V

Ana disponía la mesa con el vermut y entre tanto hablaba muy bajo, pero lo suficiente para ser oída por su amiga, y contestaba por Laura, que descansaba negligentemente en una extensible.

—Son formidables los dos.

—Sí.

—No te quedes alelada, Laura.

—Lo estoy un poco.

—¿De cuál te enamorarás?

—De ninguno. Procura tú hacer otro tanto.

—A mí me gusta el secretario. Tiene ojos de gato apasionado.

—Cuidadito, Ana.

—No pienso tener ninguno. Haré lo que me pida el corazón.

—Veremos después lo que dice tu bolsillo.

—Nunca sentí la sensación de la pobreza —rió Ana tranquilamente—. Será una novedad seductora.

—No lo creas. No es seductora. Es desoladora.

—¿Con amor?

—¡Oh! —protestó Laura—. Con amor, con amor. ¿Pero crees en verdad que existirá en este asunto? No seas soñadora.

—Pues estoy soñando como una tonta.

—Baja de las nubes.

Ana terminó de poner la mesa y colocó dos extensibles junto a ella.

—¿Y tú? —preguntó Laura.

—Tendrás que invitarme luego. Cuando yo me aleje, tú, con voz indulgente, me dices: «Laura, por favor, quédese usted. Haga compañía al señor Arenas.»

—Eres una comediante. Diríase que esta situación te divierte.

—Me chifla.

—¡Oh!

—¿No ves que llevo años interminables sin hablar con un hombre? Nunca tuve muchos amigos. Mi padre y sus empleados. Tú y Chacha. Ahora es cuando empiezo a vivir, y no me gusta llevar sobre mis espaldas el lastre de una preocupación.

—Lo peor, Ana es que te enamores del secretario. Y después, cuando Celso descubra que yo no soy yo..., ¿qué ocurrirá? Suponte por un momento, que, en efecto, se enamora de mí y yo de él. Yo no tengo fortuna que perder. Pero él sí. Y aun por encima del amor está tu dinero.

—¿Y bien?

—Imagínate por un momento que, a la hora de casarse, al saber que yo no soy yo, me desdeña, y pide casarse contigo.

—Eso no ocurrirá. Te amará hasta el sacrificio.

—Ana —se impacientó Laura— que esto no es una novela por entregas. Que es la vida.

—Por eso mismo. En una novela no habría farsa. Vendría Celso, Ana lo recibiría, ilusionada y temblorosa, se casarían, y la novela vendría después. La realidad es distinta.

—¿Siempre haces todo a tu gusto?

Ana se echó a reír y antes de alejarse dijo:

—Mi imaginación es muy acomodaticia.

—Ya lo veo.

—Ahí vienen —anunció Ana, sofocada—. Me retiraré un momento. Tú me llamas, ¿eh?

No pudo contestar, porque ya los dos hombres se aproximaban a Laura.

—Señorita Ana —empezó el falso Celso.

—Llámeme Ana a secas.

—Pues usted a mí, Celso.

El verdadero Celso ni siquiera se aproximó a ella. Iba tras Ana, que se perdía en la puerta de atrás de la terraza.

—Ana, estoy muy satisfecho de haberte conocido.

—Igual digo, Celso.

—¿Un cigarrillo?

—Gracias.

Lo tomó, y él, muy galante, le aproximó el mechero.

—Esto es magnífico. Una finca verdaderamente maravillosa.

—¡Oh! Aún no ha visto nada —y reparando en que Ana se había perdido de vista, preguntó:

—¿Dónde está mi secretaria?

—Se ha ido con mi secretario.

—¡Ah!

—No se preocupe por ella.

—La estimo mucho, ¿sabe?

—¿Por qué no nos tuteamos?

—Es verdad —admitió Laura, estremeciéndose levemente—. Creo que es lo indicado.

—Gracias, Ana.

* * *

—Laura.

—¡Ah, es usted! —exclamó la muy pilla, pues sabía bien que el espléndido secretario la seguía—. Venga, venga... ¿No le apetece bañarse? Fíjese qué panorama.

Celso contempló la playa a sus pies. Hermosa en verdad. Mucho gentío a lo largo de la arena. Un mar azul y algún que otro balandro balanceándose en él.

—¿Qué es aquel edificio que se halla al otro lado de la bahía?

—El Club Náutico.

—Supongo que se celebrarán fiestas.

—Por supuesto. Pero la señorita Ana nunca acudió a ninguna. Primero porque se hallaba en el pensionado de París, luego su padre la llevó en viaje a Londres y después falleció el padre... El luto le impidió hacer vida de sociedad.

—¿Y usted?

—¡Oh, yo...!

—Me interesa usted, Laura. ¿No podríamos... tutearnos?

—Bueno.

—¿Le desagrada?

—No, no.

—Entonces, seamos amigos.

—Amigos, Nazario.

—Su mano...

Se la dio y él la estrechó con fuerza turbadora. Por primera vez, Ana tuvo miedo. ¿Y si ella se enamorara de aquel hombre? Alzóse de hombros. Era lo bastante joven y lo bastante soñadora para desear el amor y desdeñar el dinero.

—¿Qué hacéis aquí en el invierno?

—Apenas si salimos. A la iglesia, a un cine, o damos un paseo por la alameda.

—¿Damos?

—Me refiero a la señorita.

—¡Ah! —rió él—. Te pasa a ti como a mí. Yo soy, además de secretario, amigo de don Celso. Desde que entré a su servicio, me consideró como un amigo. Yo le estimo mucho.

—Igual me pasa a mí con la señorita Ana.

—¿Qué te parece si nos diéramos un baño? —preguntó él, de pronto.

—No puedo, Nazario. La señorita Ana me necesitará en seguida. Es la hora del correo y tengo que leer las cartas. Pero tú puedes ir.

—Yo sin ti, no voy aquí a ninguna parte. ¿Quieres que te ayude a despachar la correspondencia?

—A la señorita no le parecería bien.

—No irás a dejarme solo ahora, ¿eh?

—No. Es pronto.

—Cuéntame cosas de ti. ¿No fumas? Fumemos los dos.

Le alargó un cigarrillo y ella lo puso en los labios. Cuando le ofreció el mechero encendido, al prender el cigarrillo, Ana alzó un momento los ojos. Eran tan puros y tan bellos, que Celso no pudo por menos de exclamar:

—Nunca he visto ojos más extraordinarios.

—¿Eres amigo de piropear a las chicas?

—Sólo a las que me gustan. Y tú me gustas, Laura.

—Mucho te precipitas.

—¿No tienes novio?

—Ya te he dicho que no.

—Es extraño. Una muchacha como tú, tan bonita...

—¿Crees que significa mucho la belleza para el noviazgo?

—Depende. Recuerda el refrán que dice: «La suerte de la fea la bonita la desea».

—Por eso mismo.

—Cuando se quiere con el cerebro, la belleza no importa tanto. Pero cuando existe la juventud, el cerebro no piensa, sólo el corazón... —Guardó silencio. De pronto, exclamó, exaltado—: Laura, me gustas mucho.

Ana se dejó caer en una extensible, cara al mar y entrecerró los ojos. Ella nunca había oído un piropo de hombre tan de cerca, y pronunciado con aquel apasionamiento. Para ella el hombre era una novedad, y de nuevo temió enamorarse. Aquel secretario era... era... muy acaparador.

—Laura. ¿Vamos a pasarnos la vida en esta terraza? Es magnífica, y el panorama que se ofrece desde aquí, estupendo, pero a mí me gusta el aire libre, los espacios ilimitados, y sobre todo un baño en el mar, mañana y tarde. Y además, el señor me dio vacaciones. ¿Quieres que le pida que te las dé a ti tu señorita? Se lo diría a don Celso, y éste a su vez, se lo pediría a su futura esposa.

—¿Crees en verdad que se casarán?

Celso agudizó el oído.

—¿Y por qué no?

—Yo qué sé.

—¿Tú conoces las circunstancias en las cuales se encuentran ambos?

—Por supuesto. Ya te dije que la señorita no tiene secretos para mí.

—Entonces, sabes lo que ella piensa de este asunto.

—Piensa que si le gusta don Celso, se casará con él.

—¿Y crees que le gustará?

—¿Y por qué no? Es un hombre muy elegante.

—¿Tiene tu señorita mucho amor al dinero?

—No lo sé. Como nunca careció de él... Ya sabes, no es como nosotros, que vivimos de un sueldo.

—Es verdad. ¿Por qué hablamos de cosas que no nos interesan? Vamos a dar un paseo por el bosque.

—Vamos, pues.

* * *

A Laura le pareció extraño que Celso nunca abordara el tema de sus intereses comunes. Le habló, desde aquella primera mañana, de lo bonita que era la finca, de sus viajes por todo el mundo, de su yate, en el cual deseaba que los cuatro, incluidos a los dos secretarios, dieran un recorrido por las cercanías. Pero muy poco de sí mismo, y nada del objeto que lo había llevado allí. Se mostró, eso sí, en todo momento encantador. Muy galante, muy mundano, muy sencillo y muy amable. Y Laura tuvo miedo una vez más, pues aquel hombre encajaba en el tipo que ella hubiera elegido para marido.

Cuando se vio con Ana a la hora de la siesta, ni una ni otra la durmieron, pues tendidas en sendas hamacas en la azotea, se tostaban y hablaban de sus cosas.

—¿Dónde están ellos?

—Se fueron a tomar el café.

—Ana..., estoy más preocupada que ayer.

—También yo.

Laura se sentó de golpe. Era algo inaudito oírle decir aquello a Ana. Esta jamás se preocupaba por nada, y de pronto no sólo parecía preocupada, sino que confesaba tener miedo.

—¿Por qué, Ana?

Esta frunció el ceño.

—Sencillamente porque Nazario es un hombre atractivo, apasionado y dominante, y yo jamás había tratado a un hombre así.

—¡Hum!

—¿Y tú?

—Es mi tipo —dijo Laura como si disparara un pistoletazo.

—Magnífico, ¿no?

—¡No! Es tu dinero, y yo no quiero que lo pierdas.

—Ya te digo que, una vez casada con Celso, nos arreglaremos. Mira, Laura, yo te voy a confesar la verdad. Prefiero perder el dinero y enamorarme de veras.

—Tú has leído muchas novelas de amor.

—Y siempre me emocionaron —suspiró Ana—. Deseo un amor de leyenda. Un amor por el cual uno desprecia todo lo demás.

—Me parece, Ana, que estamos metidas en un buen lío. Yo veo a Celso preocupado. ¿Sabes que aún no me habló del pacto que hicieron nuestros padres?

—Naturalmente. Eso es delicadeza.

—Yo diría que es timidez. Me da la sensación de que Celso no es natural. Se diría que vive pendiente de una grave preocupación.

—Tonterías.

—Bueno, ya veremos en qué termina esa locura.

En el café, Nazario, con el ceño fruncido y los dientes apretados, rezongaba malhumorado:

—Ya veremos, ya veremos qué haces luego, cuando ella, pese a enamorarse de mí, suponiendo que se enamore...

—Se enamorará. Es lo justo —atajó Celso tranquilamente.

El otro prosiguió, como si no lo oyera:

—Me dejará plantado y querrá casarse con el hombre que su padre le impuso cuando nació.

—Tú te encargarás de que no sea así. ¿Qué clase de hombre eres? En ti está que ella desprecie el dinero para casarse contigo.

—¿Y tú qué?

—Yo tal vez me case con la secretaria.

—Tú detestas el matrimonio. Te reirás de ella, la enamorarás, la dejarás cuando te canses y después, ¿qué?

—Mira, chico, yo no me preocupo de ese qué. Ya llegará y se discutirá entonces.

—Es que yo —protestó Nazario, furioso— tengo un corazón sensible. Desde que soñé en casarme, en formar un hogar, en tener hijos, ese tipo de mujer era la imagen de mis sueños.

—¿Y aún protestas?

—Pero no me pertenece.

—Calma, muchacho, calma.

—¿Cómo quieres que tenga calma? Todavía no le hablé del asunto. No me atrevo a ser tan vil en mi engaño.

—No tienes más remedio que abordar el tema y decirle lo mucho que la amas.

Nazario se puso en pie y pasó los dedos por la frente.

—¿Por qué me habré metido yo en este lío? —bramó—. Yo soy un hombre sensato, un hombre real y consciente, y sobre todo honrado.

—Si no te callas, mentecato, te despido.

—Ya me doy por despedido.

Celso lo asió por un brazo y dijo apaciguador:

—Calma, mi buen amigo. Seamos sensatos. Vamos a seguir la farsa un poco más. Veamos en qué termina todo.