IX

No había logrado su propósito, y, al llegar la noche, Celso estaba al cabo de sus fuerzas. El no era de hierro. Era un hombre apasionado, con los sentidos bien despiertos, y aquella coqueta le había sorbido el seso.

Por primera vez en su vida se sentía inquieto, profundamente inquieto. ¿Qué había hecho él? ¿Enamorarse? No lo creía posible. Jamás le había ocurrido, y no creía posible que una jovencita como Laura le robara ni una hora de sueño. Y se lo robaba, eso era lo peor.

Cuando regresaban a la casa, después de desembarcar en el muelle, tras un día de mar, Ana, riendo, dijo a Celso:

—Mira, amigo. Tu señor no se conforma con hacerle un amor discreto a mi señorita. Aquí los tienes, cogidos de la mano como dos tórtolos, y dispuestos, al parecer, a casarse cuanto antes.

Celso gruñó:

—¿Y qué? ¿No están destinados el uno para el otro? Tengo entendido que lo acordaron sus padres antes de morir.

—¿Y te parece mal?

Celso casi mordía. La miró furioso y gritó:

—Será mejor que no me hables. No te puedo ver.

—¡Qué pena!

La asió por un brazo y la sacudió. Ana lo miró oblicuamente.

—¿Sabes lo que te digo? —gritó Celso, apretando despiadado el brazo desnudo de la joven—. Un día, antes de dejar esta maldita ciudad, te seduciré.

Ana no se inmutó. Le gustaba el secretario. Le gustaba de tal modo, que poner su fortuna en el tapete le importaba un rábano. Ella era joven y deseaba amar y ser amada. ¿Qué importaba lo demás? Pero aquel muchacho no era tan sensible como ella, y no pensaba casarse, pero Ana no era tonta como para no comprender que él le amaba en la misma medida, o tal vez más. Riendo exclamó:

—No lo lograrás, amigo Nazario. Yo no soy una tonta que se chupe el dedo.

—Pero me amas.

—¡Oh, amarte! ¿No eres muy vanidoso?

—Tú —se enfadó Celso, apretándole el brazo hasta hacerle daño— me enloqueces y lo sabes.

—Pero no te casas.

La soltó como si ella tuviera veneno.

—¡Por mil demonios que no! —gritó, enfebrecido, y es que ya no estaba tan seguro de renunciar a todo por ella.

—Mira, observa a través de la oscuridad. ¿Ves sus manos juntas? Eso es amor.

Celso buscó las dos siluetas en las sombras. Laura y Nazario (para él Ana y Celso), caminaban muy juntos con las manos entrelazadas, como dos absorbentes enamorados.

—Mejor para ellos —dijo, irritado—. Para eso yo, que estuve toda la noche luchando por un beso y no lo conseguí. ¿Sabes lo que te digo, Laura?

—Dime, mi vida.

—¡No me llames mi vida! —se impacientó de nuevo—. Voy a olvidarme que estoy en una ciudad con prejuicios y te voy a tomar en mis brazos ahora mismo.

Ana lo contempló oblicuamente.

—Por lo visto —rió— para ti sólo cuenta una cosa. Tu deseo.

—Supongo que eso te preocupará poco.

—Al contrario, me preocupa mucho. Pero da la casualidad que yo no doy a lo tonto, ni mucho ni poco.

—Un día desapareceré de aquí y me reiré de tu amor.

—Yo no te amo —soltó ella una risita—. Me gustas. Pero eso, nada, también me gustó durante un tiempo el jardinero de doña Lucía, y más tarde el repartidor de la leche, y en cierta ocasión estuve loca por el fontanero. Y ya pasó. Por ti no estoy loca. Unicamente creo que eres un chico majo, pero de eso a amor hay un abismo. ¿Y sabes? Me divierte haberte conocido. Hasta la fecha sólo tropecé con chicos que deseaban casarse. Tú eres una novedad.

—¡Maldita sea!

—Tu señor, don Celso, no es como tú. Ya ves, tiene una gana loca de cambiar de estado.

—Por el dinero —saltó él, furioso—. Pues creo que no se lo va a llevar.

—No podrás impedirlo tú.

—Quién sabe.

—Estás inaguantable —rió Ana tranquilamente—. Se diría que te has enamorado de verdad.

—¿De ti?

—¿Y por qué no?

—Porque no. Porque no me gustas.

Ana no le creyó. Sabía muy bien que le gustaba, que estaba a punto de pedirle que se casara con él.

—Mejor para ti, Nazarito. Ya hemos llegado. Subiré a cambiarme de ropa y te invito a un baile en la terraza.

Celso se detuvo en mitad de la escalera. La miró, cegador, y gritó:

—Si te tomo en brazos esta noche, te besaré. Te besaré hasta dejarte sin aire en el cuerpo. Supongo que no querrás exponerte a la asfixia.

—Te equivocas —sonrió Ana gentilmente, haciéndole un guiño—. Me expondré.

* * *

Celso paseaba la estancia de un lado a otro, como león sin domar. Contra lo que ocurría otras veces, Nazario se preparaba ante el espejo, canturreando tranquilamente. A través del espejo veía a su amigo yendo y viniendo de un lado a otro, con las manos cruzadas tras la espalda, el ceño fruncido y hablando sin ilación y sin detenerse.

—La muy mema. A mis años. A mí, a mí, que he recorrido el mundo entero, que conozco a las mujeres desde el tobillo al último cabello, me ocurre esto. ¡Esto! Es inaudito, inadmisible, absurdo, incomprensible.

—Calma, amigo.

Celso se detuvo súbitamente.

Indignado, gritó:

—¿Pues qué te pasa a ti? ¿Es que ya no reniegas?

—¿Y por qué?

—Sencillamente porque esa chica es mía, ¿no?

—Te equivocas. Existe una fuerza superior al dinero y al razonamiento.

—¡El amor! —desdeñó Celso.

—En efecto, el amor. Sé que Ana, cuando sepa todo el lío que nos traemos tú y yo, se casará conmigo por encima de todo. Y tú te quedas con su fortuna, y yo ya me las arreglaré.

Celso se dejó caer en el borde de la cama, como si fuera un caminante que llevara recorridos miles de kilómetros, acosado por sus enemigos, y al fin éstos lo dejaran libre por un instante, y él se dispusiera a descansar.

—Yo me largo de aquí tan pronto te cases. Puedes hacerlo mañana mismo. Consigo toda la fortuna, y hala...

—Hala, ¿qué?

—A correr mundo.

—Me parece, Celso, que te va a ser difícil.

Celso enrojeció de rabia.

—Sí, sí —terminó de hacer el nudo de la corbata—. Estás enamorado. Al fin lo estás.

—Oye, tú...

—Lo estás, amigo. ¿Para qué luchas? Te empeñas en repetirte lo contrario. No es cierto. Tú has deseado a todas las mujeres hasta la fecha, pero a ésta la amas.

—No pensarás —estalló— que lo que dices es cierto.

—Al contrario, estoy seguro de que digo la pura verdad. Y tú no lo ignoras.

—Bobadas. ¿Sabes lo que te digo? Vas a descubrir todo el lío. Me caso con Ana y dejo a esa tonta de Laura con un palmo de narices.

—Y todo —apuntó Nazario tranquilamente— porque no te besó o se dejó besar esta tarde.

Celso furioso, exclamó:

—Es la primera vez en mi vida que una maldita hija de Eva me niega un beso.

—Por eso te has enamorado.

—Te digo que es una estupidez. Yo no soy tan cursi como tú. Yo no me enamoro. Yo no me caso.

—Ya estoy listo.

—¿Listo para qué?

—Para bajar a comer.

—Ve, con mil diablos. No sé por qué me embarqué yo en este lío... —se puso en pie y procedió a cambiarse de ropa—. Te quedarás sin novia —gritó sin mirar a su amigo, que de espaldas a él sonreía burlón, pero esto lo ignoraba Celso—. Lo siento por ti. Yo he venido aquí a conocer a mi futura mujer, y me pertenece. Me casaré con ella. A ti ya se te pasará el entusiasmo.

—Siento que te equivoques, Celso.

Este dio la vuelta en redondo y fijó los grises ojos en el apacible rostro de su secretario.

—¿Qué pasa?

—Que Ana se casará conmigo. Estoy seguro de que si le das a elegir, preferirá mi amor a tu fortuna.

—En los tiempos que corren, no lo creo posible.

—Aún quedan seres buenos y desinteresados, capaces de sentir un verdadero amor, amigo Celso. Por otra parte —añadió, muy tranquilo— a ti te quedará la totalidad de la fortuna. No eres tú un sensiblero.

—No lo soy.

—Eso es.

—Bueno...

Celso lanzó un gruñido. Finalmente exclamó, al tiempo de hacer el nudo de la corbata:

—Por supuesto.

—Ana no te interesa en absoluto.

—En absoluto.

—Entonces..., ¿por qué pretendes hacerme daño? Ana me ama a mí. ¿No es eso lo que deseabas?

—Pero... —mordió los labios—. Me gustaría... me gustaría, sí, darle en las narices a esa tonta secretaria.

—Olvídala ya, hombre. No eres tú de los que aman intensamente y para siempre. La olvidarás.

Celso se agitó indignado.

—No tengo nada que olvidar. No estoy enamorado de ella. Me revienta, ¿te enteras? Me revienta que me niegue sus besos.

—Es verdad —murmuró apaciblemente Nazario—. Esos besos que jamás mujer alguna se atrevió a negarte.

Celso giró en redondo. Quedó erguido ante su amigo.

—¿Te ríes de mí? —bramó.

—¡Oh, no, querido amigo!

—Tu acento meloso de voz, me descompone. ¡Repórtate, Nazario! Estás ante tu jefe.

—¡Oh, señor lo siento!

Se burlaba, y Celso comprendió que no podía admitirlo. Y como estaba furioso, gritó:

—Esta noche no ceno aquí, ni duermo aquí, ni hago nada aquí. Me voy de juerga. Eso es —añadió como si de súbito tuviera una idea luminosa—. Me iré de juerga. Hace mucho tiempo que no veo a una mujer como a mí me gusta verla. Y yo no soy hombre que se pase la vida jugando al escondite con una jovencita.

* * *

Laura estaba muy tranquila. Había dado fin a su tormento, descubriendo el engaño. Y, finalizado su tocado, fumaba un cigarrillo en la alcoba de su amiga, donde ésta trataba por todos los medios de mostrarse serena. Pero Laura la conocía lo bastante para saber que no sólo estaba inquieta, sino asustada. Observaba todos sus movimientos, y eran éstos tan nerviosos, que al romper un frasco de esmalte, gritó:

—Pero, ¿qué diablos le pasa a este tocador?

—Es a ti, a quien le pasa algo, mi querida Ana —sonrió apaciblemente Laura.

—¿A mí?

—Lo parece.

—Pues te equivocas.

—Bueno.

—No lo crees, ¿eh? Pues no me pasa nada. Estoy un poco nerviosa. El barco. El mar no se hizo para mí.

—¿No tendrá algo de culpa... Nazario?

—Al diablo Nazario.

Y al sacudir la mano, derrumbó otro frasco, cayendo éste y esparciendo su contenido, que era laca, y manchó su traje de noche.

—¡Tendré que cambiarme! —gruñó—. ¡Oh!, qué frascos más idiotas.

—Ana.

—Me llamo Laura.

—Bueno, pues Laura. ¿Se puede saber qué te pasa?

—¿A mí?

—O a tus frascos.

—Que están nerviosos, eso es. Seguramente los has puesto así tú, cuando te vestiste.

Laura esbozó una sonrisa. Indudablemente, si le dijese a Ana lo que sabía, todo el nerviosismo de aquélla hubiera desaparecido, pero no pensaba hacerlo. No era su secreto, sino el de Nazario, y ella estaba loca por Nazario.

—¿Qué te hizo el secretario de Celso esta tarde, Ana? —preguntó, de pronto Laura.

—¡Valiente memo!

—Ana...

—No me preguntes nada —chilló ésta, disponiéndose a pintarse los ojos.

—Escucha...

—Te digo que ni media palabra.

Laura se puso en pie y fue hacia ella. Se sentó junto al tocador y contempló a su amiga a través del espejo. Ana trataba por todos los medios de pintar sus ojos, pero los dedos le temblaban y hubo de lanzar un gruñido y dejarlo.

—¿Te ayudo?

—No.

—Estás nerviosa.

—Que no estoy nerviosa, Laura. Déjame en paz.

—¿Por qué no hablas claro? —preguntó—. Di a Nazario la verdad.

—¿Yo?

—¿Por qué no? Le amas. Es absurdo negarlo.

Ana giró en el taburete y exclamó, indignada:

—Yo no amo a ese cretino. Es un memo, ¿te enteras? De los que no se casan, pero de los que pretenden besar a todas las chicas. Pues conmigo pierde el tiempo.

—Ana.

—Lo pierde. Y no diré media palabra. Cuando tu Celsito se entere de que yo no soy yo... veremos lo que ocurre. Me gustaría mucho reírme de él.

—Estamos llegando a setiembre, Ana. Tienes que decidir lo que sea en dos meses. El quince de noviembre tenías que estar casada.

—Con tu amor, ¿eh? ¿Crees que voy a cometer yo esa cochinada?

—Te pertenece...

—¡Al diablo mi fortuna! Primero eres tú...

—Y tu amor.

Ana ya no intentó negar. De pronto, ocultó la cara entre las manos y sollozó:

—Es... es... un castigo del cielo. Yo quise jugar y me enamoré, y ese hombre no cree en el amor ni en el matrimonio.

—No puedes perder tu fortuna.

—Laura —susurró, vencida—. Por nada del mundo me casaría con tu amor. Yo no podría, además, ser de un hombre, amando a otro.