VII

Se lo contó a su tía nada más llegar.

—He visto a Arthur.

Así.

Su voz tenía un raro temblor, trémulo, incoherente. La dama fue hacia ella y le asió la mano oprimiendo sus dedos juveniles con suavidad, como dándole ánimos.

—Cathy —susurró tía Ina con ansiedad—. ¿Qué has sentido? ¿Qué cosa vas a hacer con respecto a la proposición que, te hizo Mauro? ¿Qué te ha parecido Arthur?

La joven miraba al frente. Tenia una rara expresión de angustia.

Se diría que se sentía tan desconcertada como indecisa.

—Me pareció distraído —dijo al rato—. Distraído no es la expresión justa. Yo diría que si bien está fuerte y sano en apariencia, mentalmente anda algo perturbado —guardó silencio y encendió un cigarrillo fumando muy aprisa—. Parece que fue ayer. Dios mío, cómo transcurre el. tiempo y que huella va dejando… Uno en sí no lo nota, pero sin duda existe esa secuela que uno lleva dentro aunque no quiera. La secuela del tiempo con sus huellas indelebles.

Dio algunas vueltas por el saloncito.

Su padre, ajeno a lo que ocurría, hundido en un sofá se diría que vivía en su mundo. Un mundo irreal y confuso.

La hija lo miró largamente.

—Creo que voy a aceptar, tía Ina. He hablado con el doctor Smith, y si bien en principio no estuvo de acuerdo, después de exponer mis razones me dio la excedencia por un año, teniendo en cuenta que le ayudará su hija entretanto no se casa, y se casa el año próximo… —pasó los dedos por el pelo—. No soporto la idea de ver a Arthur bajo los cuidados de una persona desaprensiva. ¿Soy tonta, tía Ina? ¿Verdad que no debiera acceder?

—Yo creo que haces bien, Cathy.

Lanzó una mirada hacia su tía. Una mirada de desaliento.

—Al ver a Arthur me da la sensación de que no ha pasado ni un solo día. Que aún le estaba oyendo decirme con toda frialdad que debía irse. Que necesitaba irse. Que lo nuestro se quedaba así —alzó súbitamente la voz—. ¿Qué ha sido lo nuestro para él? ¿Nada? Es lo que no perdono, lo que me roe, la que me desquicia.

El padre la miró con expresión ausente.

De repente preguntó a media voz, como si se alarmara:

—¿Te duelen las muelas, Cathy?

—No, no, papá —y mirando a su tía—. Me pregunto qué sería de mí en este tiempo si me faltaras tú, tía Ina. Ya lo has oído… —lanzó una mirada sobre sí misma—. Mauro vendrá esta noche. Le diré que sí.

—Y sufrirás más viéndole cerca.

—Lo sé.

—Cathy… ¿No sería mejor que desistieses?

—¿Puedo?

No.

Tía Ina se daba cuenta de que no podía.

De que jamás dejó de recordar a Arthur. De que igual o diferente todo empezaba otra vez, con lo cual Cathy iba a sufrir más que antes, cuando él la dejó.

—Eso denota —dijo a media voz, reconcentradamente— que sigues enamorada de él, Cathy.

La joven se mordió los labios.

Tenía una oscilación en los senos.

Un temblor en los labios.

Sus manos se apretaban nerviosamente una contra otra.

—Sería muy fácil decir que no, tía Ina, si no le amase. Muy fácil, sí. No sufriría. Tal vez hasta me consideraría feliz por poder en este instante darle la revancha. Pero no es así. Ni soy tan fuerte ni tengo tanta voluntad, ni soy mujer que ame una vez cada cierto tiempo. He querido a un hombre y no he vuelto a sentir el amor desde que él se fue, porque jamás he dejado de quererle, y ahora me necesita. Duele eso, no creas. Duele no poder decir que no.

La dama intentó consolarla, pero la joven susurró bajo, a punto de estallar en sollozos:

—Le he visto, y fue como si ambos nos perdiéramos sendero abajo buscando el claro para sentarnos en la margen del río y Arthur fuera a decirme que me dejaba. Te digo que eso duele.

—¿Y él ante ti, qué, Cathy?

—¿El ante mí?

—¿Le has visto emocionado, confuso…?

—No. Le he visto ido, como si todo le importara un rábano —y como si le pesara hablar tanto de sí misma añadió apresurada—. Comamos, tía Ina. Hay que dar de comer a papá y ayudarle a acostarse.

—No has tenido mucha suerte con todo lo que te tocó vivir, Cathy. Yo bien quisiera verte dichosa. Pero…

—Es mejor olvidar eso.

Se fue a cambiar. Se puso sus pantalones tejanos, su camisa verdosa y empezó a ayudar a su tía como si tuviera mucha prisa.

Después llevaron a Jack a la cama y ambas, al rato, estaban silenciosas bajo el porche tomando el fresco.

—Me gustaría —susurró Cathy de pronto— tener fuerzas. No sentir nada, no ver hacia atrás, no ver nada, te lo aseguro. Y poderle decir a Mauro que no quiero ir a cuidar a Arthur…

—Pero no puedes.

—No —dijo desalentada—. Eso es lo que no puedo hacer. Lo que no tengo voluntad de hacer… No pienses que voy por el dinero que me paga. Lo necesitamos, lo sé. Y mucho. Poco a poco mi sueldo se ha ido convirtiendo en nada porque las necesidades son mayores. Pero esta vez iría a cuidar de Arthur aunque no me pagaran…

Un auto avanzaba.

Ambas se miraron con ansiedad.

—Es Mauro —musitó tía Ina bajísimo.

—Sí —dijo Cathy en el mismo tono de voz.

* * *

Mauro sentía una emoción extraña al ver a Cathy.

No le extrañaba nada que Arthur estuviera tan enamorado de ella, que pasara el tiempo y no pudiera olvidarla. Tenía algo raro aquella muchacha en su mirada, en la sensibilidad de sus labios, en sus senos oscilantes, en la dulzura de su expresión.

Saludó con unas breves palabras y se sentó en el sillón que, mudamente, le ofrecía tía Ina.

Después surgió un silencio. Se diría que los tres temían interrumpirlo.

—Vengo a por tu respuesta, Cathy —decía Mauro rompiendo aquel embarazoso silencio.

—Este atardecer he visto a Arthur.

Así.

Con voz un poco vacilante.

Mauro se tensó y escudriñó sus facciones que parecían confusas, contraídas por un instante.

—Habrás notado su abstracción.

—Sí. Lo he notado.

—¿Y bien, Cathy?

No deseaba que pensara que iba por él. Por su salud.

Ni porque necesitaba ir.

Tenía que hacerse la fuerte, la valiente. ¡Y qué poco valiente era y cómo ella lo sabía!

—Pagas bien, Mauro… Merece la pena.

—¿Irás?

—¿Cuándo debo empezar?

Mauro hubiera dado un salto de gozo.

Pero se mantuvo allí. Nadie notó su profunda satisfacción.

—Mañana mismo a ser posible —dijo.

Tía lna quería decir algo.

Incluso persuadir a Cathy para que no fuera.

Le daba miedo aquello que le parecía un juego peligroso, y más que nada le dába miedo Cathy y sus sentimientos.

Había sufrido.

¡Mucno!

Estaba sufriendo aún.

Al lado de Arthur el sufrimiento podía ser mayor.

Y para la sensibilidad de Cathy era como si fuese a meterse en la boca del lobo. Ojalá fuera ella joven para ir en su lugar, o no necesitaran tanto el dinero, o cathy no amara tanto al ingrato que la dejó plantada cuando ella más lo necesitaba.

Pero nada podía decir en contra de la decisión de Cathy.

Miraba a uno y a otro con ansiedad, un poco paralizada.

—Mi amigo necesitaba una persona al lado —decía Mauro como si reflexionara en voz alta—. Es que ha trabajado mucho. Se ha puesto, ¿cómo te diría yo? No sé, demasiado agotado… Ha recuperado todos sus bie nes, pero ha perdido la salud, habrás observado que, aparentemente, está tanto o mejor que antes, pero psíquicamente no es así. Tiene sus mamas, sus resabios, sus salidas de tono… Yo creo que te recuerda como persona que ha querido, que ha apreciado de veras. Ya sé que el pasado nunca vuelve tal cual fue, pero puede parecérsele.

—No voy a cuidar a Arthur por eso, Mauro. Creo que lo supondrás…

—Desde luego. Pero habéis sido buenos amigos.

Ina notó que Cathy cortaba la voz de Mauro con un seco:

—No nos hemos apreciado, Mauro, y tú lo sabes. Nos hemos querido. Pero eso pasó…

—Claro, claro.

Se ponía en pie.

Miraba a la joven desde su altura aunque Cathy también se había levantado.

—De modo que irás mañana por la mañana.

—A las nueve en punto.

—Gracias, Cathy.

—Iré durante un tiempo. No sé cuánto. Después… si no se cura tendrás que tomar otras medidas.

—Por supuesto. Gracias, Cathy.

—De nada.

Su tono era más bien seco.

Como si se parapetara.

Media hora después Mauro le decía a Arthur con voz algo bronca.

—Yo diría que oculta su verdadero «yo» bajo una mueca inexpresiva. Y que inienta hacernos ver que viene por el dinero. Lo necesita. Sé que cada día más, pero no es eso lo que la trae a tu lado.

—Le voy a pedir que se case conmigo.

Mauro dio un salto.

—¿Qué dices?

—Eso —dijo Arthur a lo simple—. No sé qué términos buscaré, ni si me ampararé en mi supuesta demencia. Pero se lo diré un día de éstos. La he visto.

—Lo sé.

—Y he sentido como todo en mí se sacudía. Oye, oye, Mauro —parecía desquiciado, él siempre tan ecuánime— he sentido como si mi vida volviera atrás. Como si… empezara en este instante. Como si ella tuviera catorce años y día tras día nos topáramos en la bifurcación y como si más tarde nos perdiéramos en la pradera.

Estaba apasionado y vehemente.

Sus ojos tenían un brillo inusitado.

—Arthur… ten cuidado. Puedes perder lo poco que has ganado.

—¿No has dicho tú mismo que fuese de frente al asunto que me interesa?

—Pero ahora te pediría cautela.

—Estoy medio loco, ¿no?

—¿Y qué?

—El loco dice mil locuras, ¿no es eso?

—Por favor, Arthur, sé más cuerdo. Ten cuidado. Es una muchacha sensible.

—Dímelo a mí… ¡como si no lo supiese!

Y quedaba mirando al frente con expresión reconcentrada.

Tanto fue así que Mauro le tocó en el hombro.

—Arthur…

—¿Qué?

—No sé. Me das un poco de miedo. Por favor, te pido cautela. No te precipites, la vas a tener a tu lado. Ve con cuidado, aguarda, domínate

—Lo procuraré, Mauro, pero no sé si podré conseguirlo.

—Es una muchacha digna.

—¿Y quién lo duda? —se exaltó—. Para qué crees tú que la quiero yo? ¿Para perderla? Jamás la he perdido y pude hacerlo…, pero la he respetado con todas mis fuerzas, haciendo uso de mi voluntad. Me pregunto ahora cómo he podido ser tan fuerte. Esto es distinto.

—¿Esto?

—Lo que siento hoy.

Y continuaba mirando al frente con expresión inmóvil.

Mauro se preguntó si realmente estaría demente.