IV
El viejo reloj de pared dio las doce, pero las dos mujeres, la joven y la mayor, continuaban allí, bajo el porche.
—Me casé una vez y me quedé viuda muy joven —decía tía Ina— pero aun así supe perfectamente lo que es el amor.
—Entonces no me preguntes por qué no me casé con James, pues de haberlo hecho, jamás hubiese sido feliz porque mi posición social y económica está muy por debajo de mis aspiraciones personales.
—Eso quiere decir…
Guardó silencio.
Se cruzaron sus miradas.
—Cathy…
—Sí, dime.
—Quieres decir que queda algo…
No lo sabía.
Tendría que verlo de nuevo.
Pero un mundo los separaba. No creía que nada ni nadie pudiera unir aquellos dos mundos distintos.
—No lo creo —dijo, y lo creía ella misma—. No, tía Ina. Te puedo decir que aquello dolió, desgarró, pero me dejó yerma. Como vacía, ¿entiendes?, para otros sentimientos.
—Pero si él ha vuelto…
—A lo suyo Ha pagado, hoy es de nuevo el rico hacendado que fue su padre antes dé dedicarse al juego. Todo nos separa.
—Pero los sentimientos…
Era bonita.
Delicada. De figura muy femenina.
Vestía un pantalón tejano y una camisa de color verdoso desabrochada hasta el principio del seno. Tenía una clase depurada. Hasta al entornar los párpados resultaba tremendamente sensible.
Había en ella una femineidad extremada y una delicadeza fuera de serie.
La dama, impulsiva, admirándola mucho íntimamente, alargó la mano y puso sus dedos en los de la joven. Se los oprimió cálidamente.
—¿No cuentan los sentimientos, Cathy? Son algo que no se puede doblegar.
—No lo sé.
—Te lo vas a encontrar a cada paso.
—Es posible.
—¿Y bien?
—Nada.
—Pero si descubres que sigue siendo para ti aquel novio…
La joven se levantó de súbito.
Miró a lo lejos.
Había luz en la casa grandota de Arthur.
Tal parecía que se podía tocar con la mano de cercana que estaba a la suya.
Sin querer evocó momentos de su vida inolvidables.
Por aquellos campos, por aquellos montes, por aquellos riscos.
Cerró los ojos.
—Ni aun así —dijo, y su voz era más ronca que de costumbre.
—Cathy… ¿y si él viene a ti?
—No vendrá.
—Te quiso.
—¿Sí?
—¿Es que lo dudas?
Claro.
Pudo pedirle que le esperara, pero no, le dijo que se casara si encontraba el amor. No la quiso jamás.
—No hablemos de eso, tía. Me voy a la cama.
—A no dormir.
—¿Qué dices?
—¿Es que vas a dormir?
—Lo espero.
—Pensarás.
Era lo que no deseaba.
Podría dominarse.
¡ Había pensado tanto al principio de irse él!
Siempre esperó una noticia.
Un recuerdo.
Un arrepentimiento.
No. Nada.
No pasan en vano cinco años.
Ella los había sufrido. Los había llorado.
Aparentemente nadie notó nada. Pero ella sabía lo que había sufrido.
Ella podía engañar al mundo entero. A sí misma, ¡jamás!
—No pensaré —dijo.
Y besó a su tía.
La dama la retuvo junto a ella.
Le buscó los ojos que le huían.
—Cathy… no quisiera que sufrieras.
—No voy a sufrir.
—Es bastante lo que sufres ya por la situación. Algo más a tu saco de desdichas, no.
—Te aseguro…
—¿Te lo puedes asegurar a ti misma?
No.
Pero, en cambio, dijo con súbita firmeza:
—Sí. Me parapetaré.
—¿Se puede cuando los sentimientos mandan?
—Hay que poder. Todo es cuestión de voluntad.
—Muchos han creído tenerla y la han tenido para todo, menos para los sentimientos.
—Por favor, no ahondes.
—No quiero inquietarte, Cathy, pero…
—Buenas noches, tía.
Pero no descansó.
No era posible.
Todo acudía a su mente.
A borbotones. Como si ocurriera aquel día.
«Debo dejarte, Cathy.»
Y se fue. Sin piedad, sin una palabra de aliento para el futuro, sólo mirando su propio bien. Lo que quedaba atrás de aquellos hermosos años… nada.
No. No era posible que ella pudiera olvidarlo.
Cuando apareció en la cocina a la mañana, tía Ina la miró fijamente.
—Tienes ojeras —siseó.
—Pues he descansado perfectamente —mintió con aplomo.
¿Para qué inquietar a la dama? ¿No había bastantes problemas en la casa?
* * *
Mauro había oído con calma.
Había fumado seis cigarrillos mientras Arthur había dicho cuanto le dio la gaña para afrontar el problema planteado.
—Pero mira, Arthur —saltó Mauro cuando quiso que su amigo dejara de hablar—, puede decirme que hay otras enfermeras.
—Pero es que no las hay.
—¿Que no?
—En Cheyenne.
—Bueno. ¿Y qué más da? ¿A cuántas millas está Cheyenne?
—A veinte.
—Tú dirás.
—¿Qué he de decir?
—Porras, Arthur, pareces tonto de repente. A veinte millas y para un tipo comó tú, que puede pagar los desplazamientos, no es distancia.
—De todos modos tú sabrás cómo arreglarlo de forma que sea ella quien venga a cuidarme.
Mauro que se hallaba de pie, cayó sentado ante su amigo.
—Oye, Arthur, ¿no estás un poco de aquí? —y llevaba el dedo a la frente.
—No. Jamás me sentí más cuerdo.
—Dime, dime, y qué cosa tendrá ella, Cathy, suponiendo que acepte, qué hacer junto a ti.
—Cuidarme. Tengo ciertas manías, estoy desequilibrado, me he vuelto maniático y gruñón y me da por hacer tonterías.
—Pero Cathy…
—Igual me tiro en un sofá un día entero, que ando por el jardín caminando solo y silencioso —seguía Arthur como si no oyera la exclamación de Mauro—. Ella tiene que cuidarme, convencerme. Como una terapia especial, ¿entiendes?
—Mira, Arthur, eso es la burrada mayor que he oído en mi vida.
—Tú vas y la convences.
—¿Y si no quiere?
—Ah, entonces puedo decirle adiós a su amor.
—Pero tú miras las cosas desde un prisma muy poco lógico, ¿no crees?
—Si tú la conocieras como yo, no dirías eso.
Y como Mauro pusiera expresión de duda, Arthur le gritó exasperado:
—¿Lo haces o no lo haces?
—¿Cuándo?
—Mañana mismo.
—¿Mañana?
—Sí, sí —se impacientó Arthur—, mañana mismo. Al anochecer te presentas en su casa y le expones el caso. Hazlo como te dé la gana, pero consigue lo que te propones. Sé lo orgullosa que es, sé que le costará, y también sé que si ha dejado de amarme no le costará nada cortarte la palabra por la mitad y decirte que no. Si ves duda, insiste. Es que ella la tiene también.
—Me haces unos encarguitos…
—Lo necesito —dijo Arthur sordamente—. De lo contrario haré un disparate.
—Una pregunta muy concreta, Arthur.
—Sí, hazla.
—¿No has querido a ninguna mujer en estos cinco años?
Arthur le miró espantado.
—Claro que no.
—Inconcebible.
—Todo lo que a ti te parezca, pero así ha sido. Nunca sentí más deseos que hacer dinero, pagar y volver. Y jamás dejé de evocarla una noche, de pensar en ella. Fue la primera muchacha que he amado, Mauro. Y dentro de mi rudeza, de mi aparente indiferencia para el amor y los sentimientos, me reconozco un sentimental. La he querido, sí. Y nunca pensé que a mi regreso la encontrara soltera. Si es bella como era, y tú dices que es más, si es joven como es, si tiene todos los ingredientes para ser amada y lo ha sido, ¿por qué no se ha casado? A mí no se me ocurriría casarme, ¿entiendes? De modo que si ella siente lo que yo siento… es por la misma razón que ambos estamos aún solteros.
—Pero creo que lo mejor sería abordar el tema sin ambages.
—De nada serviría. Recibiría una rotunda negativa.
—Es así.
—Sí. La herí No lo habrá olvidado. Como yo no olvidé lo mucho que la herí.
—Te dije entonces que lo habías hecho mal.
—¿Y dejarla con lo mucho que yo la amaba, pendiente del futuro? No podía. No podía en modo alguno. Obré con mi conciencia. No me arrepiento. ¿Que tengo que volver a empezar? Empiezo.
—Eso suponiendo que yo sea tan persuasivo que la convenza.
—Lo serás. Eres abogado, casi erudito, y no te falta persuasión.
—Es que no sé cómo empezar.
—Vete a tu casa y piensa. Actúa mañana por la noche y luego ven a verme con lo que sea.
—Aprendiste a ser rápido.
—Es que el que no lo es, se lo lleva el toro, Mauro.
—Está bien, está bien. Me iré, pensaré y actuaré mañana. No creo que consiga nada.
—Mañana me lo dirás.
—Buenas noches, loco, y que todo te salga como deseas.