III
Ana, enfundada en pantaloncitos cortos, un cigarrillo en la boca y una carta en la mano, se personó en la terraza donde Laura tomaba el sol.
—Laura, ya ha llegado la carta.
—¿Qué carta?
—La de ese tipo.
—¿Tipo?
Ana se desplomó en una butaca frente a su amiga.
—De Celso Norlega.
—¡Ahí
—Dice que llegará aquí en su yate, acompañado de su secretario, a finales de la semana próxima. Empieza mañana la semana. Tenemos una para entrenarnos.
—¿Sigues con tu idea?
—Sigo con mi proyecto. Chacha ya dio permiso a la servidumbre. La nueva está llegando. Tú serás la señorita Ana y yo tu secretaria, Laura.
—Ana...
—Lo dicho.
—¿Y si me enamoro?
—Él se casará contigo.
—Puedo enamorarme yo, y no enamorarse él.
—No hay cuidado. El amor es recíproco.
—No siempre, Ana.
—Pues haz que te ame.
—Si me dijiste que tenía que ser cursi.
—No, no, me equivoqué. La cursi tengo que ser yo.
—Estudiaré el papel desde este instante.
—¿Con esos pantaloncitos tan sugestivos?
—No me los pondré.
—¿Y los pitillos?
—No fumaré delante de él.
—¿Y esos tus ojos tan elocuentes?
—Los bajaré siempre, ruborizada.
—Ana, es un juego peligroso.
—Soy tu mejor amiga.
—Sí.
—Te pido este favor.
—Pero mi corazón puede sufrir, Ana.
—Parapétate. Enamóralo y no te enamores.
—De acuerdo.
—¿Harás lo que puedas y algo más?
—Por ti haré lo que sea.
—Si se enamora de ti y se casa contigo, yo os entregaré una parte de la herencia, sin que nadie lo sepa.
—¡Oh!
—¿No te parece una buena solución?
—Me parece, Ana, que este embuste nos va a acarrear serios disgustos. Y no te olvides que, según su carta, lo acompaña su secretario. Suponte que tú te enamoras del secretario, sin que el amo se enamore de mí. Entonces perderás tú tu parte en la herencia.
—No hay cuidado. Yo no me enamoraré de nadie.
—Bueno, probaremos.
—Señorita Ana...
—No, no, Ana. Empieza así.
—Después te olvidarás —chilló Ana—. Hay que ensayar el papel que hemos de representar, Laura.
Laura suspiró. Era una muchacha muy atractiva, pero no tanto como Ana. Esta tenía una personalidad aguda y muy femenina. Laura era morena, tenía los ojos negros y poseía menos personalidad. No era tan vivaz como su amiga, y, por otra parte, su posición económica, muy precaria por cierto, restaba alegría natural a su persona.
—Veamos, señorita Ana —exclamó la propia Ana con gracejo—. ¿Qué le parece más apropiado?
—¿Más apropiado para qué, Laura? —preguntó la propia Laura.
—Para ser una señorita cursi. Me refiero a mi ropa.
—Póngase lentes, Laura.
—¿Lentes?
—Una muchacha cursi y con lentes, nunca enamorará nadie.
—Es verdad. Me pondré lentes.
—Se vestirá usted con mis ropas.
—¿Y usted, señorita Ana? —preguntó Ana, burlona.
—Con la suya. Tenemos la misma estatura.
—De acuerdo.
—Vamos, pues, a probar los trajes.
Ambas se dirigieron al interior de la casa.
Chacha les salió al encuentro.
—Ana —le dijo bajo—. El último criado ya se ha ido. ¿Qué hago con el jardinero y su familia?
—Vacaciones también.
—No las desean.
—Bien. Envíalos a la casa de campo. Allí hay mucho que hacer en el jardín.
—¿Y quién viene en su lugar? Los jardines no pueden abandonarse.
—Contrata a otro. La agencia se encargará de ello.
—Me parece que estamos locas las tres. Pero en fin...
—De vez en cuando, a uno le gusta hacer locuras —dijo Ana tranquilamente.
* * *
—Mire, señorita Ana —gritó la propia Ana—. Un barco está en el puerto.
—El yate —susurró Laura, temblando.
—No, no. Si tiembla usted, estamos perdidas.
—Laura —dijo Ana, muy grave—. Es preciso que te compenetres de mi propia personalidad. Durante esta semana lo has hecho muy bien. Pero temo que al verte ante Celso Norlega, todo lo aprendido se venga abajo.
—Es que no soy tan inteligente como tú, Ana.
—Veamos, deja de contemplar el barco blanco. Si es el yate de Norlega, ya llegará a casa. Nosotras, tranquilas. Ven, querida.
Laura se aproximó. Parecía preocupada.
—¿Qué te inquieta, Laura?
—No me inquieta el temor de olvidar mi nueva personalidad, o sea, la tuya.
—¿Entonces?
—Me inquietas tú.
—¿Yo? —Y Ana, que ya no estaba nada inquieta se asombró—. Laura —añadió—, yo no estoy preocupada. Si he de decir verdad, esto me divierte mucho. ¡Hace tanto tiempo que me aburro! Desde que dejamos el pensionado, donde tantas trastadas hacíamos. Después fallecieron tus padres y lloré contigo. Más tarde falleció el mío, y quedamos muy solas. Nos encerramos aquí, y, debido al luto no hicimos vida social alguna. No tenemos amigas, apenas si se nos conoce en la ciudad. Apuesto a que sobre el particular, no vamos a tener un mal encuentro que descubra nuestra verdadera personalidad, pues aparte del abogado y el notario y de unos cuantos conocimientos de muy poca importancia, nadie sabe quién es Ana y quién es Laura. Por esa razón esto me divierte. Es salir un poco de la monotonía diaria.
—No se trata de eso, querida Ana.
—¿De qué se trata, pues?
—De tu porvenir.
—¿Mi porvenir?
—Exactamente. Suponte por un momento, que pierdes tu posición social.
—Dirás económica.
—Ya lo he supuesto. ¿Qué más?
—No se trata de admitir las cosas con una ironía. Aquí, querida Ana, no hay engaño. La ley y los notarios no juegan. Si para el día quince de noviembre no estás casada con tu novio... te quedarás sin un céntimo.
—Suponiendo que sea yo la que renuncie.
—No creo que él, un hombre habituado a poseer dinero, se conforme con renunciar, por no arrodillarse en la iglesia junto a una chica tan bonita como tú.
Ana se impacientó.
—Laura —objetó, muy grave—. Hemos hecho un pacto para que tú te cases con él. ¿Está claro? Tú eres el objetivo. Te enamoras, te casas, y yo adquiero todos los derechos oficiales sobre la fortuna. Una vez casada tú, y el dinero en mi poder, os hago una donación extraoficial, y todos contentos.
—Es a lo que voy. Suponte que, en efecto, Celso Norlega se enamora de Ana Artime, que soy yo.
—Ya está supuesto.
—Una vez se entere de que yo no soy yo, y que tú eres tú..., se casa contigo.
—Pero tú eres lo bastante mujer para que él se enamore de ti, y no tenga fuerzas para renunciar a tu posición.
—Ana, no seas ciega, los hombres... aman primero el dinero, y después a las mujeres.
—Este tendrá que enamorarte a ti.
—¿Y si te gusta?
—Ya te dije que no me gustaría jamás. Los hombres impuestos me destrozan los nervios.
—Bien, Ana. ¿Estás firmemente decidida?
—Absolutamente.
—De acuerdo. Volvamos a la ventana.
Se aproximaron, en efecto. El yate Cristina se acercaba al muelle.
—Dame los prismáticos, Laura —pidió Ana. Deseo verlo de cerca.
Se los dio.
—Es un yate primoroso —ponderó—. Algún día le pedirás a Celso que nos lleve a dar un paseo por mar. —Dejó los prismáticos en poder de Laura y dijo—: ¿Sabes, Laura? Me imagino a Celso un tipo presumido y tonto, con bigotillo y cabello cortado a navaja. Un hombre repulsivo como el notario.
—Con menos años —rió Laura, que iba recuperando poco a poco la tranquilidad.
—Eso es. Vamos a ponernos guapas. Tú adquirirás mi personalidad, y yo otra imaginaria.
—Vuelvo a tener miedo.
—Laura, tienes unos años más que yo. Creo que tres.
—¿Y bien?
—Yo no tengo nada de miedo. Vamos. Me quitaré estos pantaloncitos tan cómodos.
* * *
Celso (el verdadero), se anudaba el lazo de la corbata ante el espejo.
—¿Qué tal, Nazario?
—Perfecto, señor.
—Perfecto, narices.
—Eres un genio. Déjame que te mire, señor.
—De usted, Nazario.
—¡Oh! —rió éste, haciendo una genuflexión—. Perdone, señor.
—Te disculpo, Nazario.
—Gracias, señor. Está usted, señor, muy elegante. ¿Sabe que jamás hasta este instante reparé en su persona? Seguramente se enamorará de usted la rica heredera.
—Eso es lo peor.
—¿Cómo?
—Ana María, si es guapa, me gustará, y si me enamoro se quedará sin un céntimo al casarse conmigo y no me parece nada divertido.
—Y para qué quiere el señor que sea divertido?
—Matrimonio sin dinero...
—Os dotaré. Le dotaré a usted, señor.
—Gracias, Nazario. Eres muy amable.
—¿Está listo el señor?
—Puedo salir en este mismo instante.
—Vamos, pues. ¿Mandaste sacar el auto?
—Ya está en el muelle.
—De acuerdo.
—Se olvida, Nazario, de hablar humildemente. De vez en cuando adquiere su personalidad de señor, y yo me confundo.
—Es verdad. Pero no se preocupe el señor. Es que aún no estamos ante el objetivo. Vamos, señor. Subiremos juntos a cubierta y saltaremos al muelle al mismo tiempo.
Un bonito «Cadillac» blanco, descapotable, les esperaba en el muelle. Celso estiró los brazos y aspiró hondo.
—Nazario —dijo bajo—. Estamos bien... Es una ciudad sugestiva, y esta playa con su mar y cielo azul, me gusta.
—Vamos a pasar un gran verano, señor.
—Creo que sí.
Subieron al auto, uno por cada lado, y ambos encendieron cigarrillos. Celso vestía un traje de verano color canela, y Nazario uno de tergal, color gris. Ambos fuertes, jóvenes, elegantes y bien plantados, sin esa presunción tan en boga en la actualidad en el grupo masculino. Dos hombres bien vestidos, sin grasas en el pelo, sin cortes a navaja, uno moreno, con marcada personalidad, otro (Nazario), rubio, con el cabello un poco rizado. Dos hombres de buena planta, entre los cuales resultaba difícil distinguir al señor o al secretario.
Celso puso el auto en marcha y comentó:
—Empieza la farsa. Nazario, es desde este instante cuando no debes olvidar que vamos a luchar por una colosal fortuna.
—Me pregunto, señor...
—Te he dicho que empieza la farsa.
—De acuerdo. Pero antes permítame una pregunta, señor. ¿Por qué no se casa y deja esta comedia a un lado?
—Porque no sé si la joven me gustará. Porque detesto el matrimonio. Porque las cosas impuestas me crispan los nervios. Y porque... adoro a todas las mujeres por igual.
—Temo que en este juego pierda el señor su puesto en la empresa naviera.
—No, demonio. Para eso estás tú ahí tapándome las espaldas y dispuesto a enamorar a mi futura.
—Veremos si lo consigo.
—Lo conseguirás, Nazario. Yo lo garantizo.
—Una bonita ciudad —ponderó Nazario, contemplando la hilera de hermosos edificios enclavados a lo largo del paseo marítimo.
El auto dobló una plaza y se detuvo ante un café.
—Tenemos que preguntar dónde vive la señorita Ana María.
—No te muevas, Nazario —ordenó el propio Nazario—. Yo preguntaré en este café.
Bajó y regresó al instante. Subió al auto y dijo:
—Vive en un palacio rodeado de una alta valla, a los pies de la playa.
—Será la playa a sus pies.
—Algo parecido.
—En este instante preciso, señor, empieza la comedia.
—De acuerdo, Nazario.