CAPITULO PRIMERO
Tía Ina tenía ganas de decírselo, pero no encontraba el momento.
Ella lo había oído por la comarca. Por otra parte, para nadie era un secreto lo que Arthur había hecho en aquellos años. Nadie ignoraba que la finca, poco a poco, había sido librada de todas las hipotecas. Pero una cosa era aquello y otra lo que estaba a punto de ocurrir.
Tal vez había ocurrido ya.
Veía a su hermano viejo y asmático tendido al sol, no lejos de la pequeña terraza, bajo el emparrado; y veía a Cathy andar de un lado a otro haciendo las cosas de la casa. Lo hacía con apresuramiento, mirando el reloj de vez en cuando, lo cual indicaba que le llegaba la hora de tomar el «bus» que pasaba por la carretera camino de Cheyenne y que ella debía de alcanzar media hora después, con el fin de acudir a su trabajo en el centro.
—No te apures tanto, Cathy —dijo tía Ina dulcemente—. Si queda algo por hacer, ya lo haré yo.
La joven ni siquiera levantó los ojos.
Trabajaba afanosa. Se diría que pretendía hacerlo con apresuramiento, como si así entretuviera su mente.
Tía Ina suponía que ya conocía la noticia. Pero si bien estuvo tentada varias veces de sacar el tema, otras tantas guardó silencio.
—No volveré hasta más tarde —decía Cathy ajena a los pensamientos de su tía, o, tal vez, demasiado dentro de ellos—. Vendré en el último «bus».
—El doctor Smith opera en el hospital esta tarde y tiene la consulta después.
—¿Y antes?
—También —dijo amable.
Siempre lo era.
Amable y cálida.
Una gran muchacha.
Tía Ina la adoraba y el viejo padre sentía hacia ella un profundo respeto. Cierto que no le había dejado gran cosa. Una hacienda pequeña, casi toda vendida, un prado reservado para la única vaca que les quedaba. Una media docena de gallinas, unos conejos que atendía tía Ina, y nada más.
En realidad vivían gracias al trabajo de Cathy. Tía Ina bien lo sabía, como sabía asimismo que su hermano no fue precisamente muy trabajador, pues poco a poco fue vendiendo las tierras hasta dejar la casa, el prado cercano y una pequeña tierra que sembraba la misma tía Ina con ayuda de un jornalero.
—Es una lata —susurró la tía— que tengas que ir todos, los días al centro. Debiste buscar un médico más cercano.
La joven, sin responder, se alzó de hombros.
En cualquiera otra ocasión su tía hubiera añadido: «o haberte casado con James. Es un chico rico… Te habría sacado de este sacrificio diario».
Cathy ya sabía por qué no se lo decía aquella mañana.
Sonrió apenas.
Todo había quedado atrás… ¿todo?
¡Todo!
Tenía que ser así.
Debía de ser así.
El pasado no tenía razón de existir.
Ni existiría para los efectos.
—Pero tengo ése, tía Ina —dijo.
Dio una breve mirada al reloj y se despojó del de lantal que rodeaba su cintura.
—Me vestiré en un segundo —dijo—. Ya es hora.
Buscó en un mueble y sacó un frasquito.
—No te olvides de darle la medicina a papá. Son tres gotas justas veinte minutos antes de comer, tía. Recuérdalo.
—¿Cuándo no lo hago, hija?
—Ya, ya sé. Perdona que te lo recuerde todos los días.
Se iba a su cuarto.
Tía Ina tuvo ganas de correr tras ella y decirle a gritos:
«Dicen por ahí que Arthur Felcon llega esta noche.»
Pero se mordió los labios.
Si ella lo había oído, seguro que Cathy también…
Al rato la vio aparecer lista para marcharse.
Un modelo claro y sencillo, unos zapatos semialtos. Morena, con aquellos ojos melados y aquella boca algo crispada en las comisuras… El bolso colgando al hombro, una chaqueta de fina lana en la mano.
—De todos modos —decía Cathy a medida que descendía los dos escalones que le separaban del vestíbulo procuraré venir en el «bus» de la diez… Que papá no esté demasiado tiempo al relente. Que se meta en casa temprano. El asma le ataca en estas épocas. Ten cuidado, tía Ina.
La tía se acercó y Cathy le dio el beso acostumbrado.
—Cathy…
La joven se iba.
No se volvía, pero su voz preguntaba quedamente:
—Sí… ¿qué?
La tía se mordió los labios.
—Nada… no, nada.
—Hasta luego.
Se alejaba a paso ligero.
La tía quedó en el ventanal mirándola. Vio como se perdía en el sendero, se acercaba a la bifurcación y tomaba el caminó de la carretera.
Después lanzó una larga mirada hacia el caserío de Arthur…
Allí estaba, blanco y verde. Inmutable…
* * *
Mauro lo vio descender del tren.
Moreno, alto, fuerte.
Parecía distinto y, sin embargo, era el mismo. Más curtida su cara, más vivos sus ojos. Hasta parecía tener más cabello.
En la hondura de sus ojos negros, había como una expresión paralizada. Pero firme y resuelta…
Corrió hacia él.
—Arthur…
El aludido soltó una risa relajada. Algo desgarrada.
Palmeó el hombro a su amigo y después lo abrazó fuertemente.
—Hola, Mauro.
—Estás hecho un roble.
—El campo, la áspera pradera… —reía. Mostraba en su cara morena, la blancura provocadora de sus dientes—. Allí o se quema uno o resiste o se muere —miró en torno—. Todo sigue como siempre ¿eh? O lo parece, que para el caso es igual.
—Cinco años no pasan en vano, Arthur.
—Eso digo yo.
—Ven. Tengo mi auto fuera. Te llevaré a tu hacienda.
Lo miró con fijeza, con aquella mirada suya dema siado quieta y tan oscura.
—Mi hacienda. Eso suena bien. Ciertamente es mía, mi trabajo me costó, pero es muy mía.
—Y tanto.
Lo asió del brazo. Pero Arthur se volvió hacia un maletero y le entregó un tike.
—Sáqueme el equipaje.
—Sí, señor.
—El tiempo no pasa en vano —dijo asiendo el brazo de Mauro y yendo estación abajo entre el gentío—. Ni siquiera conozco al maletero.
—Ni conocerás a mucha gente. Unos han crecido, otros envejecido. Ya sabes.
—Claro. También yo tengo cinco años más.
El maletero empujando su carro iba tras ellos con las maletas de Arthur. Mauro y su amigo salieron al exterior.
Anochecía.
—¿No quieres tomar algo, Arthur?
—No, no. Sólo deseo llegar a casa. ¿Cómo andan Ted, Mike, Louis y todos los demás?
—Al pie del cañón —rió Mauro satisfecho—. Todo marcha estupendamente. Hace cosa de seis meses pagué lo último que quedaba.
—Bien hecho.
—Has trabajado de firme…
Arthur mostró sus dos manos palma arriba.
—Mira —dijo—. No son las manos de un señorito.
Estaban callosas y duras. Manos grandes, de largos dedos. Muy morenas.
—Eso te enorgullece —comentó Mauro.
—Y tanto. Nadie me ha regalado ni un centavo. Lo he ganado yo con mi sudor. Y te advierto que sudé mucho… En cinco años, tú me dirás…
Ni una alusión al pasado.
Pero surgiría.
Mauro sabía que iba a surgir de un momento a otro.
En cinco años jamás se cartearon. Ni nadie supo de Arthur más que por los envíos de su dinero al Banco. Ni supo de sus criados ni de sus amigos. Ni de él que era el encargado de pagar las hipotecas.
Y, sin embargo… la vida estaba allí. Todo el mundo estaba allí.
Todos vivían. Porque si alguno se había muerto, nada tenía que ver con la existencia de Arthur.
—Métalo todo ahí —dijo Mauro al maletero.
Después Arthur le pagó y los dos se subieron al auto
Era un auto nuevo, negro, recién comprado.
—Es confortable —comentó Arthur acomodándose en el asiento.
Mauro se sentó ante el volante diciendo:
—También yo he trabajado de firme. No vayas a pensar que estuve mirando al cielo. Es lo primero que compro desde que te fuiste.
—Te creo, Mauro.
—¿No me preguntas qué tal andan las cosas por aquí?
—¿Y qué cosas?
Al hacer la pregunta con indiferencia, encendía un cigarrillo del cual fumaba muy aprisa.
—Todas.
—¿Crees que alguna en particular?
—No se ha casado.
Así.
Como si diciendo aquello lo dijera todo.
—¿No? —y la voz de Arthur tenía un dejo raro.
—No.
—Ah.
—Trabaja.
—De maestra —sin preguntar.
—No.
Pareció que en él se despertaba algo.
—¿No?
—No terminó la carrera.
—Oh.
Sólo eso.
No perguntaba nada más.
Pero Mauro, ya metido de lleno en el asunto, murmuró:
—Trabaja.
Un silencio.
Se diría que interminable.
Pero no, al rato la voz de Arthur ronca y extraña preguntaba:
—¿En qué?
—De enfermera.
—Oh…
—Pero ni eso es. Empezó y no terminó. Trabaja con un médico mayor, un señor cirujano… Trabaja en Cheyenne.
—¿Y… James?