VIII

Hubo de hacer un gran esfuerzo para salir de casa.

Y hubo de escuchar la voz siempre tremendamente humana de tía Ina diciéndole:

—Estás a tiempo.

No lo estaba.

No era posible.

Necesitaba estar junto a Arthur.

Ni su indescriptible orgullo era capaz de mantenerla allí sabiendo que Arthur la necesitaba.

—Debo ir.

—¿Y después?

—¿Después… cuándo?

—No sé, Cathy, siempre hay un después, ¿verdad?

Sacudió la cabeza.

—Vendré por la noche —dijo, sin mencionar el después.

Se fue sendero abajo.

Vestía una falda tipo tejano y una camisa blanca, con las mangas un poco arremangadas. Llevaba el cabello trenzado en una sola coleta. Caminaba con paso aparentemente firme.

No se sentía firme ni mucho menos.

Pero había que aparentarlo.

Cuando llegó ante la ancha casa apaisada de Arthur vio a Ed en el establo.

El hombre se la quedó mirando.

¿Cuántas veces, silenciosamente, había visto aquel hombre a ella y a Arthur perdidos por el monte y los riscos?

—Buenos días, señorita Cathy —saludó el criado.

—Buenos, Ed —y como si no diera mucha importancia a nada, añadió afablemente—. Hace una espléndida mañana.

—Es verdad. Tenemos siega todo el día de hoy y andamos algo de cabeza. Si quiere ver al amo está en el salón, tumbado en un sofá.

—¿No ha salido aún?

—No, señorita.

—Voy para allá, Ed. Ya sabes, ¿no? Vengo a cuidar un poco de él.

El criado no sabía nada. No denotó su asombro, pero inocentemente murmuró:

—¿Se casan ustedes?

La joven se mordió los labios.

—No, Ed.

—Ah.

—Hasta luego.

Se alejó hacia la casa.

La conocía.

Como la suya propia.

Todo parecía haber vuelto atrás.

Pero no era posible.

Habían transcurrido cinco años y eso no se podía olvidar.

Cruzó el porche y se adentró en el ancho vestíbulo. Todo estaba igual, pero remozado. El suelo reluciente, las alfombras mullidas nuevas, las paredes escaladas…, el ancho reloj larguísimo de pie en una esquina dando en aquel instante las nueve campanadas de la ma ñaña.

Otro criado apareció ante ella y se la quedó mirando confuso.

Nadie la desconocía.

Todos habían sabido de sus amores, de sus encuentros en la pradera, de sus paseos bajo la luna…, incluso de sus besos. Seguramente muchos de ellos los habían sorprendido más de una vez tendidos en el heno seco, uno en brazos del otro.

Cerró los ojos.

Mike saludó con voz vacílente:

—Buenos días, señorita Cathy.

—Buenos, Mike.

—¿Busca algo?

—A tu… amo.

—Le aviso —se apresuró a preguntar Mike.

La muchacha meneó la cabeza.

—Gracias, Mike, pero no es preciso. Dime dónde está y basta.

—En el saloncito. Anda algo raro.

Ya lo sabía.

Tal vez ningún criado supiera lo que ella iba a hacer allí, en aquella casa.

Pero… ¿qué iba a hacer realmente?

Pisó fuerte.

Y se fue directamente al salón.

Se recostó en el umbral y miró a un lado y a otro.

Sobre un ancho sofá, silencioso, absorto, sin fumar, con los ojos semicerrados se hallaba Arthur. Vestía un pantalón de pana color beige, una camisa a cuadros. El cabello algo desmelenado.

Al verla a ella se levantó como si lo impulsara un resorte.

—Cathy… —susurró.

Y su voz era una caricia.

La muchacha cerró los ojos por un momento.

Todo parecía volver atrás.

Como cuando tenía catorce años y él veintitrés.

Le deslumhraba.

Al fin y al cabo ella era una niña para la pronta madurez de Arthur.

Sacudió la cabeza como ahuyentando los recuerdos.

—Hola, Arthur.

—Ven, ven —dijo presuroso y parecía muy aturdido—. Mauro me dijo que vendrías. No me siento bien, ¿sabes? Ando así, algo raro, no sé qué será. El médico dice que desequilibrio nervioso.

—Es posible, Arthur.

—No sabes cuánto agradezco que hayas venido.

—Me pagas bien —cortó ella.

Quería ser dura.

Lo pretendía. Lo pensaba.

Pero no lo era.

Arthur emitió una sonrisa rara. Algo relajada.

—No importa —dijo—. El caso es que viéndote, ya no me siento tan solo.

—Has estado solo bastante tiempo, sí.

—Creo que es eso, ¿no te parece?

—Puede —y mirando en torno—. ¿Has desayunado?

—No.

—Iré a por tu desayuno.

Y salió.

Arthur respiró mejor.

No sabía si se hacía el enfermo o lo estaba realmente. Pero viéndola a ella allí, le parecía que todo era diferente.

Al rato regresó Cathy con una bandeja.

—Ponte cómodo, Arthur. Te voy a dar el desayuno. Yo te sirvo. ¿Quieres sentarte?

—Oh, sí, sí, sí…

* * *

Se sentó enfrente de él y procedió a prepararle el café, las tostadas, la mantequilla.

De repente sintió sobre sus dedos la mano masculina.

Hubo un sobresalto.

Ella alzó despacio los ojos.

Arthur pensó que jamás los vio tan canela.

Tan preciosos.

¿Tan melancólicos?

—Cathy…

—Sí…

Y rescató sus dedos.

Arthur arrugó los suyos.

Quedó con el puño cerrado.

—Cathy, me gusta que estés aquí.

—Pues come.

—Es que no sé si tengo ganas.

—Pues has de tenerlas. No puedes vivir sin comer.

—Sí como, Cathy.

—Empieza.

—¿No eres muy severa?

—Vengo a cuidarte…

—Ah, es yerdad. Oye, Cathy, me gusta que estés aquí.

—Estaré hasta la noche. De modo que ve pensando en salir de este agujero.

—¿Irás conmigo?

—Iré.

—¿Al prado?

Cathy cerró de nuevo los ojos.

Pero los abrió en seguida.

Tenía a Arthur inclinado hacia ella.

—Cathy… te recordé.

—Por favor.

—Todos los días.

—¿Quieres callarte?

—¿Te parezco muy hablador?

—A veces.

—Perdona.

—Come.

Arthur, dócilmente, empezó a comer.

—Hay cosas que no se olvidan.

No le preguntó cuáles.

No quería saberlo.

Aquel tête-à-tête era peligroso.

Empezaba a pensar que, como dijera tía Ina, se había metido en la boca del lobo.

Pero Arthur jamás fue un lobo para ella.

Fue un hombre delicioso, que la dejó.

Nada más que eso. Y fue suficiente.

—Me da gusto haber vuelto —decía Arthur de súbito—, mucho gusto.

—Pero creo que has trabajado demasiado.

—Ya no lo sé. Cuando las cosas pasan, poco a poco vas olvidándolas.

—¿Todas?

—Las ingratas.

—Aquí hay poca luz —dijo Cathy yendo hacia el ventanal y retirando los cortinones.