XII
—Arthur —exclamó tía Ina asombrada—, tú a estas horas…
Y casi sin darse cuenta miraba hacia la escalera por la cual había subido minutos antes. Cathy corriendo.
—¿No puedo entrar? —preguntaba Arthur con voz ronca.
—Claro, claro. Pero… Jack ya está acostado y Cathy se ha retirado ahora mismo.
—Sí.
Pero no dijo por qué pronunciaba aquel sí.
Ina le miraba asombrada. Le veía desmadejado, confuso.
De repente lo vio hundirse en una butaca y quedarse en ella inmóvil y después oyó su voz impersonal, como nacida de lo más profundo de su ser.
—Hace cinco años que me he ido —decía.
Ina asintió.
Un silencio.
Después, de nuevo la voz de Arthur anhelante.
—No quise retenerla, no quise amarrarla a una esperanza, pero jamás dejé de quererla.
—¿De qué hablas, Arthur?
—De ella.
—¿Ella?
—Cathy. Y no estoy enfermo. Jamás me sentí más sano.
—Arthur… ¿estás seguro de lo que dices?
—Claro. Tenía que irme para levantar las hipotecas, pero yo no soy hombre voluble. Cathy debe saberlo. Me fui queriéndola y queriéndola he vuelto.
Ina cayó sentada enfrente de él. Le miró con creciente curiosidad. ¿Tendría Arthur un ataque de locura?
—Oye, muchacho —susurró persuasiva—. ¿No sería mejor que te fueras a descansar?
—Me consideras un perturbado, ¿verdad?
—Pues…
—No, Ina, no lo estoy. Te aseguro que jamás estuve más cuerdo y más deseoso de dejar las cosas en claro y en su sitio. Amo a Cathy. Jamás dejé de amarla. Me costó ¡oh, sí! irme dejándola así, como la he dejado, sabiendo que ella me odiaría, pero la quería tanto que prefería que me odiase a que me recordara sufriendo. No sé si lo explico bien…
Ni Ina ni Arthur habían notado una sombra apostada al otro lado de lo alto de la escalera. Ni, por supuesto, podían ver los ojos ávidos, esperanzados de Cathy, ni los oídos alerta.
—Eso es todo —decía Arthur con voz opaca—. Para qué explicar más lo que ya con esto queda explicado. En cuanto a mi supuesta locura, la inventé con Mauro para atraer a Cathy a mi casa. No, Ina, no. He pagado las hipotecas, la hacienda es mía, estoy libre y deseoso de casarme con la mujer que siempre he querido. Es posible que ella no me crea nunca —hizo un gesto de desaliento—, pero esto es la pura verdad. La más hermosa verdad de mi vida.
—Estoy empezando a creerte, Arthur —decía Ina impresionada—, pero ahora permíteme que te haga una pregunta. ¿Qué habría ocurrido si en estos cinco años Cathy se hubiera casado?
—No podía casarse.
—¿Qué dices?
—No, si era la mujer que yo creía que era.
—Pero, Arthur, estás dejando de ser humanó. Hubiera sido natural que ella se casara…
Fue cuando apareció Cathy en lo alto de la escalera.
Los miró a los dos y después descendió paso a paso.
Ina había lanzado una exclamación abogada.
—Tiene razón él, tía Ina —decía Cathy con acento ahogante—. Tiene razón.
—¿Razón?
—No hubiera podido casarme nunca. ¡Nunca!
Y descendía hacia Arthur. Se detuvo.
Lo miró.
—Cathy…
—Lo he oído todo, Arthur.
—¿Y bien?
Ella respiró profundamente.
—Te creo.
—Dios te bendiga, Cathy.
Y delante de la dama alargó el brazo y rodeó la cintura juvenil. La miró a los ojos.
—Tenía que decírtelo así, Cathy. ¿Lo entiendes?
—Sí.
—¿Pero no lo has entendido hasta ahora?
—No.
La atrajo hacia sí. La apretó contra su pecho. Tía Ina los miró enternecida.
—Es verdad que sois constantes los dos.
Arthur miraba a Cathy a los ojos respondiendo, aun así, a la dama:
—No fue constancia, Ina, fue cariño. Esos cariños que nacen, crecen dentro de uno y no se mueren más que cuando muere el propio ser humano que lo siente. Esto de Cathy y mío fue así. Es así. Nos casáremos en seguida.
La llevaba con él hacia el exterior.
Tía Ina quedó sola, emocionada, silenciosa, viendo como las dos figuras se desdibujaban en las sombras de la noche, hacia la pradera.
* * *
Jack no entendía nada.
Sentado en el sofá, parecía, como siempre, en otro mundo muy suyo, muy inconsciente…
Pero tía Ina sí se daba cuenta de todo y Mauro, que a su lado reía satisfecho.
—Se irán a Nueva York por unos días.
—¿Te lo han dicho ellos?
—No.
—Entonces, ¿por qué lo sabes tú?
—Yo lo haría.
—Ah —rió—. Tú…
Y ella también pensaba que tal vez fuese así.
Miró en torno.
El auto de Arthur recién adquirido, se alejaba sendero abajo hacia la carretera. Los criados bailaban y comían por el patio.
Mauro y ella, en la terraza, se miraban.
—Tú lo sabías —dijo tía Ina.
—¿Saber qué?
—Que le mintió para que ella no sufriera.
—Claro.
—Ha sido grande ese muchacho.
—Grande, constante y firme en sus querencias… Así son los hombres como Arthur que en cinco años desolló sus manos, pero libró su casa de deudas. Has casado a tu sobrina, tía Ina, me alegro mucho por ambos. Los dos se merecían esa felicidad después del sacrificio de desearse y amarse tanto y saber esperar.
El auto se perdía, allá lejos.
Los criados entonaban una bella canción romántica.
Tía Ina sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, entretanto escuchaba la voz suave de Mauro:
—Ahora tendréis que pasar los tres a casa de Arthur. Jack lo pasará mejor en las praderas de la casa de tu sobrino político. Y entretanto todos formaréis la gran familia que Arthur y vosotros mismos os merecéis. Han sido cinco años de sacrificios y renuncas, pero el resultado bien merece la pena, tía Ina.
La dama tenía un nudo en la garganta, por eso no pudo decir palabra, pero deslizó sus dedos hacia la mano de Mauro y la apretó con ansiedad.
—Estoy contenta —dijo—, lo estoy mucho.
Y con suavidad se echó a llorar.
* * *
—Pero… ¿no nos vamos de viaje?
Arthur la apretaba contra sí.
La desabrochaba el vestido.
—Arthur, dí, dí.
No decía.
Ella agitada susurró entrecortadamente:
—Deja, cariño. Puedo… yo.
—Y yo —dedía él— y yo.
—Pero…
—¿No me dejas?
Caían ambos allí.
Los ojos en los ojos.
Las manos en las manos.
Los labios en los labios.
Era como una eternidad enloquecedora.
Como si estuvieran resarciéndose de aquel tiempo perdido.
¿Perdido?
No.
Habían aprendido a quererse más. De otra manera. Más firme, más apasionante.
Más consciente. Más… ¿sexual?
Y espiritual.
Pero en aquel instante eran tan sólo un hombre y una mujer.
Así se amaban, así se entregaban, así se poseían.
—Arthur.,.
—Tonta…
—Es que…
—Sé lo que es.
Fuera del hotel se oían los ruidos de la calle, el tráfico, las gentes que iban y venían.
Ellos allí, solos, no parecían oír nada.
Sólo de vez en cuando la voz tenue de ella susurrando:
—¿Cuándo salimos de viaje? ¿Es que nos vamos a quedar en este hotel de Cheyenne?
Y después su voz en la boca femenina suspirante:
—Mañana, pasado. Ya veremos… Hoy no, no, no. ¿Querías irte hoy?
—No… no… no…
Era inefable estar allí.
Sentir a Cathy tan suya, tan apasionada, tan voluptuosa.
Tan mujer, tanto como él hombre. El hombre que ya no era su novio, que era su marido, y como tal, tomaba a la mujer que era su esposa. Su apasionada y joven esposa…
Los labios en los labios.
La risa muerta, apagada. Debilitada por los besos apretados que se recreaban…
FIN