XII
Nazario contemplaba a Celso sin decir palabra. De pronto, Celso, que se hallaba hundido en una butaca, se puso en pie y exclamó sordamente:
—Me iré. Al diablo todo. Voy a huir, sí, como un maldito ladrón.
—Pero, Celso...
Este pasó los dedos por la frente.
—No sé lo que me pasa. Maldita sea. Yo antes no era así.
—Yo sé lo que te pasa —observó apaciblemente Nazario—. Estás loco por ella.
—Lo estoy —gruñó Celso—. Y ya no trato de ocultarlo.
—Pero el dinero...
Celso empezó a pasear la estancia de un lado a otro, como fiera, enjaulada. Medía la habitación con sus zancada y hablaba a la vez.
—Sí, sí, el dinero. ¿Qué hago yo sin dinero? Di, ¿qué hago yo? Si me caso con ella, lo perderé todo. ¿Y qué sé hacer? Mis padres no me enseñaron ni a mondar un palillo de la boca. Soy un... asno. No sé lo que soy. ¡Maldita sea!
—El amor despierta la imaginación de uno —observó mansamente Nazario—. Lástima que se pierda así una fortuna.
—Es lo que me descompone. No se puede perder esa fortuna. Porque no se trata de mi voluntad. Se trata de ella, de Ana, de ti...
—Lo mejor es que ambos sigáis los impulsos de vuestro corazón. Me refiero a Laura y a ti. Ana me ama y se casará conmigo. Con dinero o sin él, se casará. Tú haz otro tanto con Laura.
—Tengo que explicarle a Laura lo que ocurre. Tal vez no se quiera casar conmigo.
—¿Y por qué no? Te cree un secretario sin un céntimo.
—Pero no lo soy.
—Al casarte con ella lo serás.
—Pero tal vez ella prefiera rechazarme, al saber que pudiendo poseer una fortuna me quedo en la miseria.
—Prueba.
—Eso haré.
Salió a pasó ligero.
Nazario decía a Laura, momentos después:
—Está sufriendo como un demonio, pero yo no puedo evitarlo. Ana puede decirle la verdad.
—Ana no la dirá, Naz. Hablé con ella hace un instante, y prefiere perderlo todo y casarse con el secretario.
—¿Le has referido la verdad?
—En modo alguno. Que se casen y que ambos estén seguros de su cariño. Y después, jamás tendrán que echarse nada en cara uno a otro.
—Bien, dejémoslo así, pues.
En la terraza, doña Lucía escuchaba a Celso. Al verdadero Celso, se entiende, que trataba por todos los medios de hacerse comprender, sin que la Chacha lograra conseguirlo.
—La quiero, doña Lucía. Me quiero casar con ella.
—¿Con quién?
—Con Laura.
—Pero si Laura... ¿No está comprometida?
—¿Ana?
—Doña Lucía, yo le digo que me quiero casar con la secretaria de su sobrina.
—¡Ah!
—¿Qué pasa? —preguntó Ana, haciendo su aparición en la terraza—. ¿Qué le decías a doña Lucía, Nazario?
—Me decía que se quiere casar con Ana.
—Con Laura, doña Lucía —corrigió Ana, furibunda.
Ante aquella entonación y la mirada que la muchacha le dirigió, doña Lucía comprendió al fin y exclamó, evasiva:
—¡Oh, oh! Ya comprendo, ya comprendo.
—Ven, Laura.
Y Celso asió de la mano a la joven.
—¿Adonde me llevas?
—Vamos a hablar claro los dos. Esto no puede continuar así. Hay que poner las cartas boca arriba antes de que sea tarde.
—¿Qué cartas?
—Ya lo verás. Vamos a sentarnos junto a aquel árbol. Hace una apacible tarde.
Le pasó un brazo por los hombros y la llevó con él.
Sentados los dos junto al árbol, guardaron silencio por espacio de unos minutos.
—Te escucho, Nazario.
—Verás, no sé por dónde empezar. Si quieres casarte conmigo, yo me casaré, desde luego. Hasta tal punto lo quiero, que si no me caso... —pasó los dedos por la frente—. ¡Dios, no sé lo qué me ocurrirá, Laura! ¿Tú me amas?
Ella se estremeció. Muy bajo dijo:
—Bien lo sabes.
—Tengo que doblegar mis deseos de besarte. Es como un castigo por lo que te hice sufrir.
—Continúa...
—Sí.
—Mírame para decirlo.
Lo miró, y él se agitó bajo aquella mirada.
—Laura, mi amor.
E impetuosamente la cerró contra sí y empezó a besarla. Durante unos minutos, Ana se ¡mantuvo inmóvil. De pronto, alzó los brazos y rodeó con ellos el cuello masculino. Su boca en la de Celso se agitó. Pensó: ¿Contrato? ¿Fortuna? ¿Compañía naviera? Tal vez más adelante la echara de menos, por lo mucho que el dinero suponía en la vida. Pero entonces sólo pensó en el inmenso cariño que sentía en su corazón hacia aquel hombre que tanto le costó decidirse al matrimonio.
* * *
Muy sereno él, muy calmado en apariencia, aunque sus dedos parecían triturar los de la joven, empezó a hablar. Al principio, Ana no comprendía, y cuando lo comprendió, lanzó una breve exclamación, pero inmediatamente quedó callada.
—Ya lo sabes todo. Yo soy Celso.
Ana, de pronto, empezó a reír.
—Laura.
—¡Oh!
—Pero, ¿qué te pasa?
—¿Y estás dispuesto a perder tu fortuna por... mi amor?
—Todo. A ti, ¿no te importa que sea un hombre pobre?
—Pero, cariño, si yo jamás amé a un potentado. Yo amé al secretario de Celso. Y resulta que Celso eras tú.
—Sí —gruñó—. Yo. Y perderé toda mi fortuna.
—También Ana la pierde, puesto que se casará con otro.
—Sí. Si yo quedara soltero durante diez años, no la perdería.
—Y no estás dispuesto a perder esos años.
La besó de nuevo.
—Ni una semana. Quiero casarme en seguida. Y yo que había soñado en hacer un viaje de novios por mar, me tendré que conformar con hacerlo en un vagón de tercera. ¡Mi yate! ¡Mi bello yate! Se incautarán de él los abogados, ¿sabes?
—Bueno, tú no digas nada a nadie. Aún podemos recuperarlo.
—¿Cómo, mi amor?
—Primero casémonos y después que vengan los abogados a quitárnoslo todo.
Se perdía en sus brazos y Celso, en aquel instante, sólo pensó en los labios de Laura, que eran definitivamente suyos.
Minutos después, Ana se hallaba junto a Laura, en la alcoba de ésta.
—¿Sabes una cosa, Laura?
—Creo que la sé —sonrió Laura, irónica—. A juzgar por la expresión de tu rostro, adivino la noticia.
—Adivinas una. Pero no acertarás con la otra.
—Veamos. Nazario te pidió en matrimonio.
—La primera.
—La segunda es que Nazario es...
—¿Cómo? —saltó Ana—. ¿Lo sabes?
—Naturalmente.
—¿Qué?
—Lo supe casi en seguida. Nazario no podía callarlo. Supongo que tú le habrás dicho a Celso...
—Ni media palabra.
—Ana —se alarmó su amiga—. No puedes hacer eso.
—Hasta que me haya casado —cortó Ana enérgicamente— no descubriré mi verdadera personalidad. Ya puedes advertírselo a Nazario.
—Nos casaremos el mismo día y a la misma hora. Nos casamos aquí, en la capilla de la finca, sin invitados ni banquetes. Nos casará el capellán, que es mi confesor y le diré que se las arregle para que Celso no entienda mi nombre. Luego nos iremos al yate. Y allí... él comprenderá.
—Me parece, Ana, que esto es un buen lío. Más gordo que el anterior.
—Es la continuación del mismo —rió Ana.
Y salió, dejando a su amiga más preocupada que perpleja.
* * *
Días después, y sin que Ana descubriera su personalidad, las dos parejas se casaron. Chacha y Braulio, que aún seguían haciendo de tíos, apadrinaron las dos bodas, y cuando Ana se disponía a cambiar su bonito traje blanco por uno de viaje, se presentó en el palacio don Arturo Salcedo, abogado de nuestra amiga.
Las dos parejas se hallaban en el vestíbulo, mirándose a los ojos como cuatro tortolitos, cuando el señor abogado hizo su aparición, con una abultada cartera bajo el brazo. Ana, al verlo, palideció, enrojeció, y no supo cómo reaccionar. Pero se apresuró a ir hacia él y no fue bastante su ingenio para detener el chorro de palabras que traía preparado el letrado, y que disparó con entusiasmo, ante los cuatro personajes de nuestra historia.
—Señorita Ana, no sabe usted cuánto me satisface que todo se haya arreglado. Sepa usted que desde nuestro despacho seguimos con entusiasmo este episodio sentimental. Ha sido para nosotros...
Como la verdadera Ana se hiciera la auténtica, y Celso estaba de mal humor, sin comprender nada, pues ignoraba quién era aquel hombre, Laura decidió cortar el juego, si bien le sirvió de muy poco.
—Señor Salcedo, nos marchamos en este instante. ¿No puede dirigimos este discurso en otra ocasión? A nuestro regreso, por ejemplo.
—¡Oh, no, señorita Laura! Le aseguro...
Celso, del salto, estuvo ante el abogado.
—¿Quién es usted? ¿Y por qué llama Laura a la señorita Ana?
—¿Cómo?
—Soy el esposo de Laura.
—¿No es usted don Celso Norlega?
—Desde luego.
—Pues yo soy el abogado de su esposa, de la señorita Ana.
Ana estaba con la espalda pegada a la pared y parecía de piedra. Vio cómo Celso, impaciente, exclamaba:
—Yo soy el esposo de Laura. Hemos decidido que regalen ustedes nuestra compañía naviera. Nos hemos casado por amor, señor abogado.
—Con la señorita Ana.
—¿Cómo tengo que decirlo?
Ana, temblando, se acercó y se puso entre el abogado y su flamante marido.
—Celso, no te has casado con Laura, sino con Ana, que soy yo.
—¿Cómo? ¿Qué?
El abogado se echó a reír, regocijado. Jocoso, exclamó :
—Señor Norlega, usted se cambió la personalidad con el secretario, antes de salir de Barcelona. Sepa usted que sus abogados de allá nos lo comunicaron tan pronto salió usted. Nosotros seguimos todo el juego desde aquí... Consideramos un acierto por parte de la señorita Ana, haber cambiado su personalidad a su vez, con su secretaria y amiga, aquí presente —la señalóla señorita Laura.
—¿Eh? Que me aspen si comprendo nada.
—Celso —susurró Ana—. ¿Qué importa eso? Tú me engañaste, yo te engañé. En lo único que no nos engañamos fue en nuestro amor. Señor Salcedo, deje su discurso para nuestro regreso. Le prometemos que tan pronto transcurra nuestra luna de miel, le invitaremos a comer con nosotros, así como al señor notario.
—¡No, no!
—Sí, sí, mi amor —pidió Ana, tirando de su marido.
—Vamos —gritó Nazario—. Hasta otro día, señor abogado.
—Bendita juventud —susurró, nostálgico, el letrado—. Quién pudiera volver a ella.
Las dos parejas no lo oían. El auto de Celso, con Ana al volante, se alejaba parque abajo. Celso aún no había comprendido nada, o casi nada, excepto que a su lado iba una mujer que adoraba. El, que nunca creyó en el amor, y se conformaba con el de una sola mujer, su propia mujer, importándole un rábano que fuera Ana o Petronila. El caso era que la mujer elegida era ya su esposa, la única entre todas, que consiguió llevarlo al altar.
El yate se balanceaba en alta mar, y aún Celso no sabía nada en concreto. Pero llevaba a su esposa apretada contra sí, y los dos se perdían en el lujoso camarote uno en brazos del otro. De vez en cuando, ella decía:
—Soy Ana.
—Qué importa, qué importa. Eres tú... Tú para mí y yo para ti.
—Pero no perdimos nuestra compañía.
—No perdiéndote a ti, lo demás me importa un pitillo.
Y la besaba. Y Ana terminó por sucumbir al influjo de sus besos, de su pasión, de su ternura.
* * *
Nazario temblaba como un chiquillo, y Laura temblaba también. Era estremecedor estar allí, en aquel lujoso camarote, junto a Nazario, siendo suya, suya para siempre.
—Mi amor.
Y grata su voz, y locos sus besos.
El yate se perdía en alta mar. Los marineros canturreaban en cubierta. El cocinero, con un gorro blanco en la cabeza, apareció con semblante preocupado.
—Ya está la comida. ¿No hay quién llame a los señores?
Y un coro de voces marineras entonó una canción:
«El amor, el amor, señor cocinero, alimenta el espíritu y el cuerpo. Tira la comida al agua y empieza a cocinar otra.»
FIN