XI

Lo esperaba allí, en casa. Hasta entonces, él nunca había entrado en ésta, mas era de suponer que aquel día fuera a saludarla. No había salido, por esperarle. Su madre se hallaba en la tienda. Mejor, porque todo lo que ella tenía que hablar con Gerald no podía ser oído más que por éste. No ignoraba el tremendo disgusto que se iban a llevar su madre y Sandra, mas…, ¿qué podía hacer ella? Tenía que ser sincera, no sólo consigo misma, sino con Gerald, y estaba segura de que cuando éste supiera la verdad, sería él mismo quien rompería las relaciones.

No se extrañó cuando Marta subió a su alcoba y le dijo que mister Willows la esperaba en la salita. No se estremeció ni sintió vacilación alguna. Muy al contrario, iba serena y decidida, dispuesta a franquearse y demostrarle que, si bien sentía por él profundo afecto, no le amaba. Miró el reloj. Eran las seis de la tarde. Una hermosa tarde que invitaba a ser feliz. Al mirar hacia afuera y ver el sol esplendoroso, Grey pensó: «Me gustaría no haber conocido a Jepp y que en este instante Gerald regresara de su viaje… Yo lo recibiría con ansiedad. Y sentiría la felicidad en toda su plenitud». Y con dolor imaginó que hubiera sido fácil amar a Gerald, si Jepp no existiera en su vida.

Empujó la puerta del salón. Estaba de pie, en medio de la pieza. Alto, delgado, elegante, vestido de gris, era de aspecto más distinguido que Jepp, pero mientras que para ella éste era un hombre conocido, Gerald aún suponía lo desconocido. ¿Cómo pensaba y sentía su novio en realidad?

Avanzó hacia ella con súbita espontaneidad, y un brillo extraño, desconocido para Grey, relució en sus oscuros ojos masculinos. Por un instante, quedó suspensa, pues era la primera vez que Gerald se parecía a Jepp en la mirada. Evidentemente, la joven era demasiado inocente y desconocedora del sexo masculino para comprender que aquella mirada peculiar era, a no dudar, la mirada que imperaba en los ojos de todos los hombres al ver a la mujer amada. Pero, como hemos dicho, Grey era demasiado ingenua para saber esto.

—Grey —dijo Gerald con voz bronca, distinta, ardiente y baja, como si la impetuosidad se doblegara o intentara doblegarse—. Grey, querida pequeña.

Asió sus manos y ella no supo qué decir, pues de pronto se sentía menguada, desconcertada, atraída.

—Grey…, tantos días sin verte… Fueron como un suplicio.

Intentaba llevarla hacia su pecho. Sofocada, puso una mano entre los dos. El se la quedó mirando, interrogante.

—Grey…, ¿por qué?

—Siéntate, Gerald.

—No me dices si te alegra verme.

—Me… alegra.

—¿Así…?

—Perdóname.

—Eres tan niña —dijo él de pronto—. No sé si tu actitud se debe a tu juventud, o a mí que no sé comprenderte.

—Siéntate, Gerald —invitó de nuevo, con tenue acento—. Hemos de hablar.

—Y no me das un beso.

—Pues…

—No importa, Grey. No te preocupes. Ya te irás habituando a mí. Perdona mi apasionamiento. Recuerda que no soy un niño.

—Sí… —y titubeando—. Siéntate.

Lo hicieron frente a frente. Hubo un silencio extraño, casi expectante. No sabía cómo abordar el tema. Gerald la miraba, cegador, y eran sus ojos un sofoco desconocido para Grey.

* * *

—Gerald —empezó Grey, haciendo un esfuerzo por mantenerse serena—. Yo no he sido sincera contigo.

—¿No?—riendo. Y suavemente—: Yo te admití y te amé tal como eres, y sabía que no eras del todo sincera.

—¿Tú… lo sabías?

Gerald no contestó al pronto. Cruzó una pierna sobre otra y dijo con súbita ternura:

—No te olvides nunca de que hace treinta y cinco años que he llegado a este mundo. Cuando tú naciste, yo ya había conocido a la primera mujer de mi vida. Desde entonces han transcurrido muchos años, y he conocido a muchas mujeres. Tú para mí eres la verdadera, la única entre todas, y por esa razón te conozco mejor que a ninguna otra, porque las demás pasaron por mi vida como nubes; tú, en cambio, me hiciste detenerme, y al fijar en ti la verdad definitiva de mi existencia, encontré a la vez mi atracción y mi amor, y un hombre que ama, Grey querida, tiene el deber de saber cómo piensa y siente la mujer elegida por compañera. Porque si no lo sabe, es que no la ama.

Le escuchaba como alelada. Era la primera vez que Gerald le hablaba de aquel modo. A decir verdad, nunca había hablado tanto, ni jamás empleó aquella ternura para decir cosas bellas que llegaban hondo al corazón desanimado de Grey.

—Gerald —se sofocó, aturdida—. Yo no te amo así.

Los ojos del hombre se suavizaron más. Una tibia sonrisa curvó el dibujo vigoroso de sus labios.

—Habla, Grey. Dime todo lo que sientas. No dudes en sincerarte. Tal vez sepa lo que vas a decir, pero deseo oírlo, y si puedo te orientaré.

—Es… que te voy a hacer mucho daño.

—No pienses en mí. Piensa en ti tan sólo y permíteme que te ayude a salir de esas dudas que te agitan.

—Gerald —se estremeció—, eres demasiado bueno y comprensivo para mi desatención.

—Soy humano y conozco las debilidades susceptibles a toda mujer, y hay en mí la bastante humanidad para disculparlas. Pero antes que prosigas quiero decirte algo que debes saber, Grey. Nunca una mujer debe confundir una ilusión pasajera, con un afecto sincero. Tú, has tenido una ilusión. Muchas mujeres las tienen y se casan con hombres muy ajenos a aquella ilusión, y luego se ríen de esa ilusión y piensan con realidad… Entonces es cuando la mujer está en su plenitud, y su inocencia anterior se convierte en un pasaje sin importancia.

—Estoy enamorada de otro hombre —dijo de corrido, como si temiera arrepentirse.

Otra vez sonrió él.

—De Jep Anderson.

—Gerald…

—Cuando un hombre ama, Grey, lo sabe todo de su amada. No lo olvides nunca.

—Y no me reprochas.

—¿Por qué he de hacerlo? Sé que crees —y recalcó la frase— estar enamorada, pero no es cierto. Es una ilusión, la ilusión que no se alcanza nunca. Yo soy la parte positiva de tu vida. Medita en ello, Grey.

—Quiero que me reproches.

—No, querida. Te amo demasiado. ¿Acaso puedo culparte por haber sentido una ilusión juvenil? No serías mujer si no pasaras por esa prueba. Y yo, Grey, si tú quierese, me someto a la prueba de tu desilusión y estoy aquí para desvanecer tus dudas y ayudarte a recuperar el equilibrio espiritual.

—Te ríes de mi amor hacia Jepp Anderson…

—No, no. Permíteme que te hable claro, aunque te duela. Y disculpa, si puedes, mi brusquedad que, a fuerza de ser sincera, es dolorosa. No conozco personalmente a Jepp Anderson. Lo he visto una o dos veces. Pero existen hombres que se cortan por un mismo patrón, tipos que no son malos, pero que han venido a la vida para disfrutar de sus pasiones sin preocuparse de a quién perjudican en ello. Jepp Anderson es uno de éstos. Para él eres una chica diferente. ¿Sabes lo que en este caso significa la palabra diferente? Te lo explicaré claramente. Anderson ha tenido en la vida cuanto apeteció. Viajes, coches, mujeres, amores… Todo obtenido del modo más fácil y seguro, con un arma poderosa: sus libras esterlinas. La mujer tiene ilusiones, unas veces las hace realidad —muy pocas veces—, otras, no. Los hombres somos seres vulnerables, por lo tanto, también tenemos nuestras ilusiones. Pero por ser menos constantes que las mujeres, estas ilusiones carecen de sentido la mayoría de las veces. Tú has sido, por tanto, una pura ilusión para Jepp Anderson. ¿Si te ama? Tal vez te ame a medida de sus fuerzas, que son muy…, ¿cómo diré? Poco consistentes, más bien transitorias.

—Gerald…

—Permíteme que termine, Grey. Hemos de aclarar esto antes de romper nuestras relaciones. Si después de oír mi realidad, sigues pensando que es él el centro verdadero de tu vida, con profundo pesar, me apartaré de ti. Pero antes has de demostrar que Jepp Anderson no es solamente una ilusión para ti, como tú lo eres para él. Jepp es… uno de esos pasajes sin importancia que sirven para dar argumento a un libreto teatral o simplemente literario.

No supo qué decir. Gerald era para ella en aquel instante un hombre diferente. Este siguió diciendo:

—Jepp nunca trató a una mujer honrada, y tú lo eres. Jamás tuvo amores con una chica pura, y tú lo eres.

—Quiero que sepas —exclamó, ahogándose— que me ha besado.

Esperaba que Gerald la mirara censor y se pusiera en pie, cortando de raíz su perorata, pero, lejos de eso, distendió la boca en una tibia sonrisa y dijo tan sólo:

—El hecho de que te nayas arrepentido, es motivo de perdón, de disculpa.

Alterada, exclamó:

—Tú no sabes si me he arrepentido.

—Grey, querida pequeña. ¿No te parece que debes dejar de pensar que soy un niño?

—Por eso mismo, porque eres hombre…

—Mi hombría te respalda, Grey.

—Me ha besado Jepp y tú lo consideras lógico. ¿Qué amor es el tuyo, que ni siquiera sabiendo que me ha besado otro hombre, siendo tu novia, sientes celos?

Entonces, Gerald se puso en pie y su mano cayó como una maza en el hombro femenino. Hubo en sus oscuros ojos un destello extraño, y su voz sonó ronca y fría:

—Lo que yo siento, Grey, tú no lo sabes. Pero escucha esto: por mi gusto, mataría al hombre que perturbó sin piedad tu espíritu. ¿Me oyes? ¿Me oyes, Grey? —repitió, conteniendo la ira—. Lo mataría. Y no aludas a mis celos…, tú no sabes aún cómo siente un hombre como yo. Sabes a medias lo que siente un tipo vanidoso como Jepp, que está gozando de una aventura pura en su temporada de verano. Pero lo que siento yo…, no, no lo sabes.

Y dio la vuelta, quedando de espaldas a ella, con las piernas “abiertas y las manos hundidas en las profundidades del pantalón.

—Gerald —susurró Grey ahogadamente—. Perdóname.

Se volvió con lentitud.

—Yo te quiero de verdad. Yo espero, te dejo, Grey… Pero volveré. Sólo cuando te vea camino del altar del brazo de Jepp Anderson, te dejaré. Entonces admitiré que no ha sido una ilusión. Pero lo es, Grey. ¿Me entiendes? Lo es. Lo es para ti, y lo es aún más para él. Estoy seguro de que para Anderson fuiste y serás, y no pasarás de ser, una aventura veraniega. Estoy seguro asimismo de que todos los años, Jepp Anderson tiene una aventura así, unas veces más pura que otras. Es… un deporte para el hombre que lo tiene todo. Un deporte que le divierte y entretiene. Y yo te digo, desde la altura de mis años, que midas tu felicidad desde un punto más real. Yo soy la verdad, repito. El es la fantasía. Y la fantasía, Grey, sólo sirvió, hasta la fecha, para una novela sentimental. Pero la vida, la que nos tocó vivir a ti y a mí…, no es una novela. —Se inclinó hacia ella, que parecía anonadada, y susurró con una ternura que conmovió las fibras más sensibles del corazón femenino—: Soy tu mejor amigo. Confía en mí y piensa que te quiero con la fantasía de un protagonista sentimental y con el vigor de un hombre consciente. Piensa asimismo que aún no me conoces. Que estás empezando a vivir y que yo extiendo mi mano para que, asida a ella, recorras ese camino de la vida matrimonial, que sólo será dichosa con comprensión, amor y ternura… Todo te lo ofrezco yo.

—No… sé qué decirte…—susurró, sofocada, domina da por aquellas palabras que oía por primera vez, retratando a un hombre que hasta entonces le fue desconocido,

—No me digas nada. Espera. ¿Quieres que salgamos a dar un paseo?

Asintió en silencio.