VIII
Celso terminó su último pitillo y se retiró. Atravesó la casa, sin encontrar a nadie. Todas las luces estaban apagadas. Sólo bajo la alcoba de Ana, se filtraba un rayo de luz.
No se dirigió a su cuarto. Necesitaba hablar con alguien, y para él, alguien era Nazario. Empujó la puerta de la alcoba de éste y cerró tras de sí.
—¿Dónde estás?
—Aquí —dijo una voz ronca y diferente.
Avanzó a través de la estancia y encontró a Nazario derrumbado en la cama como un fardo. Una tenue luz portátil le daba en la cara.
—¿Qué te pasa? —preguntó Celso, sentándose en una butaca frente a él.
Nazario no respondió. Parecía pálido y agotado.
«Por lo visto —pensó Celso— hemos venido aquí a amargamos la vida.»
En voz alta preguntó:
—¿Puedo saber lo que te pasa?
—No puedo más.
—¡Ah!
—Si para usted esto es un juego divertido, para mí, no...
Sólo cuando recuperaba su personalidad de Nazario, lo trataba de usted.
—Explícate, caray, antes de condenarme.
—Para usted esto es un juego.
—Menos tratamiento, Nazario. Hazme el favor de recordar que soy tu secretario.
—Lo diré todo —se sentó en la cama—. ¡Oh, sí! Yo no aguanto más esta situación. Yo nunca creí que amar a una mujer significara tanto para el hombre. Y estoy loco, loco por ella, y no la comprendo. —Se llevó las manos a las sienes—. No puedo comprenderla.
—Cuéntame lo que te ocurre, y tal vez te ayude a comprenderla yo.
—Tú eres demasiado de esta vida. Te aferras a las pasiones. No posees un espíritu que pueda juzgar a una joven espiritual como Ana.
—Oye, oye... ¿Sabes cómo me estás poniendo?
—Lo siento, Celso.
—Muchacho, yo nunca estuvo interesado por una mujer determinada, y, no obstante, hoy me siento... ¿Cómo diría? En cierto modo ligado a la secretaria de ojos picaros, tan grises y tan... ¡cielos!, tan expresivos. Pero no me voy a morir por ello.
—Ni te casarás.
—No, por mil demonios. Yo no soy tan impresionable como tú.
—Estoy enamorado de una mujer que te pertenece a ti.
—No —se impacientó Celso—. Yo renuncio a ella por mi gusto. Nadie me obliga. Es más, después de conocer a Laura, no podría casarme con Ana por nada del mundo. Lo cual indica que te has enamorado de una mujer que puede amarte libremente.
—Pero perderá su fortuna.
—¿No estás tú aquí para defenderla y proporcionarle otra con tu trabajo? Yo te ayudaré a subir. Tan pronto termine este lío, tú no volverás a ser mi secretario. Serás un gerente, el principal, de mi compañía naviera.
—No trato de sacar provecho de esta situación —apuntó Nazario con acento cansado—. Las cosas empezaron en broma, y para mí terminan muy en serio... No puedo contar con nadie para consolidar mi futuro. Lo que desearía es que ella renunciara a todo por mí. Y cuando hablamos de la situación económica, parece huir.
—¿Le hablaste... de eso?
—Le dije que si no poseyera un céntimo...
—Mal hecho, Nazario. Tú lo que tienes que hacer es ilusionarla.
Nazario se puso de un salto en pie y exclamó, indignado y dolido:
—Todo en tu provecho. No eres noble, Celso. Té olvidas de todo, con tal de conseguir tu objetivo. Pues me parece que no podrás contar conmigo. Yo no puedo continuar esta broma. ¡No puedo...! Amo a una mujer, y no de broma precisamente. La amo como sólo se ama una vez en la vida. Y no puedo someterla a una burla. Y yo estoy siendo víctima de la propia burla.
—Escucha, Nazario. Si yo te digo que estoy en el mismo caso que tú, ¿me vas a creer?
—¡No!
—Pues lo estoy. Laura me gusta de tal modo que me va a ser imposible renunciar a ella.
—Te conozco, Celso. Sé que eres incapaz de amar a nadie más que a ti mismo, y una fortuna no la pierdes tú por ninguna mujer.
—Eso es lo que yo mismo ignoro —y con grave acento—: Hasta ahora aún ignoraba el profundo interés que siento por esa jovencita llamada Laura, pero, si me interesara de veras, te aseguro que pierdo fortuna y pierdo hasta la vida. Y te ruego, amigo mío, que tengas calma. —Sonrió suavemente—. Un poco de calma.
—Te pongo de término una semana.
—¡Un mes! —pidió Celso—. Un mes y lo dejaré todo en claro.
—De acuerdo. Un mes a partir de hoy.
—Buenas noches.
* * *
El yate se balanceaba en la bahía. Los marineros levantaban el ancla. Laura (la verdadera), se hallaba en el puente junto a Nazario (el verdadero). El empuñaba la rueda del timón. Llevaba una visera en la cabeza, la pipa en la boca y un pañuelo al cuello, asomando por el pico del jersey blanco. A su lado, vistiendo pantalones azules y jersey rojo, estaba Laura. Fumaba un cigarrillo y de vez en cuando perdía los ojos en el horizonte. Sentíanse las voces de Ana y de Celso que discutían junto a la barandilla de popa.
—Esos dos se pelean —dijo Laura.
—Terminarán casándose, ya lo verás.
—¿Lo crees así?
—Basta verlos.
—Yo lo dudo, Celso.
—¿Por qué?
—Deja el timón a un marinero.
—¿Por qué?
—Te has levantado con demasiados porqués esta mañana.
—Juan —llamó Nazario a gritos—. Ven a hacerte cargo del timón.
Al instante apareció el marinero.
—Avante, Juan. No cambies el rumbo. Vamos hacia la ensenada. Ancláis allí, y disponéis la comida en la cámara.
—Sí, señor.
—Vamos, cariño.
Le pasó un brazo por los hombros y se alejó con ella hacia la parte de proa. Pero al pasar junto a la barandilla de popa, oyeron parte de la discusión de Laura y Nazario.
—Te digo que no.
—Porque eres tonta, niña.
—¿Tanta importancia das a un beso?
—La que tiene, simplemente.
—¿No has besado nunca a ningún chico.
—Ni besé ni me dejé besar.
—Pues no sabes lo que te has perdido.
—Tanto peor para mí.
—Vamos —pidió Nazario tirando de Laura—. Me parece que Laura sabe defenderse. No te preocupes por ella.
—No me preocupo.
—¿Tan segura la consideras?
—Segurísima. Laura soy yo...
Nazario se detuvo en seco.
—¿Qué dices?
Laura ya no podía más. Que Ana pensara lo que quisiera. Ella tenía que decir la verdad. Amaba a Celso. Y prefería que éste la despreciara en aquel instante, que exponerse a perderlo después, cuando ya no pudiera ella prescindir de él. Y aún podía un poco, muy poco, pero era algo, o creía que lo era.
—Ven —gritó Nazario, nervioso—. Vamos a sentarnos allí. Nadie oirá nuestra conversación. Es preciso que me aclares eso.
—Ya está aclarado. Yo soy la secretaria de Ana. Y Ana es aquélla, la que está con tu secretario.
—Ay, Laura, que me muero.
—No lo esperabas, ¿verdad?
—¡Oh, muchacha!
Y tiraba de ella con tanto ímpetu, que Laura estuvo a punto de caer. La empujó hacia un montón de cuerdas y él se sentó a sus pies. Con las manos de la joven entre las suyas, hasta hacerle daño, pidió con voz enronquecida:
—Explícame eso, Laura, o Ana, o quien seas, porque yo... siento que voy a dar gritos de felicidad.
—Ana no deseaba casarse a la fuerza. Cuando supo que su prometido llegaba, decidió que yo pasara por ella y ella por mí.
—¡Oh, Dios!
Laura casi lloraba.
—Ya sabes ahora lo que pasó. La servidumbre es nueva. Doña Lucía es la Chacha, don Braulio, el mayordomo, yo...
—Todos víctimas de la niña rica y consentida.
—Eso no —sollozó Laura—. Ana es buena y está enamorada de tu secretario.
—Te equivocas —rió Nazario, besándole los ojos de tal modo que Laura se asustó—. No está enamorada del secretario...
—¡Oh, sí! Ella tal vez lo ignora aún, pero lo está. Te lo aseguro yo, que la conozco.
—No, mi amor. El secretario de Celso está enamorado de ti.
—¿Qué dices?
—Yo soy el secretario.
—¿Qué? —y dio un salto sobre el rollo de cordeles.
—Sí, mi vida. Si tu señorita quiso hacer una farsa, mi jefe quiso hacer otra, y está pasando las de San Quintín, porque se está enamorando de ella, y no quiere renunciar a su soltería, ni a su fortuna. Pero tú, mi amor, chitón.
—¿Chitón?
—Yo no sé nada. Y tú no sabes nada. Que se arreglen como puedan.
—¿Quieres decir...?
—Quiero decir que tú y yo nos casamos un día..., ¿cuándo? Cuando termine esta comedia. Pero entre tanto han de dilucidarlo los dos. ¿Está claro?
—Creo... —tartamudeó Laura—. Creo que te comprendo.
—Eso es. Tú no sabes que yo soy el secretario y yo no sé que tú eres la secretaria. ¿Comprendes?
—Perfectamente.
—Te la doy.
La apretaba contra sí.
—No sabes, mi vida, lo que he sufrido pensando que eras Celso.
—Y no sabes las luchas por las cuales pasé yo, creyendo que tú eras Ana.
Se besaban.
—¿Pactado? —susurró él en su oído.
Y ella muy bajo, dijo:
—Pactado.
* * *
—No eres moderna.
—Mejor para mí.
—Eres una anticuada señorita de pueblo.
—Peor para mí.
—¿Qué eres? —se impacientó Celso, que estaba luchando toda la mañana por besarla y no lo conseguía.
—Soy yo. ¿Te parece poco?
Celso pensó que era demasiado. ¡Qué niña más terca! ¡Pero qué monada la niña terca, qué seductora, qué...! Arrugó la frente. Iba a enamorarse de ella como un cadete, y no estaba dispuesto.
—Eres una tonta —concluyó.
—Qué pena. Menos mal que no te lo parezco.
No se lo parecía, en efecto. Sentada a horcajadas en un palo, sacudía las piernas enfundadas en ajustados pantalones negros, largos hasta el tobillo, y sonreía con aquella boca tentadora y aquellos ojazos que valían un mundo.
Celso tragó saliva. El nunca había tratado a una chica tanto tiempo sin besarla.
—Oye, Laura...
—Dime, cariño...
—No me llames cariño.
—Si me dices palabras dulces, juro que salto sobre ti y te doblego.
Ana sacudió un cordel.
—Mira, ¿qué te parece acariciarte la cara con él?
—Eres una fierecilla.
—Soy una mujer que desea casarse —rió Ana—. ¿Me has pedido que lo hiciera contigo?
—No poseo un real.
—No me quiero casar por dinero.
—El amor sin dinero es una majadería.
—Mira aquellas gaviotas. ¿Ves cómo se hacen el amor?
—No me interesa el amor de las gaviotas.
—Es enternecedor.
—No me interesa el amor enternecedor.
—Lo sé.
Celso emitió un gruñido de impaciencia.
—Tú no sabes nada de mí.
—Sé que eres un vivales. Creíste que porque tu amo venía a conocer a una jovencita y encontraste aquí una desvalida secretaria, ibas a pasarlo bien.
—Y lo estoy pasando.
—No tan bien como tú supones.
—Oye, Laura, vamos a razonar.
—¿En qué sentido?
—Dejas que te bese de vez en cuando, me das una bofetada, y yo lo lamento, pero vuelvo a besarte.
—No me gusta el juego.
Celso soltó un pecadito. Ana se echó a reír.
—Vamos a encontramos con los otros. Tu furia me da miedo, cariñito.
Celso fue a tocarla, pero Ana saltó como un potrito. Quedó erguida en lo alto del panel de la bodega y riendo exclamó:
—Nazario, me gustas. Me gustas mucho, pero has jugado demasiado con las chicas y yo no soy una de tantas. Métete eso en la cabeza. Conmigo, todo o nada.
—Todavía has de conseguir que me case contigo.
—Puede.
—Pues no, ¿te enteras? Yo no me caso.
—No sabes lo que te pierdes.
Y echó a correr. Celso gruñó:
—Maldita sea...
Y fue tras ella.