PROLOGO

Cathy Hedison, sentada sobre la hierba, sentía que sus dedos, a medida que escuchaba la voz de Arthur Felcon, profundizaban entre aquélla y la arrancaba nerviosamente, sintiendo el frío de la. hierba en sus carnes.

Hacía rato que Arthur daba vueltas y vueltas a su charla hasta llegar al punto vital.

Ella no sabía, cuando Arthur la citó allí, que el final iba a ser aquél.

Se veían allí todos los días.

Al atardecer, cuando el rocío empezaba a empapar las hierbas, ella y su novio se veían en aquella esquina de la pradera. Cheyenne quedaba a sus pies. Se veía como confundido en la niebla, pero cada vez que se encendía en la ciudad, le parecía a ella una nueva esperanza.

En aquel atardecer todo era distinto, y no porque el paisaje cambiara, ni porque el ambiente fuese diferente, sino por lo que decía Arthur que cambiaba todo el panorama, toda la esperanza, todo el ambiente mismo.

—Debo dejarte, Cathy. Lo entiendes, ¿verdad?

No lo entendía.

—Mis tierras están hipotecadas. Yo no sabía… Comprende. Hasta que falleció mi padre, la semana pasada, yo trabajaba mis tierras con afán. Pero resulta que se le deben al Banco. He estado esta mañana allí con el director del Banco; he llegado a un acuerdo con él.

Silencio.

Cathy escuchaba.

Sentía un nudo en la garganta.

A los catorce años empezó a verse con Arthur, que tenía veintitrés. Todo empezó así, como de broma, como por casualidad, pero luego, a medida que el tiempo fue transcurriendo, aquello fue una necesidad de ambos.

A la sazón tenía diecisiete años y sabía de besos, de caricias, de amores entrañables.

No concebía, pues, que Arthur se fuese así… ¡Así, sin más! Dejando atrás todo el recuerdo, todo aquel amor, aquella ternura vivida.

Arthur, ajeno a sus pensamientos, continuaba diciendo:

—Me dan plazos fijos. Me voy de leñador al Canadá… No sé si volveré. Además, lo nuestro fué una cosa de niños, de niños adultos, ¿verdad, Cathy?

No.

Lo de ella fue una cosa de mujer.

Aprendió con él a serlo.

Jamás sería ya una adolescente

—Nos hemos querido —añadía Arthur con raro acento, con un dejo raro, como si algo le vibrara en la voz—. Pero eso pasa, todo pasa. Esto también. Tú puedes encontrar otro. Yo no sé cuándo volveré. Mientras no libre mis tierras de todas esas hipotecas no volveré, y eso… me llevará años. Muchos años… Cathy, lo entiendes, ¿verdad?

No. Nunca lo entendería.

Ella tampoco vivía en una situación boyante.

Sus tierras, las de su padre, no eran tan ricas como las de Arthur y además eran menos. Muchas menos. Y su padre se casó mayor, era ya casi viejo. O, más bien, viejo del todo. La gente que trabajaba para él, holgazaneaba más que trabajaba. Pasados unos años, todo se iría al traste…

—Tú estudias para maestra —añadía Arthur con suma suavidad. La suavidad de Arthur, tan distinta a la de los demás vecinos. Pero en aquel momento estaba siendo cruel—. Terminarás la carrera y tendrás escuela… Te casarás. Encontrarás un hombre que te ame…

Nunca.

Nunca encontraría un hombre al que amar como lo amaba a él.

Pero se mordió los labios.

—No dices nada, Cathy.

—Te… escucho.

—¿Y no dices nada?

—Vete, vete. Es mejor, sí.

—¿Te das cuenta cómo tú misma lo reconoces?

¡Oh, no! No lo reconocía.

Pero si él lo decía así… tenía que aceptarlo.

Su orgullo le impedía llorar y gritar como hubiera sido su deseo.

Ella no tenía dinero, no tenía nada más que las tierras de su padre mal trabajadas, mal atendidas, pero le sobraba orgullo y dignidad al que había querido, al que quería, al que seguramente no podría olvidar jamás.

—El tiempo es el mejor sedante —decía Arthur—. Verás que pronto encuentras otro chico. Ese mismo James, que a mis espaldas te hace la corte.

¡Jamás!

Pero no lo dijo.

Arthur guardó silencio. Después, suavemente, añadió:

—Debo dejarte. Tú lo entiendes. Esto nuestro fue una chiquillada. Se pasará, ha pasado ya…

A ella no. No pasaría. Y si pasaba, tardaría mucho.

Le había amado de verdad

Le amaba aún. No dejaría de amarlo así como así.

* * *

Anochecía.

Mejor.

Así Arthur no vería con precisión la palidez de su rostro.

—Yo, si puedo y me enamoro también me caso por allá, Cathy, ¿lo entiendes?

No. Nunca entendería que aquello terminara así, de repente.

Cuando falleció el padre de Arthur, una semana antes, pensó, al contrario de lo que estaba ocurriendo, que todo se precipitaría. Que Arthur le pediría que se casara con él. Tres años de relaciones, uno tonteando, dos amándose de verdad.

Nunca llegaron a nada íntimo, cierto.

Sus relaciones, con ser muy apasionadas, no fueron jamás pecadoras. El la respetaba demasiado, y de repente oírle decir aquello, resultaba desolador.

Pero su orgullo debía admitir lo que Arthur suponía.

Jamás le diría lo mucho que le dolía.

—Yo no sé cuándo volveré, Cathy. Lo vas entendiendo, ¿verdad?

—Sí, Arthur.

—Es mejor para los dos.

Para él.

Jamás la había querido.

De haberla amado no la dejaría así…

—Tengo que librar las tierras de esas hipotecas, y el tiempo borra los sentimientos. Los remoza. Tú amarás a un hombre. Yo tal vez me enamore de otra mujer. Ya sabes…

No sabía.

No quería saber.

Las hierbas entre sus dedos eran como pinchos, sin embargo, se daba cuenta de que eran blandas y que no podían pinchar. Pero a ella le hacían el efecto de pinchos sacándole la sangre.

—Es mejor que todo quede así, ¿no te parece, Cathy?

Un silencio.

Costaba hablar sin llanto.

Se oyó después su voz inalterable. ¡Qué esfuerzos hubo de hacer para que sonara así, sin llanto, sin pena, sin angustia!

—Sí, Arthur.

—Mejor para los dos, Cathy.

—Si, mejor.

—Verás como encuentras un hombre que te haga feliz.

No dijo nada.

El añadió:

—No dudes en amarlo mucho si te merece. Ojalá encuentres uno que te merezca.

El mismo silencio.

Después la voz de Arthur un poco rara:

—Yo tengo el pasaje para mañana. Marcho mañana, por eso te cité aquí hoy, y ahora, un poco antes que otras veces. Aún tengo que bajar a Cheyenne. Me quedan algunas cosas por solucionar.

Cathy se puso en pie.

Era alta y esbelta. Tenía el cabello de un castaño claro. Los ojos canela. La boca bien proporcionada, la nariz aquilina…

Era una chica preciosa y sólo tenía diecisiete años, desde los catorce empezó a verse por la pradera con Arthur.

De él recibió los primeros besos en la boca, las primeras caricias un poco tímidas, un poco audaces.

Con él aprendió a saber lo que era el amor.

—No dudes en casarte si encuentras al hombre de tu vida.

¿Por qué se lo repetía tantas veces?

Que la dejara en paz.

Se iba. Bien, pues que se fuera.

Ella no iba a perdonarle.

Ella le amaba de verdad.

Lo suyo por él no fue un juego, pero estaba claro que lo de Arthur por ella fue un pasatiempo.

—No sabes cuánto celebro que lo comprendas, Cathy.

—Es natural.

—¿Natural?

—Que lo admita y lo comprenda.

Tenía un dejo raro.

Pero Arthur no se percató o no quiso percatarse.

El tenía un deber que cumplir e iba a cumplirlo.

No era nada grato irse al Canadá de leñador…

Nada grato, no; pero sus tierras había que defenderlas.

—Vamos, Cathy —dijo—. No creo que tengamos más cosas que decir, ¿verdad?

Costaba hablar, pero había que hacerlo.

Decir algo.

Cualquier cosa.

Cualquier cosa que defendiera y salvara su orgullo de aquella súbita humillación a la cual él la sometía.

—No, Arthur, no tenemos.

—Pensé que iba a ser más difícil.

Le miró.

Era alto y fuerte.

Arrogante.

Moreno, los ojos negros, firme el mentón.

Fuerte de hombros, ancho, cintura estrecha.

Un gran mozo.

El mejor de la comarca de Cheyenne.

Cerró un segundo los ojos.

—Ya ves como no lo ha sido…

—No, no lo ha sido. Es que los dos somos comprensivos.

—Sí, eso es.

Echaron a andar valle abajo.

El campo verde. Los montes frondosos.

Allá abajo, la casa ancha y achatada de Arthur… Y no muy lejos la casa más pequeña de Cathy.

—Terminarás la carrera —decía Arthur animándola, como si pretendiera darse razones a sí mismo del planteamiento de aquella súbita situación—. Te casarás con un hombre que te merezca. Si he de serte sincero, te diré que James no te conviene. No es hombre para ti. Es mal estudiante, peor amigo…

No tenía por qué darle consejos.

¿Se iba?

Pues que se fuese.

Ella iba a llorar tan pronto estuviera sola, pero ante él, no. ¡Jamás!

Llegaban a la bifurcación.

—Adiós, Cathy —y alargaba la mano.

La joven dudó.

Pero no. Demostrarle lo mucho que le dolía que él cortara así, nunca.

¡Jamás!

Alargó la suya.

Arthur se la apretó con fuerza.

—Que tengas mucha suerte, Cathy. Te la deseo de corazón.

—Gracias —y después de una duda—. Yo… también a ti.

Así se separaron.

Uno por cada lado.

Cuando él le dio la espalda, Cathy no echó a correr, pero ya no contuvo las lágrimas.

Cuando Cathy giró, Arthur no derramó una lágrima, pero su rostro se crispó.

Había en sus facciones como una cerradura.

¡Una violenta cerradura!

* * *

Mauro Sun se sentó mejor en su ancho sillón de despacho.

Ante él tenía a Arthur.

—O sea, que ya lo has hecho.

El labrador asintió.

No hablaba.

Tenía la boca plegada en dos arrugas.

—Arthur…, te costó mucho —sin preguntar.

El otro asintió de nuevo.

—Te dije que no debías decirlo así.

Arthur aplastó la mano sobre la mesa. Fue arrugando los dedos hasta hacer de su mano un nudo.

—Era preciso.

—Pero así la has perdido.

—No puedo sojuzgarla, sujetarla a mi recuerdo. He querido que me olvidara.

—Pero tú la amas.

Arthur bajó la cabeza.

Su voz sonó ronca.

—No soy hombre que mariposea. Cuando me hice novio de ella la amaba y la amaré toda la vida. Pero sé lo orgullosa que es, cuanta es su dignidad.

—Y no te das cuenta de lo mucho que eso os separa.

Lo sabía.

La había matado.

Los sentimientos, las esperanzas para el futuro, el presente…

¡Todo!

—Te mandaré dinero —dijo él como si no quisiera continuar hablando de lo que acababan de hacer—. Irás pagando al Banco a medida que te lo mande. No volveré hasta que todo sea mío nuevamente.

—Arthur…

—No me compadezcas.

—Pero es que has podido hacer las cosas de otra manera.

Le miró desolado.

—¿De cuál?

—Ella te hubiera esperado.

Meneó la cabeza denegando.

—No. No soportaría esa espera de ella. La quiero demasiado. O mataba su esperanza para que me odiase, o me esperaría toda la vida. Y yo no sé cuántos años tardaré en volver. No tengo derecho a presionarla, a sujetarla a un recuerdo… Es mejor así.

¿Iba a llorar?

Mauro Sun lo miró con desaliento.

—Te has dañado hasta destrozarte.

—Tenía que ser.

—Porque la amas demasiado.

—¿Y qué? Prefiero que ella me odie.

—Y te odiará.

—Mejor.

—Querido amigo…

—No, por amor de Dios, no me compadezcas. Ya te lo he dicho. No he obrado a la ligera. Reflexioné bien antes de actuar, creo haber actuado bien.

—Para matar lo más bello de tu vida.

Lo sabía.

Bajó la cabeza.

Mauro Sun extendió la mano por encima de la mesa y quiso asir el nudo que eran los dedos de su cliente y amigo.

—No —gritó Arthur—. No, te digo. La cosa ya está hecha. Así queda hecha. Y por todos los santos te pido que ella no se entere nunca. Deja que termine su carrera de maestra, que encuentre un hombre que la estime como se merece, que se case, que forme su propia familia, que tenga hijos.

—¿Y tú?

Sonrió.

En su misma desolación, emitió una rara sonrisa que más parecía una mueca de dolor.

—Yo no tendré tiempo para buscar esposa, ni para formar una familia. Yo tengo unas tierras hipotecadas y he de ganar para recuperarlas, y tú eres mi abogado.

—Arthur, no pude impedir que tu padre…

—Lo sé —le cortó.

—Me gustaría hablarte de eso.

—¿De qué?

—De tu padre.

—Ya, ya sé. Ya sé cuanto deseaba saber. No me di cuenta. Ya tenía mis años para impedirlo, pero lo ignoraba. Cuando me percaté de ello, todo había ido al traste —y recobrando la serenidad, él tan fuerte, tan entero, añadió—: Ed, mi capataz te ayudará. Es un buen hombre.

—Todo eso lo creo prudente. No temas. Según me mandes el dinero yo lo entregaré al Banco, pero… has destruido lo más hermoso de tu vida.

—Pasará.

Mauro Sun dio unas cuantas cabezaditas.

—Era algo mayor que Arthur. No mucho. Tal vez diez años. Arthur tenía veintisiete, tal vez Mauro tuviera treinta y pocos, pero era abogado. Lo fue su padre del de Arthur y al morir ambos, Mauro ocupó el bufete que dejaba vacante su padre, pero no pudo tomar las riendas de una hacienda arruinada.

—¿Estás seguro?

No. ¡ Qué iba a estarlo!

El no era un tipo voluble.

Además, tenía la desgracia o la fortuna de ser un tipo sentimental. Lo suyo por Cathy fue siempre verdadero y para toda la vida. Pensar en olvidarla, era tanto como pensar en perder la vida. Pero… el caso era que Cathy no sufriera, que le odiase, que le considerase un inestable, un voluble y le olvidara.

—No lo sé —sacudió la cabeza—, Pero eso no importa. Me marcho esta noche… Eso es lo que sé. E ignoro por cuántos años. No me será fácil ganar para recuperar mis bienes, pero lo haré. ¡Lo haré! Tarde más o menos, lo haré. Me lo he jurado a mí misino, y el director del Banco me ha creído. Eso es lo que importa ahora.

Se puso en pie.

—Adiós, Mauro.

—No. Iré a despedirte al tren…

—Prefiero…

—Iré —le cortó.

Arthur hizo un gesto vago.

—Hubiera querido marcharme así… Así solo, como vay a vivir, entiendes, Mauro. Sólo te pido que jamás sepa ella que la quiero, que me marcho queriéndola…

—Te doy mi palabra…

* * *

La mole gris estaba dispuesta.

Mauro, enfundado en un abrigo azul, tocada la cabeza con un sombrero del mismo color, estrechaba una vez más la mano de su fiel y querido amigo.

—No te voy a escribir —decía Arthur—. No quiero que me cuentes cosas de aquí.

—Por temor —dijo Mauro sin preguntar— a que un día te anuncie su boda.

—Por lo que sea. Sólo te mandaré dinero al Banco, a tu nombre, para que pagues.

—Arthur, perdona a tu padre.

El aludido se alzó de hombros.

—¿Quién se acuerda de eso?

—Es que yo también he perdonado al mío. No vayas a creer que en mi vida todo son rosas. Hay espinas, y con qué paciencia las estoy arrancando… Los dos, mano a mano, se gastaron en el juego su dinero mientras tú y yo estábamos pensando que todo era o sería, en el futuro, fácil para nosotros…

—Olvídate de eso.

—Pero quiero que sepas una vez más que el bufete era un verdadero lío. Yo lo estoy poniendo en orden y no creas que no me cuesta trabajo.

—Adiós, Mauro.

—Yo he perdonado a mi padre.

—También yo al mío.

—Pero tú tienes que irte lejos…

—Si un día regreso —dijo Arthur pensativo— me sentiré orgulloso de saber que he logrado levantar mi hacienda o me sentiré desolado si no lo he conseguido.

—Lo conseguirás.

—Ojalá.

—Y si ella se casa…

—De eso no hablemos.

—Pero si la llevas clavada en tu sangre, Arthur.

No importaba.

Pasaría.

Y si no pasaba… él lo sabría.

Se doblegaría.

Había hecho lo que en conciencia tenía que hacer.

Desilusionarla.

Hacerse odiar.

No podía él, tal cual era, dejarla prendida al recuerdo, al futuro.

El futuro le pertenecía a ella.

El suyo… a la hacienda que debía y tenía que levantar.

—Arthur…

—Sí.

—No quieres que te diga nada de ella.

—¡Nada!

—Está bien. Pero sigo pensando que no has hecho las cosas como debían de hacerse. Como humanamente debiste hacerlas.

Subía al tren.

Aún no se movía la mole gris.

Pero él prefería dejar lejos a Mauro Sun.

Era su amigo.

Siempre fue su amigo.

Confiaba en él.

Sabia que entre Ted y él cuidarían de todo y pagarían cuando él enviara el dinero.

Después ya se vería.

—Déjalas así.

—Estás seguro de que ella te odiará.

—¿Y cómo no, si la he dejado sin piedad?

—Y la piedad desolada va contigo.

—Por Dios, Mauro, olvida eso.

—¿Puedes olvidarlo tú?

El no.

Tanto como anduviese, tanto evocaría.

No era Cathy mujer que se la pudiese olvidar. Además era una niña. El tomó de sus labios las primicias de sus besos. Sus primeras caricias…, sus primeros suspiros.

Pero era joven.

Tenía sólo diecisiete años.

Olvidaría…

—Adiós —dijo—. Adiós.

—Arthur…

—Adiós —repitió de modo raro.

Tenía un dejo extraño en la voz.

Ronco, desolado.

Tétrico.

—Adiós, Arthur —dijo Mauro.

Y el tren empezó a moverse.

La mole larga se deslizaba. Al día siguiente Arthur tomaría el avión para el Canadá

Ellos quedaban allí.

También Cathy desde una esquina de la estación veía como Arthur se iba.

Las lágrimas acudían a sus ojos. Pero su orgullo las absorbía…