III
Tía Ina no podía más.
O hablaba de ello o no dormiría aquella noche.
Al fin y al cabo ella tenía plena confianza con Cathy. No era la sobrina una introvertida absurda. Era, por el contrario, una muchacha corriente y sencilla.
No había en su personalidad recoveco alguno.
Seguro que Cathy ya conocía la llegada a Cheyenne de Arthur, pero bien le vendría hablar de ello. Expansionarse o tal vez alzarse de hombros. Es posible que ya no le interesara el ex novio. ¡Cinco años! eran muchos años para guardar recuerdos. Se habrían esfumado, y si se habían esfumado tanto mejor para mencionar el regreso de Arthur Felcon.
Jack Hedison se acostaba temprano. No hacía nada. Jamás lo hizo, cuanto más a su edad que era ya casi anciano. Por otra parte, sus ataques de asma le retenían incorporado en el lecho días enteros sobre todo cuando apretaba la bruma. Tampoco Jack Hedison pensó jamás en el futuro, ni siquiera en el presente porque lo vivía y el mañana le importaba un rábano. Fallecida su mujer, se tiró, como si dijéramos, a la bartola y se dedicó a vivir de lo que poseía, que si bien no era mucho, sí lo suficiente para criar a su hija.
Pero cuando su hija tuvo uso de razón y emprendidos ya los estudios, puso coto al desbarajuste familiar y entre ella y tía Ina lograron ir tirando, aunque no pudieron ya defender lo que estaba vendido. Se quedaron, pues, con la casa, el prado y el trozo de tierra, ella hubo de dejar los estudios y se preparó para enfermera, si bien nunca terminó, porque el apuro familiar aumentaba con el tiempo y los gastos, que se iban acumulando, de modo que también hubo de dejar los estudios de enfermera a medias y se dedicó a trabajar. Con su sueldo y lo que sacaban de la tierra y las gallinas, iban viviendo sin lujos, ni mucho menos caprichos.
En aquel instante ambas habían terminado de recoger la cocina y se hallaban sentadas bajo el porche, iluminadas por una lucecita pendiente de un farol en lo alto del techo.
Hacía una cálida noche y Cathy fumaba un cigarrillo despacio, como relajándose.
Tía Ina, observando su rostro apacible, bello, extremadamente atractivo, se preguntaba si sabría algo referente al regreso de Arthur. No lo parecía.
Es más, viéndola, cualquiera diría que nada más lejos de su mente que aquel recuerdo…
Pero tía Ina pensaba que debía, que tenía que abordar el asunto cuanto antes. Si no lo sabía, para que lo supiera, y si lo sabía para que hablara de ello y se desahogara si tenía que desahogar.
—Cathy… —murmuró la dama a media voz.
La joven volvió un poco su bello rostro.
Tenía los melados ojos serenos. La sonrisa afable. Los cabellos recogidos con dos anchas horquillas en lo alto de la cabeza. Eran de un castaño claro, con mechones rubios. Tenía la piel morena y tersa y en contraste con sus cabellos, las cejas, arqueadas, muy negras, igual que las pestañas que hacían más luminosa su mirada color canela.
—Sí, tía…
—Ya lo sabes… ¿no?
Hubo un silencio.
Las facciones femeninas no se atirantaron. Apenas si se movieron. Sólo en los ojes un sutil parpadeo.
—Sí…
Sólo eso.
Tía Ina deseaba que dijera algo más.
—No lo has visto —dijo sin preguntar.
—No.
Y fumó un poco más aprisa.
Aspiraba y expelía el humo con lentitud.
Se diría que le era igual hablar de ello que quedarse callada.
Pero la dama quiso insistir.
—Ha pagado todas su deudas.
La respuesta de Cathy fue bieve:
—Mira qué bien.
—Pero ha trabajado de leñador.
—Ya.
—Cathy… ¿no te importa?
La miró entre desconcertada y algo alterada.
—¿Importarme, qué?
—Que haya vuelto ya. Y para quedarse…
—Se ha ido para volver, ¿no?
—Por supuesto. Pero… Bueno, perdona. Yo quisiera que el regreso de Arthur no hiciera mella en ti.
¿La hacía?
—No la hace —dijo.
Y lo dijo con fuerza.
Como si ella misma se lo creyese.
—Dirás que por qué me meto en tus cosas, pero quisiera decirte algo, Cathy.
Las voces de ambas sonaban bajas.
Casi tenues.
—Dila, tía Ina.
La dama, bajita y delgada, menuda, de semblante suave, de delicadas facciones y cabellos completamente blancos, se inclinó un poco hacia el sillón que ocupaba su sobrina.
—Ahora os veréis. No habrá forma de evitarlo. ¿El pasado no te dice nada, Cathy? ¿Estás segura de ello? ¿Y si lo estás… por qué no te has casado con James?
Prefería no mencionar el asunto.
Creía en el amor. Y a James jamás lo había amado. La respuesta era ésa y no otra.
—Conoces las razones. No le amaba.
—Pero te hubiera dado una posición social y económica estable.
—¿Es eso amor, tía Ina?
La dama no supo qué decir.
* * *
Habían comido.
En aquel momento estaban tomando el café en la salita.
La mesa de centro entre ambos. Sendos cigarrillos y las tazas aún llenas.
—Te noto muy preocupado.
—Es que lo estoy, Mauro. Deseo volver al pasado y sé que no es posible.
—Enfréntate a la realidad y abórdala.
—Pero no como tú crees —dijo Arthur pensativamente—. Tendré que hacerlo con sutileza, y creo que tú, que siempre me has ayudado, no me abandonarás en este instante.
—¿Yo? ¿Qué puedo hacer yo entre tú y Cathy?
Arthur llevó la taza de café a los labios. Sorbió un poco. Chupó el cigarrillo, expelió una gran bocanada de humo y entre las espesas volutas sus facciones quedaron casi difuminadas.
—Ir a verla.
Mauro casi dio un salto.
—¿Decirle que aún la amas?
—No —meneó la cabeza por tres veces seguidas—. No sería prudente. No conseguirías nada. Ni siquiera aunque le explicaras el por qué la abandoné… Cuando lo hice no pensé que ella estaría soltera a mi regreso. Maté la esperanza de una muchacha de diecisiete años que era mi novia desde los catorce. No creo que, dado el carácter de Cathy, haya olvidado eso ni lo olvide con facilidad. No, Mauro, ha de ser algo más sutil… Más… ¿cómo te diría? ¿Más cuidadoso?
—¿Con qué?
—Deja correr por la ciudad que he venido delicado de salud.
Mauro volvió a dar otro salto.
El era abogado, pero no curandero.
—Oye, Arthur, ¿estás en tu sano juicio?
—Lo estoy pensando. No, no, que estoy en mi sano juicio lo sé. Digo que. estoy pensando cómo atrapar la voluntad de Cathy. Vamos a desmenuzarla, ¿quieres?
—¿Desmenuzar qué?
—La personalidad femenina.
—Pero…
—Verás, Cathy es una muchacha sensible. De una sensibilidad profunda, extremada incluso. Es bondadosa; mucho. Tiene un carácter tierno, sosegado, equilibrado. Ha de desplazarse a Cheyenne todos los días para ganarse el sustento. Yo he sido su novio, me separé de ella siendo su amigo. No queda nada del pasado, ¿no?
Mauro no sabía a dónde iba a parar su amigo.
Por eso se limitó a preguntar pon expresión bobalicona:
—¿No queda nada?
—Queda todo —gritó Arthur molesto por no ser comprendido—, pero en apariencia no queda nada.
—¿A dónde vas a parar?
—Necesito una enfermera al lado.
—Por el amor de Dios, Arthur, estás loco perdido.
—No tanto —dijo el aludido inmutable—. No tanto. Si vas y le ofreces venir de enfermera para mí, vendrá.
—¿Que vendrá?
—Si me ama, sí.
—¿Cómo dices?
—Verás, si no me ama no viene porque no le importará que yo piense que me ama o no. Si me ama, no dará su brazo a torcer. Lo pensará, lo pensará, pero no querrá que yo piense que me ama y que por eso huye. ¿Vas entendiendo?
—Sí, pero no.
—Explícate.
—Muy sencillo, ella tiene un trabajo.
—En Cheyenne.
—¿Y bien?
—Aquí está en su propia casa como si dijéramos. Le ofreces un buen sueldo. Le dices que mi salud es delicada. Que esto y que aquello.
—Y cuando te vea… me mandará al cuerno. Estás como un toro.
—Desequilibrado.
—¿Dese… qué?
—Mira, Mauro, te has vuelto tonto o te lo haces. Un hombre puede tener apariencia de sano y estar psíquicamente hecho una mierda. Eso me ocurre a mí. Tanto trabajo. Tantos sinsabores. Tanto… tanto… todo lo que te de la gana de inventar. Ah, y no me mires así. En cierto modo es verdad, he trabajado mucho y me siento cansado, con deseos de relajarme. No me vendrá mal un mes, dos, tres, tendido al sol o parado… Atendido por una enfermera bonita. Lo demás corre de mi cuenta.
Mauro tenía los ojos abiertos como platos.
—Y supones que ella accederá.
—Tú verás. Ya te he dicho que es así, como es. Si no me ama no viene porque le importará un rábano lo que yo piense. Pero si continúa amando y no se ha casado, eso algo quiere decir, supongo yo, vendrá. No querrá que yo piense que se siente despechada, ¿entiendes ahora?
—Si yo te entendí desde un principio; pero eso es lo que tú dices. Ahora falta saber qué dirá ella.
—Eres mi abogado.
—No me salgas con memeces, Arthur. Yo no hice nada por ti por ser tu abogado porque si sólo lo fuera, ahora tendrías que pagarme y no tienes que pagar nada, porque fuimos juntos a la escuela, poseíamos la primera mujer a la vez, y jamás nos hemos separado y hasta hemos tenido la cochina suerte de tener unos padres que se gastaron los cuartos al mismo tiempo y en la misma cosa. No, no soy tu abogado, porras. Soy tu entrañable amigo.
Arthur no se inmutó. Aferrado a su idea, dijo riendo:
—Más a mi favor. Pero ella aunque sospeche eso, no lo sabe a ciencia cierta, irás como abogado mío a verla, a pedirle un consejo. Tú sabrás cómo tratar el asunto, aunque si quieres hacerme caso, ve en plan de súplica, de que ella me haga ese favor en recuerdo a nuestra antigua amistad.
—Y supones…
—No —dijo muy grave—. No supongo nada. Ni sé nada. Pero yo tengo que hacer algo por ella y casarme con ella algún día. ¿Entiendes?
—Sí entiendo, yo iría a su casa si estuviera en tu lugar y abordaría el tema abiertamente.
Arthur se levantó.
Miró a su amigo con fijeza.
—¿No te estoy repitiendo en todos los tonos que la conozco? ¿Que antes se deja cortar un dedo que admitir que me quiere aún?
—¿Y por qué supones tú que te quiere?
—Muy sencillo. Es hermosa, supongo que lo seguirá siendo.
Mauro mojó los labios con la lengua.
—Más que nunca —farfulló.
—Me lo suponía. Siendo así, no se ha casado porque recuerda a alguien… ¿no cae eso por su peso?
—Bueno —accedió Mauro de mala gana—, abordemos el asunto tal cual puedo abordarlo yo junto a ella. Reflexionemos y pongamos los puntos en su sitió. ¿Qué cosa debo hacer y cómo hacerla y dónde hacerla?