VII
Tal como habían quedado, la Chacha hacía el papel de tía y se llamaba doña Lucía, como así era en realidad, pues, aparte del parentesco, la Chacha sólo era Chacha para las dos jovencitas, ya que para los demás era doña Lucía. Habían buscado con la imaginación inútilmente un tío, y la Chacha, siempre dispuesta a complacer a las jóvenes, decidió dejar en la casa al mayordomo, pues era en ésta tan viejo como ella. Ella misma habló con el respetable Braulio, y el buen hombre, a los sesenta años, con sus patillas y sus lentes, se vio convertido en esposo de la Chacha (de mentirijillas), y tío del torbellino de Ana, que aquellos días, sin que él lo comprendiera muy bien era Laura.
Aquella noche, antes de la una, Braulio, terco y machacón, insistía cerca de la Chacha para que le explicara todo aquel barullo, y ésta muy impaciente, exclamó ya enojada:
—Oye, Braulio. ¿Estás o no estás dispuesto a ayudar a tu señorita?
—Lo estoy, diantre, lo estoy. Pero no entiendo nada. Hay dos hombres desconocidos en la casa que me dan cigarrillos y no fumo, me llaman don Braulio y se rifan por complacerme. La señorita Ana se llama Laura, y la señorita Laura se llama Ana, y tú te haces mieles llamándome «maridito mío», y yo no entiendo nada. Y la servidumbre nueva toda, me llama don Braulio y se pierden por corredores... ¿Por qué hay tanta variación en esta casa?
—Braulio —trató la Chacha de apaciguarlo—. Ya te lo expliqué todo, ¿no?
—Una boda impuesta —gruñó el anciano—. Sí, algo me explicaste, pero yo sigo sin comprender.
—Ven, Braulio, y no estropees el plan a las señoritas, ahora que todo marcha sobre ruedas.
Lo asió de la mano y lo hizo entrar en la biblioteca. Eran las diez menos diez de la noche y se oían las voces de los cuatro jóvenes en el comedor.
—Están esperando por nosotros para dar comienzo a la cena —dijo la Chacha, impaciente—. Te explicaré el asunto en breves palabras, Braulio, y espero que en lo sucesivo te limites a ver, oír y callar.
—Bueno, pero que yo sepa por qué estoy haciendo una farsa. Como a la una con las señoritas, éstas me llaman tío Braulio, y los jóvenes me dicen don Braulio.
Y la servidumbre aún ignora que yo soy el mayordomo en esta casa desde que cumplí treinta años, y tengo sesenta, cumplidos el día 5 de marzo.
—Escucha, Braulio. El señor, cuando nació la señorita, la prometió a ese joven que se llama don Celso.
—El que no se separa de la señorita Laura.
—Que ahora es la señorita Ana.
Braulio llevó los dedos a la frente.
—Es lo que no acabo de comprender.
—Escucha; don Celso y la señorita Ana tenían que casarse antes del 15 de noviembre, porque si no lo hacen pierden la compañía naviera, que es, como bien sabes, la base de la riqueza de nuestra señorita.
Braulio dio una cabezadita, asintiendo.
—Bien, pues como la señorita no desea casarse con un hombre que le impuso su padre, decidió hacerse pasar por la secretaria de la señorita Laura, que es, como sabes, la señorita Ana.
—¡Qué lío!
—Un poco de lío, pero todo saldrá bien, ya lo verás. Nosotros —prosiguió la Chacha tomando aliento— tenemos el deber de ayudar a nuestra señorita. Si don Celso se enamora de la señorita Laura y renuncia a la señorita Ana, toda la compañía pasará a la señorita Ana, pero si es ella la que renuncia a él, todo pasará a la propiedad de don Celso. ¿Vas comprendiendo?
—Todo eso me lo explicaste el primer día, Chacha, pero no entiendo, nada. Absolutamente nada.
—Bien. Pues limítate a hacer que sea yo tu sombra y en paz.
—¿Y qué debo hacer? —preguntó inocentemente el anciano.
—Pasemos juntos al comedor, cogidos del brazo. Tú me llamarás Lucía y yo te llamaré Braulio. Y mucho cuidado con cambiar los nombres de las señoritas. Ana se llama Laura, y ésta, Ana. ¿Está claro?
—No sé.
—Todos los días, Braulio, tengo que darte esta explicación, y ya estoy cansada.
—Pasemos al comedor. Seré discreto. No hablando, evito muchas equivocaciones.
—Pues no hables. Dame tu brazo, esposo mío...
Braulio abrió los ojos como lunas, pero, firme en su papel, no dijo nada. Tomó el brazo de la Chacha y ambos se dirigieron al comedor.
* * *
Finalizada la cena, todos pasaron al salón. La Chacha y Braulio, en sus papeles de tíos respetables, se acomodaron en un rincón. Braulio desplegó un periódico y la Chacha prefirió contemplar a las dos parejas, que organizaban un baile.
—Pondremos diez discos a la vez —decía la verdadera Ana en aquel instante.
—Magnífico —admitió Celso.
Los dos verdaderos secretarios no parecían tan alegres. Pero Ana dio un significativo empujoncito a Laura, y ésta sonrió diciendo:
—Vamos a bailar, así se nos pasará en seguida la velada.
—¿Por qué no vamos a dar un paseo por el muelle? —propuso el secretario, en su papel de Celso.
—¡Oh, no! —objetó Laura, que prefería no verse a solas y fuera de casa con Celso (Nazario).
—Bueno, pues a bailar —decidió el falso Nazario—. ¿Me concedes este baile, bonita Laura?
Y Ana, burlona, exclamó:
—Por supuesto, mi elegante secretario.
La enlazó por la cintura y la verdadera Laura se dejó enlazar por el falso Celso.
—Te encuentro triste —le dijo él, atrayéndola hacia sí—. ¿Qué te pasa, Ana?
—Nada.
—Algo te ocurre. Tienes una preocupación que no deseas comunicarme. Y desde ahora, Ana, has de compartir conmigo todas tus dificultades.
—Si no me pasa nada.
—Pues sonríe.
Laura sonrió.
—Eres preciosa —susurró él—. Cuando sonríes, diríase que toda la vida de este mundo, toda la vida feliz, asoma a tus ojos.
—Se nota que estás habituado a decir piropos bonitos.
—Te equivocas —dijo él con fervor—. Es la primera vez que me enamoro de una muchacha.
—¿...?
—Y tú me amas también, Ana. Es una ventura este amor que nos une. ¿Te das cuenta?
Al bailar, la llevaba despacio hacia la terraza. Allí la soltó y la asió por un brazo.
—Volvamos al salón —pidió ella con voz ahogada—. No está bien.
—¡Oh!
—¿Es que no quieres?
Le hurtaba los ojos. Nazario se los buscaba con afán.
—Ana —susurró roncamente—. Yo quisiera no poseer un céntimo. Quisiera no tener más que mi profesión... De ese modo te demostraría que de cualquier forma que fuese, el destino tenía que unirnos.
—¿Por qué... por qué dices eso?
—No lo sé.
Le tomó las manos entre las suyas. Se las oprimió con ternura.
—Ana, no sé, verdaderamente, por qué te digo eso. Puede que sea porque... porque nuestros padres nos conocían casi al nacer. Y yo pretendo demostrarte que si no poseyera dinero, ni tú tampoco...
Ella sintió un leve estremecimiento. Estuvo a punto de referirle la verdad, pero temió a Ana. Ana estaba perdidamente enamorada del secretario, y sabía, conociéndola, que no renunciaría a él, si es que Nazario la amaba, pero, ¿tenía ella derecho a violar un secreto que no le pertenecía?
—Hablemos de... de otra cosa.
—No te gusta —reprochó él, dolido— que hablemos de un porvenir que por fuerza ha de ir en común.
—Prefiero... que me cuentes cosas de tu vida.
—Ana..., ¿es que no quieres casarte conmigo?
—Sí... —titubeó—. Yo sí...
—Entonces...
—¡Oh, no sé qué decirte!
Nazario la tomó en sus brazos tan de repente, que ella no supo qué hacer. Cuando quiso darse cuenta, ya Nazario la besaba en la boca apretadamente. Fue un momento de absoluto abandono, pues no tuvo ni fuerza para apartarse. Nazario, apretándola más y más contra sí, la besaba en la garganta y le decía:
—Nos amamos. No importa cómo ni en qué circunstancias. Yo no puedo pasar sin ti. Me será imposible renunciar, Ana. Tú no sabes lo que para mí fue verte... te amé tan pronto te vi. Fue como si tras recorrer leguas interminables en una encrucijada, encontrara una esperanza, un trozo de pan, un vaso de agua para apagar mi sed. Fue...
Lo apartaba de sí, y él la atraía de nuevo.
—Ana, mi vida.
Laura se separó y quedó jadeante, con la espalda pegada a una columna. La luz que se proyectaba a través del ventanal, iluminó por un instante sus facciones, y Nazario vio en ellas tanta alteración, que, sorprendido, temeroso, se inclinó sobre ella y murmuró:
—Ana, Ana... mi vida, ¿qué te ocurre?
Laura se escurrió repentinamente y echó a correr, desapareciendo por la puerta del vestíbulo.
El secretario quedó anonadado, sorprendido, desconcertado.
* * *
—Eres una bailarina de ensueño, pequeña. ¿Dónde aprendiste a bailar? No conoces a los hombres, pero, diantre, sabes cómo manejarlos.
Ana sonrió con picardía.
—No irás a creer que soy una chica que se come el dedo.
—Eso no lo pensaría nadie de ti, con sólo verte a distancia. ¿Dónde aprendiste a bailar? ¿Dónde aprendiste a coquetear con los chicos? ¿Sabes una cosa? Si sigo a tu lado el resto del verano, mando al traste mi amor al celibato.
—Ten cuidado, amigo.
—¿Por qué?
—Porque tal vez yo no me enamore de ti.
—Eres una secretaria deficiente —rió Celso—. Se diría que Ana no te necesita en absoluto, y en cambio eres una mujercita encantadora.
—¿Para ti?
—Confieso que me va a ser difícil renunciar a tu recuerdo.
—Te aseguro —rió ella pícaramente— que no vas a poder renunciar.
—Mira a los tíos de tu señorita —dijo él, de pronto—. ¿Te has fijado? Don Braulio da cabezaditas. Se muere de sueño, el infeliz. Y doña Lucía está la pobre que no sabe si se halla en el lecho o ante dos bailarines.
—No te preocupes. ¿Dónde se han ido Celso y la señorita Ana?
—Ahora soy yo quien te dice que no te preocupes. Ellos se van a casar.
—¿Tú crees?
—Así lo han dispuesto sus padres, ¿no?
—Por supuesto.
—Pues es su deber.
—¡Hum!
—¿Por qué gruñes?
—Porque la señorita Ana no es de las que se convencen fácilmente.
—Pero ama a don Celso.
Ana sonrió.
—Eso es lo peor.
—¿Lo peor?
—Quiero decir, lo mejor.
—¡Ah!
—¿Tú qué harías en su lugar? —preguntó, de pronto, Celso.
—¿En qué lugar?
—Por ejemplo, si estuvieras en lugar de tu señorita. Tu padre te impusiera un matrimonio y te señalara una fecha para la boda.
—Haría lo que mejor me conviniera, pero me casaría por no quedar sin fortuna.
—¿Y qué hará tu señorita? La conoces mejor que yo.
—Se casará por amor.
—¡Oh, estamos de enhorabuena!
—¿Qué dices?
—Que eres un encanto, mi vida.
La tomó de la mano y tiró de ella. Casi sin que Ana se diera cuenta, se encontró frente a Celso (para ella Nazario), en la terraza.
Tal vez Celso la creía una muchacha frívola, porque tiró de su mano e hizo intención de apretarla contra sí. Ana, sorprendida, alzó los ojos y dijo con firmeza:
—¿Qué haces?
—Voy a besarte, mi vida.
—Me parece, Nazario, que tú eres de los que van demasiado aprisa.
—Me gustas tanto...
Ana se replegó hacia atrás y pegó la espalda a la columna. Celso, que deseaba besarla más que nada en la vida, alzó un brazo y lo apoyó sobre la cabeza de ella, en la columna, de tal modo que Ana quedó casi prisionera. Todo fue rápido e inesperado para ella. Quiso salir de aquel cerco y no pudo. Sintió en su pelo la caricia de los dedos de Celso y se estremeció. Ella... ¿Lo amaba? No lo sabía. Sabía únicamente que le gustaba mucho, que a su lado no se aburría, que habría dado parte de su vida para que aquel hombre fuera Celso y no Nazario, pero aún ignoraba si verdaderamente le amaba. Pero aunque admitiera aquel amor, a lo que no estaba dispuesta era a dejarse besar. No tenía gran experiencia de la vida, mas era lo suficientemente inteligente para darse cuenta de que Nazario era un galanteador fácil y que los besos para él eran como para ella caramelos.
—Tengo que besarte, Laura —susurró Celso, con voz ronca—. Besarte hasta dejarte inerte.
La joven se agitó. Alzó la cabeza hacia atrás y chocó contra la columna. Se revolvió, inquietamente.
—Quita de ahí —pidió ahogadamente.
Entonces, Ana no pudo más, porque estaba dolida y humillada. Se sacudió bajo el brazo de Celso, y como éste hiciera intención de apresarla, alzó la mano y ¡paf!, le propinó una sonora bofetada.
—¡Laura!
La joven huía temblando y sollozando a la vez.
Celso agitó los brazos y gritó:
—Bonita fierecilla, ya caerás...