VII
—¿Y la señorita Bergerac?
—Ha subido con milady.
Tom le sonreía bonachonamente, mientras, como de costumbre, recogía el salón en compañía de Sol. Ambos hacían comentarios, pero al ver recortado en el umbral a su señor, se ruborizaron como dos niños y callaron. Mark, impaciente, paseó por el vestíbulo de un lado a otro. Más tarde, sin haber cesado en sus paseos, vino Sol a decirle que comiera solo, pues milady lo haría en sus habitaciones. Y la señorita Vanja la acompañaba.
Apretó los puños. El día de su boda y comiendo solo. Prefería hacerlo en compañía de su tía, mirando a distancia a la mujer que le pertenecía. Pero Sol le dijo que milady ya había comido y ahora la señorita Bergerac le leía.
—¿También ha comido la señorita Bergerac?
—También, señorito Mark. Se lo pidió milady.
—Cada día ponen una costumbre —grūno, enfadado—. Bien, sírveme en el comedor pequeño.
—Al instante, señorito Mark.
Comió con un humor de todos los diablos. Tomó el café, fumó dos, tres y cuatro cigarros y continuaba del mismo humor o quizá peor. A las doce en punto sintió pasos que se aproximaban y el corazón le saltó dentro del pecho. ¡Cómo y de qué manera había llegado a querer a aquella criatura! Le salió al encuentro y cuando la vio, no dijo nada, la atrajo hacia sí y sin palabras, sin permitirle protestar, la besó largamente. Ella suspiró y besó, a su vez, como si su razón de vivir fueran los labios de aquel hombre que besaban su rostro.
—Pero, vida mía —susurró, suspirando.
—Lo he deseado tanto, que no voy a tener paciencia.
—Cálmate ahora.
Y lo miraba largamente a través de la oscuridad con una ternura conmovedora. Aquella muchacha que en realidad era casi una niña, le hacía experimentar las sensaciones más diversas en un solo instante. Le inspiraba pasión, amor, cariño, ternura y deseo.
—Ven.
—He de retirarme ya, Mark. Milady no se encuentra bien y quizá me necesite esta noche.
La retuvo con ademán posesivo y la empujó por el oscuro pasillo.
—No, Mark, vida mía… Otro día, quizá…
—También yo te necesito tanto o más que milady —dijo, con acento bronco—. Y tú me necesitas a mí, Vanja. Nunca nadie te quiso desde que murió tu padre y yo te quiero ahora. Y no te quiero para verte colocada en un escaparate como una figura decorativa. Eres mi esposa y te quiero, para tenerte junto a mí todo el tiempo que sea posible. Bastante transijo si permito que sirvas a esas… estúpidas y les llames «señoritas». Bastante transijo si consiento que otros ojos que no sean los míos contemplen tu figura.
Una puerta al fondo y la mujer fue levantada en vilo. La puerta se cerró con el pie y las sombras les envolvieron.
* * *
Muchas horas después, la figura delicada se apartaba de los brazos exigentes.
—Pero, Mark, cariño mío…
—Es pronto aún.
La mujer sonrió veladamente. Sus dos manos acariciaban las sienes masculinas con ternura.
—Eres terrible, Mark. Sabes que alguien puede sorprenderme al salir y te quedas tan fresco. Sería más correcto que te vieran a ti salir de mi alcoba.
—De todos modos, hubieran creído lo que no es —rió, con picardía.
Vanja le pellizcó una oreja y rió quedamente escapando de su lado.
—Es delicioso este secreto nuestro, mujercita.
—Muy delicioso, pero terriblemente febril para mí, que vivo asustada.
La retenía contra sí. Era inútil escapar cuando él la deseaba a su lado. Sentía los besos de Mark en su pelo, en su cara, en los ojos y en los labios.
—No darás fiesta alguna en tu yate, Mark. No podré resistirlo.
—No la daré a menos que me obliguen las circunstancias.
—Aunque te obliguen —pidió ella, bajísimo.
—Sólo la daré si puedo retenerte allí.
—Sabes muy bien que eso es imposible.
—No hay nada imposible en la vida, queriendo dos algo que necesitan.
—Y yo te necesito —confesó ella, bajo los ojos muy azules.
—Y yo te adoro, Vanja, mujercita. Te adoro tanto, de tal manera...
No terminó y Vanja hubo de escapar de la eterna escena. Desde el umbral le envió un beso con la punta de los dedos y luego la figura fantasmagórica se deslizó pasillo adelante en las tinieblas.
Así un día y otro disimulando, viviendo pendiente de su llamada, ocultándose como una ladrona, escapando de la mirada inquisidora de la dama, que, como todos, la notaba febril y temblorosa. «Nunca pensé que fuera tan sensible», pensaba alguna vez. Lo era porque todo la estremecía. Una mirada de Mark, su voz, un encuentro cuando menos lo esperaba en los largos pasillos, en los salones. Una noche, él entró en su gabinete particular y ella se echó a llorar como una criatura.
—Es horrible, Mark. Voy a morir si continúo así —gimió en sus brazos.
Pero luego era ella la que con voz cautivadora le infundía ánimos para seguir. Parecía una niña y otras veces una mujer entera y decidida. Cambiaba de humor veinte veces diarias y en la alcoba lloraba a veces desconsoladamente sin saber por qué. Ella amaba a Mark como se quiere al compañero, al marido para toda la vida. Era soñadora y espiritual y todo su gran espíritu de mujer lo puso en aquel amor. Pero Mark era más humano y, como hombre, más exigente.
Así transcurrió un mes. Lady Hamton decidió dar una gran fiesta en sus salones y con tal motivo invitó a varios personajes. La casona inmensa se llenó de gente extraña. Vanja, más pálida y delgada que nunca, vio cómo invadían el parque, las terrazas, los salones. Y vio, asimismo, cómo Mark se multiplicaba para atenderlos. Fueron días de horrible ansiedad que pusieron círculos violáceos en torno a sus ojos. Quince largos días sin tener un aparte con Mark. Ni ella disponía de tiempo, ni Mark, siempre acaparado por hombres estirados y lindas mujeres aristocráticas. Casi lo creyó perdido, cuando una de aquellas tardes lo vio venir en compañía de una linda mujer. Ella, cargada con un brazado de flores, atravesaba el parque. Al llegar frente a ellos no pensó detenerse, pero la voz cálida de Mark la retuvo en seco. La voz de Mark, que hacía quince días que no oía junto a ella:
—Señorita Bergerac, permítame que le diga que ha desmejorado usted mucho.
—Gracias, señor, pero no tiene importancia.
—Tiene mucha —dijo serio, muy en su papel de amo protector—. Diré a milady que le dé unos días de vacaciones.
El corazón le saltó en el pecho. Miró los ojos azules, de frente, rectamente, con valentía.
La mujer que acompañaba a Mark estaba detenida al lado de su marido y la contemplaba con ojos de bondad. Era una dama de unos cuarenta años, elegante, muy bien vestida, que respondía al nombre de Magda.
—No se moleste, señor —dijo, quedamente.
Los ojos azules seguían mirándola, mirándola intensamente, como cuando estaban solos, y la retenía junto a sí sólo para contemplarla.
—Esta noche a las once subiré a su departamento para comunicarle lo acordado con milady.
¡Esta noche a las once! ¡Era una forma como otra cualquiera de advertirle que iría a verla aquella noche!
Se alejó con las flores apretadas fuertemente contra su seno y sintió que éste palpitaba denotando una emoción intensísima.
* * *
Pero Mark estuvo reclamado continuamente en el salón y no pudo acudir a la cita. Y la muchacha se mordió los labios con desesperación y decidió que disimularía ante Mark como fuera posible. Consideraba una horrible humillación aquella espera inútil, impropia, además, de su condición de esposa y de mujer.
Magda a las doce se cansó de contemplar a Mark, que se creía inadvertido, y lo llamó aparte.
—¿Qué quieres, Magda?
—Querido muchacho, a ti te pasa algo gordo.
Mark se sobresaltó. Magda siempre había sido demasiado peligrosa a causa de su aguda observación. La contempló sonriendo y su sonrisa no desconcertó a su amiga.
—No te servirá de nada reír de ese modo, Mark. Conmigo las tretas sobran. ¿Quieres decirme por qué miras de ese modo hacia la puerta? ¿Por qué no oyes lo que dicen a tu lado? A ti, repito, te pasa algo gordo y estás maldiciendo interiormente a todos los encopetados personajes invitados de tu tía.
—Eres una visionaria, Magda.
—Mira, Mark, ya no soy una niña. Mis cuarenta años bien aprovechados me han proporcionado mucha experiencia. Por otro lado, te conozco muy bien, ¿no es cierto? Soy tu mejor amiga, me atrevería a decir yo. Has acudido a mí en distintas ocasiones a contarme tus cosas. Y esta vez necesitas desahogar en alguien y me parece que ese alguien soy yo.
Mark negó, terco.
De súbito tuvo una idea luminosa y, tomando a Magda por los hombros, la arrastró hacia un ángulo del salón.
—Magda, no sería correcto que yo dejara a los invitados de mi tía en el salón, ¿no es cierto?
—Lo es tanto que no podrías hacerlo ni aun para ver a la mujer… que amas.
Mark quedó boquiabierto, si bien trató de disimular.
—¡Qué cosas tienes! —rió nervioso—. Sí, ni siquiera para ver a la mujer amada, en el supuesto de que ésta existiese.
—Eso —rió la otra—. En el supuesto…
—Ya sabes la conversación que sostuve esta tarde con la sēnorita de compañía de mi tía. ¿Recuerdas?
Magda fue ahora la que simuló… ¡De modo que era aquella muchacha lindísima, de grandes ojos pardos! ¡Tenía buen gusto el zanquilargo!
—La recuerdo —dijo sin ironía.
—Pues mi tía se niega a dar su consentimiento para esas vacaciones de que hablamos. Yo prometí subir a decírselo, pero no puedo. Me reclaman allí. ¿No ves?
En efecto. Desde el otro ángulo del salón, alguien llamaba a Mark.
—Sube tú y díselo, Magda. Explícale lo que pasa.
—¿No puedes dejarlo para mañana?
Los ojos de Mark parpadearon.
—No, no puedo dejarlo para mañana.
—De acuerdo, Mark. Iré yo. Me agradó la señorita Bergerac y no me será difícil charlar con ella un ratito.
—Magda…
—Discreción absoluta —cortó ella, adivinando la recomendación
Mark rió nerviosamente ¿Creería Magda lo que no existía? ¿Y por qué no confesarle la verdad? Era el primer secreto que tenía para su fiel amiga.
—Ya te diré el resultado de mi visita, Mark —murmuró ella, adivinando las encontradas sensaciones que bullían en el cerebro de aquel gran muchacho.
Recogió el vuelo de su modelo de noche y se lanzó escaleras arriba. Era linda la chica. Pero, ¿qué relaciones existían entre ellos? ¿Y por qué Mark vivía siempre febril, como si estuviera en otra parte? ¿Y por qué saltaba del humor más estrepitoso a la apatía más asombrosa? ¿Y conocía milady, la estirada milady, lo que estaba sucediendo delante de sus narices? ¿Quién era la chica, aquella señorita Bergerac que, altiva, distinguida y silenciosa, se multiplicaba durante el día para atender a los invitados de su ama? ¡Curioso en verdad todo aquello! Mark era millonario, el hombre quizá más rico de América… ¿Sería la señorita Bergerac una aprovechada?
Encontró a Sol en el largo pasillo alfombrado.
—Quisiera hablar un instante con la señorita Bergerac. ¿Puede decirme cuál es su gabinete?
—La señorita Bergerac seguramente se ha retirado ya, milady.
—O quizá no —rió cariñosa.
—Al final del corredor a la derecha. Una puerta oscura.
—Gracias. ¿Hace mucho tiempo que se halla aquí la señorita Bergerac? —preguntó, amablemente.
—Un año y pico, milady.
—Ya. Por lo visto la quiere usted mucho.
Los ojos de Sol, aquellos ojos grandes como nueces, se iluminaron. Una respuesta era innecesaria, pero Magda se complació en escucharla:
—Mucho, milady. Aquí la adoramos todos.
—Buenas noches, Sol.
—Buenas noches, milady.
Milady siguió avanzando con la falda un poco recogida. Se detuvo al final del corredor y tocó en la puerta. No había luz en la alcoba, y Magda supuso que la joven estaría ya dormida. Pero, ¿dormida si esperaba la visita de su… amante?
Volvió a llamar con mayor fuerza. Sintió pasos y la puerta cedió.
Una figura blanca la miró con extrañeza.
«Lo esperaba a él —pensó Magda—. Sin duda alguna lo esperaba.»
—Buenas noches —saludó con su mejor sonrisa—. Vengo de parte del señor Mansfiel.
—Pase.
Todo estaba en tinieblas y Magda recordó. ¿En tinieblas? ¿A quién le gustaban las tinieblas? Su sonrisa se acentuó y ya no le cupo la menor duda. La señorita Bergerac esperaba a Mark Mansfield y no precisamente para oírle decir unas frases convencionales.
Vanja apretó el botón de la luz y la estancia se inundó de claridad. Entonces pudo Magda contemplarlo todo a su antojo. Una alcoba sencilla, pero bonita, con cierto sello personal que hablaba de la joven, cuya figura alta y esbelta, quizá demasiado delgada, pero sumamente distinguida, se hallaba en pie en medio de la estancia. Magda la recorrió de una sola ojeada. Chinelas de piel, pijama de raso negro y sobre éste, una bata maravillosa que no costó un dólar. «Regalo de Mark», pensó. Una bonita muchacha con inocencia en los ojos muy claros. ¿Amante? No, estaba segura. Conocía a Mark. Nunca tuvo amantes. Amigas de un día o de dos y después nada. Y aquella joven…
Vanja soportó el examen sin pestañear, y cuando Magda, con toda tranquilidad, se sentó en el borde de una butaca, ella, sin decir nada, fue hacia la cama y se sentó en el borde.
—Mark quedó en venir a las once, señorita Bergerac, pero sus obligaciones sociales se lo impiden. Y me ha enviado a mí para hacérselo saber.
La joven no pestañeó. ¿Qué sabía aquella mujer?
—A mí me aburren los convencionalismos en el salón —dijo, con sonrisa amable—, y por eso acepté encantada el encargo. ¿Le importa que fume?
—En modo alguno.
—¿Usted no fuma?
—No.
Pues Mark fuma mucho.
Vanja sonrió estúpidamente. ¿Qué podía decir? Era una alusión que ella no podía recoger sin saber lo que Mark le dijo respecto a la intimidad de los dos.
—Mark es un muchacho encantador, ¿verdad?
Tampoco contestó. Limitóse a encoger los hombros.
«Es una chica inteligente», pensó Magda, complacida.
—Aquí, en Troon, las chicas se lo rifan.
—Sí.
—Usted observará todo desde su atalaya.
—Observo poco. Tengo ocupaciones que no me permiten el lujo de observar.
—Ya. Tengo el encargo de decirle que, al parecer, milady no da su consentimiento para ese veraneo del cual le habló el señor Mansfield esta tarde.
Ahora los labios sensuales se curvaron en una sonrisa deliciosa.
«¡Bonita, bonita! —se dijo Magda—. Más bonita cuanto más sencilla. Y más bonita cuanto se la mira más. ¿Quó relaciones existen entre ella y Mark?»
La contempló de nuevo. Delicada, exquisita. Las manos pequeñas y delgadas, de línea purísima, se entrelazaban en el regazo. Se apretaban nerviosamente. ¿Por qué estaba nerviosa?
No lucía sortija alguna, sólo un aro delgado, sencillo, en el dedo medio de la mano izquierda. Magda recordó haber visto otro aro similar en el dedo de Mark. ¡Curioso en verdad!
—Supongo —dijo, amable— que mañana por la noche le permitirán asistir a la fiesta que ofrece el señor Mansfield en su yate.
Ahora la estatua distinguida se agitó. Fue sólo un instante, pero Magda ya dijimos que era observadora. Hubo cierto aleteo febril en los ojos bonitísimos.
—Milady no transige con esas cosas —dijo ella, veladamente—. Mi condición de señorita de compañía no me permite ciertas cosas.
—Pero Mark es más liberal.
Ahora los ojos parpadearon.
—El señor Mansfield no está obligado a nada conmigo, milady.
—De todos modos, yo le hablaré.
La vio ponerse en pie lentamente. Su figura, bajo el foco de la luz artificial, era más delgada, más flexible. La admiró Magda. Encantadora en verdad. Sumamente exquisita dentro de aquella bata de firma cara.
—Le aseguro que no me muero por las fiestas de sociedad. En un tiempo, yo… —sonrió apurada bajo la mirada inquisidora—. Fui hija de un elegante diplomático.
—¡Ah! Ya me lo parecía.
—Siempre sentí cierta animosidad hacia ciertas fiestas sociales.
—De todos modos, algún día se casará y se verá obligada a frecuentarlas.
—O tal vez me complazca en eludirlas.
—¿Aun teniendo un marido millonario?
Las facciones de Vanja se atirantaron. Pero sonrió en seguida con sonrisa inocente.
—Aun así.
—No descarta usted la posibilidad de casarse con un hombre rico.
—¿Acaso sé lo que me tiene deparado el destino?
Magda consideró conveniente despedirse. Era cerca de la una de la madrugada y en el salón ya no se oían voces.
—Buenas noches, señorita Bergerac. Me retiro ya, si bien antes quiero decirle una cosa. Soy su amiga y amiga de Mark y me agradan los crucigramas. Tengo fama de mujer discreta y de indulgente para los enamorados.
Vanja sonrió inocentemente.
—Y en secreto le diré, señorita Bergerac, que detesto también las fiestas sociales. Pero me he casado con un hombre exigente y me agrada acompañarlo. Es peligroso dejar a los hombres solos…
Sonreía y Vanja disimuló el efecto que le hacía la velada advertencia.
—Buenas noches, milady.
—Buenas noches, Vanja Bergerac. He de confesar que eres una muchacha encantadora —añadió túteándola.
Se cerró la puerta y Magda descendió despacio. La impaciencia, convertida en una figura de hombre, se hallaba dando paseos precipitados por el vestíbulo. Magda sonrió.
—Mark.
Detuvo sus pasos y corrió hacia ella.
—Magda…
—Es encantadora, Mark. Has tenido gusto.
—Pero…, pero…
Magda, recogiendo el vuelo de su falda, siguió su camino y Mark la siguió nervioso.
—¿Qué significan tus palabras?
—¿Desde cuándo usas aro de oro, mi querido zanquilargo?
Mark quedó de piedra, con la vista clavada en el rostro agradable de aquel demonio de mujer.
—No te asustes, Mark. Ya sabes que tengo fama de discreta.
—Magda, en tu silencio va la vida de una persona a quien adoro.
—¿Te refieres a lady Hamton?
—Me refiero a lady Hamton.
—Pues procura disimular mejor. Y dime, querido muchacho, ¿desde cuándo vienes torturando a esa pobre criatura llamada Vanja?
Mark aflojó el nudo de la corbata.
—Un mes.
—¿Y desde cuándo no la has visto a solas?
Mark tragó saliva. Para todas las personas de este mundo podía pasar por un sátiro elegante. Para Magda era un muchacho, un simple zanquilargo con todas las debilidades adjuntas a un ser humano.
—Quince días —repuso, muy bajo.
—¡Quince días sin ver a la esposa a solas!
—¡Magda!
Esta sonrió indulgente.
—Mark, los hombres sois de una tranquilidad exasperante.
Y le cerró la puerta en las narices.