VI

—Vendrá —decía Arthur con intensidad—. Te digo que sí. De lo contrario no te habría dejado hablar y te habría dicho que no en el acto.

—No te hagas demasiadas ilusiones.

—¿Qué te ha parecido?

—Más hermosa que nunca y más hermética.

—¿Sin sensibilidad?

—No lo sé, Arthur.

Aquél se impacientó.

—¿Entonces en qué te has fijado?

—En los ojos de la tía.

—¿Sí? ¿Qué tenían sus ojos?

—No paraban. Tan pronto me miraba a mí como a ella. Pero ella como esto —y pisó el suelo con fuerza—. Ni inmutarse. No obstante yo diría que la impresioné.

—Por lo pronto no te dijo que no.

—No. Volveré mañana a la misma hora.

—Tanto…

—¿Tanto qué?

—Horas de espera.

—Pues si quieres verla antes, ve por el sendero. Hazte el loco, llega a su casa. Tal vez no la veas a ella, pero verás a la tía.

—¿Y qué mierda me importa a mí la tía?

—No seas bestia. Cathy la quiere como si fuera su madre.

—Ni la propia madre de Cathy me importaría. Pero ella, sí. Ella… más que mi propia vida.

—Pues aguarda y ten calma. No te precipites. Esta noche sabré qué decide.

—Necesitan dinero. ¿Le has ofrecido?

—Sí, sí, sí, pesado del demonio —le apuntó con el dedo enhiesto—. Te lo advertí hace cinco años. ¿Por qué no le has dicho la verdad? Por otra parte, eres tan constante hasta el extremo de continuar amándola después de cinco años.

—Yo soy así.

—¡Humm!

Mauro tenía prisa y después de aquella corta conversación, Arthur le acompañó hasta la misma puerta.

—Arthur, me pregunto qué cosa vas a hacer para parecer enfermo tú que estás fuerte como un toro.

—Nada tiene que ver la parte física con la psíquica.

Mauro rió.

—No me digas que eso lo aprendiste en el Canadá.

—Vete a paseo.

—Mañana volveré con la respuesta.

No tuvo paciencia.

Necesitaba verla.

Aunque fuera de lejos, y aquella misma tarde se fue de paseo, a pie. por el sendero que partía en la bifurcación.

Si ella dejaba el «bus» en la carretera a una hora determinada, tendría que encontrarla sin remedio.

Iba abstraído, como un poco ido, o confuso.

Realmente había logrado de la vida cuanto decidió lograr y sólo le faltaba el amor de aquella muchacha.

Por otra parte, conociendo los apuros económicos que sufría, lógico era que él le ayudase. ¿De qué manera? No sabía buscar otra por más que luchaba con su propia mente.

Se adentró en el sendero. Llegó a la bifurcación.

Vestía un pantalón color beige y una camisa sport de manga corta de color marrón. Sin corbata, sin más atuendo, daba una sensación algo así como de desmadejamiento.

El cabello negro algo alborotado, los ojos vivos algo perdidos bajo el peso de los párpados. No es que en aquel momento estuviese haciendo el papel de enfermo psíquico, sino que se sentía como ido, como perdido en sí mismo, en sus doblegados anhelos, en sus recuerdos idos y vueltos…

Se metía el sol cuando el «bus» detenido en la esquina del sendero, en plena carretera. La vio descender.

Fijó la mirada.

La intensificó con ansiedad.

Era como si él tiempo no hubiese transcurrido.

Como si todo empezara y terminara en aquel instante.

Tanto lo pensó así que se dijo mentalmente:

«Eres un sentimental, Arthur. Un perdido sentimental.»

No se negaba tal evidencia a sí mismo. No podía, no sabía. Se reconocía como un sentimental de pies a cabeza pese a su andadura, a su dura y terrible andadura de cinco años.

Para el amor se diría que el tiempo no había pasado, que todo empezaba y terminaba allí y se iniciaba de nuevo.

La vio distraída cruzar la cuneta, tomar el sendero y caminar aprisa.

Vestía un modelo de calle de tipo deportivo, pespunteado, de color entre rojo y fuxia. Sobre los tacones semialtos, esbelta. Con el seno bien pronunciado, de senos pequeños y túrgidos, la cintura breve, las piernas altas y esbeltas…

Sus cabellos entre castaño y rubio, sus ojos que no veía…

Miraba al suelo.

Estaba a dos pasos de él.

Arthur pensó en su supuesta enfermedad. En lo que Mauro había hablado con ella.

Pensó en el estremecimiento que le recorría.

Sintió incluso la sensación de que el tiempo no había pasado pese a que ella era más mujer y más hermosa.

Que se perdía con ella por el prado y se ocultaba entre el heno para besarla.

¡Sus labios!

Pálidos, húmedos, como dilatados en su boca.

De repente, como si una corriente de telepatía la sacudiera, elevó los ojos canela.

Lo vio.

Allí, plantado, silencioso.

—Hola, Cathy —dijo él.

Ella parpadeó.

Fue a decir algo. Abrió los labios y de súbito los cerró sin pronunciar palabra.

* * *

Fue al rato que su voz sonó un poco confusa.

—Hola, Arthur.

—¿Cómo estás?

Y alargaba sus dedos callososos.

Cathy dudó.

Se diría que buscaba en él aquella perturbación de la cual le habló Mauro.

La había. La vio aunque no la hubiese.

En la mirada un poco ida. En la curva de los labios contraídos, en las cejas alzadas, en su voz muy ronca.

Extendió la mano y Arthur apresó sus dedos.

Después, casi sin tocarlos los soltó.

—Yo estoy bien. ¿Y tú?

—¡Bah!

—¿Bah?

—Bueno, así, así.

—¿Nada más, Arthur?

—Poco más o menos.

Y se echó a reír con una risa nerviosa que a Cathy se le antojó desproporcionada.

—Ando por aquí —dijo Arthur a lo tonto—. Me gusta esto. ¿A ti qué te parece?

—¿Parecerme qué?

—Esto.

—Lo veo todos los días.

—Es verdad —y riendo de una forma algo desgarrada—. Yo no lo he visto en bastante tiempo.

Caminaban a la par por el sendero.

—Cinco años, Arthur.

—¿Tantos?

—Tantos.

—Puede ser.

—¿A ti te parece que menos?

Arthur la miró.

Estaba bonita.

Preciosa.

Más que nunca.

Más madura.

Más mujer.

Sintió que la deseaba como un bárbaro.

Sintió que la quería como un loco.

Pero su voz sonó impersonal.

—No sé. No mido los días.

—Hay que medirlos.

—¿Para qué?

—Porque somos humanos y pertenecemos a la vida.

—Ah.

Sólo eso.

No quería decir nada.

Era precisamente lo que él quería parecerle a ella.

Nada. O algo diferente, aunque fuese el mismo.

—¿Te has casado? —preguntó como si no se diera cuenta de lo que preguntaba.

Cathy pensó que si Arthur estuviera cuerdo no le preguntaría aquello.

No obstante dijo:

—No.

Arthur rió.

Una risa algo forzada.

—Yo tampoco.

—Ya.

—Ah… ¿Lo sabías?

—Claro. Aquí se sabe todo.

—Es verdad.

Y caminó a su lado.

Era más alto. Bastante más que ella. Ella, a su lado, parecía frágil, preciosa. Una cosa muy femenina.

—Ya tengo mi sendero, Arthur —le oyó con indulgencia como si se diera cuenta de que estaba más perturbado de lo que decía Mauro—. Hasta otro día.

El la miró.

Con aquellos ojos negros suyos tan idos.

—Bueno.

—Es mi sendero —repitió ella.

—Es verdad.

—¿Adónde vas tú?

El se alzó de hombros.

—No sé.

—Vete a casa, Arthur.

—¿Sí?

—Creo que es lo mejor para ti.

—Sí, es posible.

Un risa absurda!

Su careta. La que ocultaba toda su íntima emoción.

—¿Podré ir por tu casa alguna vez, Cathy?

—¿Por qué no?

—Gracias, gracias, gracias…

Y caminó aprisa perdiéndose sendero abajo… más perturbado de lo que él mismo creía.