desagradables! Era la señorita Fhyllis, que reñia con su doncella. La ponía a bajar de un burro, como se suele decir, y no era muy delicada para humillarla. Desde entonces dejó de gustarme. Imaginé aquella voz en la oscuridad junto a mí… ¡Detestable!

Vanja rió de buena gana. No la asombraban las confidencias. Estaba acostumbrada a que Mark de Mansfield la eligiera en cada uno de sus retornos para hacer de auditorio. Era grato saber que alguien la trataba como persona y la elegía además para escuchar sus confidencias. Recordaba oírle contar, en las siestas de su tía, cuando en realidad podía departir a sus anchas, sus correrías por la India. Una pasión que luego se trocó en burla por parte del hombre desencantado. Y es que Mark de Mansfield era exigente. Buscaba el manantial de las cosas. No se conformaba con lo superficial, ahondaba con avaricia en las profundidades espirituales y las desvirtuaba después, cuando no le agradaban. Por eso sería difícil para él buscar mujer. Aquélla tendría que estar llena de virtudes y Vanja sabía que no todas las mujeres son virtuosas.

—Me sucede algo raro —dijo él de súbito, con semblante pensativo—: a su lado no me burlo nunca. Me agrada ver su cara interesada en mis relatos —rió, esparciendo su serenidad, y añadió amable—: Me gusta la oscuridad, y cuando me case, si encuentro al fin la mujer que busco, cosa que dudo, le pediré que me hable muy cerca de mí. Hablar y hablar sin luz, sin visiones molestas. Y sabré por la voz si la voy a querer toda la vida.

—Cuando se enamore será para siempre, señor de Mansfield.

El la miró brevemente y sus ojos irónicos sonrieron cariñosos.

—Quizá sí o quizá no. Todo depende de cómo sea ella. También he pensado en la desilusión de la mujer a mi lado. Y eso cabe en lo posible.

Ella se limitó a olfatear las flores, que apretaba más y más contra su seno túrgido.

—¿Usted qué dice, señorita Bergerac?

—Pues no sé qué responderle.

—¿Es difícil?

Encogió los hombros.

—Quizá sí tratándose de un hombre como usted.

Mark lanzó una breve mirada sobre el rostro juvenil. Luego, encendió un cigarrillo y arqueó una ceja.

—¿Y cómo soy yo, señorita Bergerac?

—En extremo exigente para elegir mujer. No todos los hombres pueden exigir perfecciones espirituales y materiales juntas. ¿Acaso el ser humano está libre de defectos?

—Hay defectos que compensan las virtudes. Pero yo no pude hallar aún esa mujer a quien quiero perdonar dichos defectos que compensarían tanta virtud.

—Lo uno y lo otro, bien complementado, tal vez dé un resultado satisfactorio.

—Lo tendré en cuenta cuando elija esposa.

—¿Me permite ahora que ponga en los búcaros del salón estas flores?

El la miró amable.

—Se lo permito, señorita Bergerac. Y le ruego que me disculpe.

—¿Por qué? Me es grato escucharle.

—Gracias. No todas las mujeres dicen eso.

—Me agradan las conversaciones…

—¿Pueriles?

—La mía siempre lo es.

—Claro que no lo es —protestó ella, enfadada.

Y a Mark le gustó el enfado, que ponía una nota austera en el rostro deliciosamente joven.

—De todos modos, gracias, señorita Bergerac. Es usted muy amable al escucharme.

—Quiero que sepa, señor, que, como milady, miro todas las maóanas hacia la bahía. Y, como ella, espero anhelante ver la silueta de su yate blanco. Tenga usted en cuenta que aparte de las horas que dedico a leer a milady, soy como un ser aislado en medio de un mundo desconocido y hostil. Y repito que me es grato que alguien me hable con frases humanas, que me busque para contarme cosas que me satisfacen.

—He de admirarla por su sinceridad.

—Nunca podría fingir lo que no siento —dijo, seria.

Y Mark supo que decía verdad.

—Usted ha sido educada en un gran colegio según mis referencias —argulló, sin dejar de balancear sus largas piernas—. Dígame, señorita Bergerac: puesto que fue educada en un ambiente elevado, tengo entendido que su padre fue diplomático, ¿qué haría si apareciera ahora en su vida un millonario y pretendiera haceria su mujer? Supondría para usted la liberación, el cesar de verse siempre humillada y sometida a una voluntad más poderosa que la suya.

—Más poderosa, no —sonrió ella suavemente—. Más rica, sí, quizá.

—¿Rica en qué?

—En dinero.

—Ya. Luego usted cree que tiene una gran voluntad.

—Lo afirmo rotundamente —repuso, con encantadora sencillez—. Una gran voluntad de adaptación, pero cuesta, ¿comprende, señor? Cuesta adaptarse.

—Lo comprendo perfectamente. Pero nos desviamos de la cuestión. ¿Qué haría si ahora alguien le ofreciera la llave de la fortuna, del poder?

—¿Por medio de don dinero? —preguntó, humorista.

—Sí. Por medio de don dinero.

—Tal ve me quedara donde estoy. Es grato saberse dueña de una misma e ingrato vender virtudes por un puñado de libras o dólares.

—Lo que indica que cree usted en el amor.

—No me he enamorado nunca ni traté? a los hombres —confesó encantadoramente—. Pero sí, creo en el amor y lo espero. Quizá es una espera pueril, sin razón, pero soy humana y me gustaría querer mucho. Estoy harta de dar, dar siempre sin recibir nada.

—Me gusta su sinceridad, señorita Bergerac. Y me agrada saber asimismo que es usted digna de mis confidencias.

—Gracias, señor. ¿Puedo marchar ahora?

El se echó a reír complacido.

—Soy exigente. Y es que no todas las mujeres sirven para escuchar a todos los hombres. Si le fuera a Carolina o a cualquiera de sus amigas con estas cosas, se mofarían de mí, me llamarían idiota. Para ellas hay dos cosas en este mundo, unas cosas u objetivos como prefiramos nosotros dos: el nacer y el casarse con un hombre rico que las lleve de aquí para allá y las vista elegantemente en París y las luzca en los salones. Muñecas detestables, amiga mía. ¡Hala! Ahora puede marcharse ya, porque observo que Nelly se aproxima a buscarla, quizá por orden de mi tía.

—Hasta luego, señor Mansfield.

—Hasta luego, señorita Bergerac.