X

Nazario (Celso para Ana), les salió al encuentro. Ambas, gentiles, muy bonitas, muy bien vestidas, se miraron al llegar al salón. Nazario estaba solo y parecía nervioso.

—¿Y tu secretario? —preguntó Laura.

El hombre puso expresión inquieta.

—No bajará.

—¿Se ha puesto enfermo?

—Pues... no, no...

—Di lo que sea, Celso —pidió Laura, colgándose de su brazo—. Tu secretario es un hombre desconcertante, pero no creo que logre asustarnos a los tres.

—Se ha ido.

Ana se estremeció.

—¿Ido? —preguntó a lo tonto.

—De paseo.

—¡Ah!

—¿Cenamos? —inquirió Laura.

—Yo creo —propuso Nazario— que si por una vez tu tía os diera permiso para cenar por ahí... Hay salas de fiestas muy elegantes.

—Laura, ¿tú qué dices?

Ana parecía absorta.

—¿Me has oído, Laura?

Ana despertó.

—Sí, ¿qué decía usted?

—Que podemos ir los tres por ahí.

—Un hombre para dos es demasiado poco.

—¿Qué te parece si llamamos a Miguel Fuertes?

Ana le hizo una seña, como diciendo: «¿Estás loca? ¿No ves que nos conoce? Se descubrirá todo el lío, y no tengo intención de descubrirlo.»

—No, señorita...

—Bueno, pues vamos los tres —propuso Nazario.

—¿Dónde está tu secretario? —preguntó de nuevo, Laura.

Nazario se atragantó.

—Puede decirlo —apuntó suavemente irónica Ana—. Le aseguro a usted que no me asombraré.

—Dijo... dijo que se iba de juerga. Yo no... yo no puedo evitarlo.

—Hizo muy bien. Sí, vamos a comer por ahí.

—Pídele permiso a tu tía, Ana —susurró Nazario, asiendo a su novia por el brazo.

Esta salió, hizo que hablaba con la Chacha en el salón, y regresó junto a los otros dos.

—Vamos. Dice que no nos retiremos demasiado tarde.

—Vamos, pues.

—Usaremos mi coche. Conduce tú, Laura.

Esta echó el chal por los hombros, y salieron los tres al jardín. De pronto, y cuando se dirigía al garaje, Ana se detuvo, giró en redondo y exclamó:

—Id vosotros. Yo me quedo.

Las cosas de Ana eran así. Siempre fueron así. Ya desde que la conoció en el pensionado, tenía aquellas reacciones. Laura miró a su novio y le indicó con los ojos: «Será inútil insistir. Ana no cambiará de parecer.»

Los tres, en silencio, se dirigieron a la casa, entraron en el salón y pidieron la cena. Estaban sombríos y tomaron el café en el salón, y Ana, sentándose ante el piano tocó unas melodías y después unas baladas.

—Bailad —pidió a su amiga—. Yo tocaré.

—Y tú...

—Yo tocaré.

—Pero...

—Te lo ruego —exclamó, cansada—. Me gusta veros bailar.

Y se olvidó de llamarla señorita.

Mientras Ana interpretaba al piano un movido bailable, Nazario enlazó a su novia por la cintura y Laura susurró, preocupada:

—No se entienden.

—Al contrario, Laura, no te preocupes. Se entienden demasiado, pero Celso es un testarudo, y ella muy de su tierra.

—Tu amigo es un libertino.

—Lo era. No creas que hoy se divertirá. No me extrañaría nada verlo aparecer de un momento a otro.

—Ana está furiosa.

—Me lo imagino.

—Me pregunto, Naz, qué sería si no hubiera engaño.

—El amor es fuerte. Las dos parejas habrían salido unidas.

—Sin fortuna, Ana no se resignaría.

—Me parece que por ese lado conoces poco a tu amiga. Ana ama con locura a Celso, y éste a ella. Pero son testarudos los dos.

—Estoy preocupada.

—Te preocupas mucho por todo. Estoy deseando que seas mía para que te preocupes sólo por mí.

—¿Me cansará tanta felicidad? —susurró ella, enamorada.

—La felicidad nunca cansa, mi vida.

—Me parece todo como un sueño, Naz.

—Y lo es. Fue una pesadilla, pero ahora será una dicha.

—¿Qué ocurrirá?

—Te pido que no te preocupes. Celso está verdaderamente enamorado. Desea a tu amiga, lo conozco bien, pero por encima de su deseo carnal, está su gran admiración y su ternura por ella. Espera.

* * *

Eran la una y media de la madrugada, y Ana no había cesado de tocar. Parecía enardecida. Al otro extremo del salón, Chacha y Braulio jugaban una partidita de damas, y, de vez en cuando, Braulio bajaba la voz y decía a su compañera:

—¿Es que esto no va a finalizar nunca?

—Paciencia, Braulio.

—Me muero de sueño, Chacha.

—Por los chicos, hombre.

—No entiendo nada, no entiendo nada —gruñó Braulio. Y era lo que llevaba diciendo, desde que empezó la farsa.

—Ten calma, mucha calma...

Calló bruscamente. La puerta del salón se había abierto de pronto y en el umbral una figura masculina se recortó desaliñada, tambaleante y balbuciente.

Ana dejó de tocar casi con la misma brusquedad, y Laura y Nazario se quedaron plantados en medio del salón. Todos miraron hacia Celso, que parecía completamente borracho.

—¿Qué pasa? —gritó con su lengua estropajosa—. ¿Por qué... hip... no continúas... hip?

El cuello le iba hacia adelante y hacia atrás, como si fuera de goma. Sacudía los brazos, los cabellos le caían en la frente, y sus pies se agitaban, resistiendo apenas el peso de su cuerpo.

—¿Qué? ¿Nunca habías... hip, visto a un hombre... hip?

—Nazario —susurró el propio Nazario, pálido como un muerto, pues tuvo miedo a que su amigo hablara demasiado, y consideró que no era conveniente que descubriera el engaño.

—Nazario... hip... Nazario... hip... Qué nombre más bonito, ¿eh? Hip...

—Muchacho.

Fue a tocarlo.

—Aparta —gritó Celso—. Uno se divierte a su manera, ¿no? ¿Eh? ¡Hip! Quieto los pies —ordenó a sus propias piernas—. Uno se tiene que mantener de pie... Hip... con dignidad. Eso es... hip... con dignidad —alzó la mano y estiró un dedo—. Con dignidad muy digna. Ana María Artime... hip... Ana María y Laura... Nazario y Celso... —soltó una carcajada que impresionó a Laura—. Cuatro nombres y cuatro vidas. ¡Hip!

—Oye, muchacho...

—Tú no me toques. Hip... —se tambaleaba—. No estoy borracho, ¿eh? Yo nunca me emborracho. Hip... Laurita... Laurita mía...

Ana se puso en pie. Estaba muy bonita. El modelo de noche, descotado y sin mangas, la hacía más gentil. Su carne, morena y prieta, bajo las luces del salón, brillaba tentadoramente.

Celso, sin dejar de tambalearse, añadió con voz aguardentosa:

—Es una auténtica belleza... hip... Muy bella, sí... Laura de mi vida. Uno quiere ser bueno y no lo es, y ama a las chicas... Hip... y se emborracha y dice tonterías. Pero no estoy borracho ni digo tonterías.

—Me das asco —espetó Ana con desprecio.

—¡Sí! —rió Celso con expresión idiota—. Asco... Asco... pues asco. Hip.

—Oye, amigo mío...

—Tú —y llevó el dedo a los labios— chitón. Chitón, ¿eh? Deja que Laura hable. Hip... Habla, Laurita. Empieza ya.

—No tengo nada que decirte. Me das asco, ¿te parece poco?

—Muy... hip... muy... divertido. ¿Sabes lo que te digo, joven?

—Nazario.

—¡Sí! —rió—. Hip... ¡Nazario! ¿Saben ustedes una cosa?

Laura miró a Nazario y le pidió con los ojos que se llevara de allí a su amigo. Nazario lo consideró lo más conveniente, y le asió por un brazo.

—Vamos, amigo mío...

—Quítate de mi vista, condenado farsante. Hip. Ven aquí, mi vida, Laura bonita. Hip... ¿Hay una mujer más bella que Laurita?

Ana giró en redondo y se dirigió a la puerta. Celso exclamó con lengua estropajosa:

—No te marches, encanto. Hip... Quién te mete a ti en esto, Naz...

—¡Vamos! —cortó enérgicamente.

Y con súbita decisión, cargó al beodo sobre sus brazos y se marchó con él. Celso no protestó. En el hombro de su amigo parecía un fardo.

Ana, que aún no había salido, quedó erguida en la puerta, mirando a Laura.

—Un bonito espectáculo —gruñó Chacha, tras ellas—. Niñas, me parece que esto se acaba.

—Calma, Chacha querida —susurró Laura—. Celso... se encargará de meterlo bajo la ducha—. Y con una guasa que ella misma encontró perfecta, añadió—: Ya se sabe, un secretario...

—¡Laura! —susurró Ana—. Que yo soy una secretaria y no doy esos espectáculos.

Ambas se contemplaron y se echaron a reír.

—Vamos —pidió Laura—. Vamos a nuestra alcoba.

Y Chacha, al verlas alejarse cogidas del brazo, aún les oyó decir:

—Cuando un hombre se emborracha en una ocasión así, es que está al cabo de sus fuerzas.

La anciana miró a Braulio y comentó:

—No hay quien las entienda, Braulio. Cuando yo era joven...

—Hemos comido mucho pan desde entonces, Chacha.

Celso, bajo la ducha, bufaba como una gallina ahogada. Nazario, implacable, metía la cabeza de su amigo bajo el chorro de agua y ya a Celso le salía aquella por los pantalones, le mojaba los zapatos y formaba un charco a sus pies.

—Ya está bien —bramó Celso, furioso—. Esto es una falta de respeto que no toleraré. Cuádrese usted, Nazario del demonio. Esto le ocurre a uno por idiota.

Nazario lo soltó.

Cuando se sacudió como un perro de aguas, se volvió indignado, tartamudeando:

—Cuádrate ante mí, Nazario Arenas. Desde este instante, queda usted despedido.

—De acuerdo, señor.

—Eres un memo.

—No lo creo, señor.

—Eres una rata.

—No estoy de acuerdo, señor.

—Eres un animal.

—No, señor.

—Te digo que te cuadres.

—Ya no estamos en el servicio militar, señor.

—Te digo que soy tu jefe.

—Bien, señor. Pero no me cuadraré.

—No la amo, Nazario.

—La ama, señor.

—Que te calles, mentecato.

—Sí, señor.

—¡Que te calles!

—De acuerdo.

Celso furioso, fue a dar un manotazo en el aire, perdió pie y cayó en los brazos de su amigo.

—¡Oh, Nazario! —susurró, dolido—. Te mojé.

—No importa, señor.

—¿Estoy... hip, estoy, borracho?

—Creo que sí, señor.

Celso se enderezó y empezó de nuevo a tambalearse sobre sus piernas.

—Te digo que no lo estoy.

—No, señor.

—Eres un imbécil, Nazario.

—No, señor.

—No la amo.

—La ama, señor.

—Te digo... —llevó las manos a la frente—. ¡Oh! Estoy hecho polvo... Maldita sea... Nazario —lo miró, crispado—. Soy Celso o soy Nazario?

—Es usted Celso, señor.

—¡Ah! ¿No me he perdido? ¿Sigo siendo yo? ¿Y mi Laurita, Nazario? Mi querida Laurita. Mis trasatlánticos? Mis aficiones? ¿Mis... mujeres de todos los días? ¡Oh, Nazario, qué desgraciado soy!

El paciente secretario no le oía. Le ayudaba a sentarse y después procedió a desvestirlo. Le quitó los zapatos y los calcetines, la camisa y los pantalones.

—Me da vergüenza, Nazario —susurró Celso, como un niño que queda en cueros ante los demás críos—. Me iré a la Legión.

—Es dura la vida allí, señor —opinó Nazario filosóficamente mientras lo embutía en un pijama.

—Uno no puede ser toda la vida un golfo.

—Lo comprendo, señor.

—¡Yo no soy un golfo! —chilló Celso, fuera de sí.

—Naturalmente, señor.

—No vuelvas a llamarme señor —chilló Celso, hipando.

—Bien, a la cama.

—No tengo sueño.

—Le ruego que se acueste, señor.

—¡No me llames señor! Maldita sea. ¿Quién soy yo? ¿Quién eres tú?

Nazario no respondió. Lo cargó sobre el hombro, se dirigió a la cama, lo depositó en ella y lo tapó.

—Nazario —susurró Celso como un niñito pequeño—. ¿Qué sería de mí sin ti? ¿Sabes desde cuándo no me arropan? Desde que... hip... desde que falleció mi madre. ¿Cuánto tiempo hace de eso... hip...? Siglos... Eso es, siglos...

—Duerme, Celso.

—Soy Celso —susurró beatíficamente—. Qué sueño, qué paz, qué... ¡Oh, Nazario, oh, Ana, oh, Laura, oh, doña Lucía, oh, don Braulio...!