IX

La comida había sido completa, regada con el vinillo fresco traído por Jepp, en una original cantimplora de soldado. Comieron bajo la sombra de un árbol, ella apoyada contra el tronco, él tumbado de cualquier modo sobre la hierba, mirándola de modo indefinido y comiendo con deleite los emparedados que la joven había llevado.

—¿Los has hecho tú? —preguntó él, de pronto.

—Sí.

—Eres una cocinera magnífica. ¿Qué más cosas sabes hacer?

Grey no pudo contenerse y de súbito exclamó:

—Me habla usted como si fuera una colegiala.

Jepp quedó suspenso, con el emparedado en alto. Hubo un raro destello en sus ojos. Un destello ardiente que ella no comprendió. Se sentó de golpe y se quedó frente a ella con los párpados entornados. Grey se dio cuenta de que había sido una estúpida y, atropelladamente, dijo:

—El río…, el río tiene… unas aguas muy azules —y nerviosamente, bajo la quieta mirada de los ojos grises, añadió—: Es extraordinario cómo brillan las aguas. —Parpadeó varias veces seguidas—. Yo… nunca he visto un río así… El paisaje es… es… deslumbrador.

—En efecto —admitió Jepp con una sonrisa—. El río corre sinuoso a través de todo el sendero, besando la falda de la montaña y desemboca en la playa de Bangor. ¿Una taza de café? —invitó sin transición.

Grey estaba tan pálida, que el moreno de su cara parecía amarillo en aquel instante, mas el momento de tensión había pasado ya.

Indudablemente, Jepp era un hombre mundano, pero no aprovechado. El motivo por el cual había invitado a aquella muchacha a pasar el día a su lado, lo desconocía él mismo. Y al invitarla no ignoraba que la tarde, la mañana y el crepúsculo, habían de ser blancos, cuando pudo invitar a otra mujer. Pero Jepp era hombre que de vez en cuando le agradaba un día puro, junto a una mujer esencialmente ídem.

Raro en un hombre como él, que vivía fuertes y continuas emociones. Pero es que Jepp Anderson era, según las mujeres, un hombre desconcertante.

Se sirvió una taza de café y, encendió un habano. Durante un buen rato habló de mil cosas sin sentido, pero que entretuvieron a Grey y desvanecieron aquella tensión provocada por sus atrevidas frases, más infantiles cuanto más atrevidas.

—Pienso dejar Bangor dentro de un mes —dijo de pronto—. Me gustaría tener un retrato tuyo. ¿Permites que te lo haga?

Alzóse de hombros. ¡Era todo tan simple! ¿Por qué estaba ella allí? ¿Y por qué Jepp la había invitado? Era… era todo muy extraño, muy desconcertante.

—¿Me has oído, Grey? ¿Permites que te saque una foto? No es preciso que te muevas. Estás así estupenda. ¿Disparo?

Tenía la máquina ante los ojos, y Grey hizo un ademán ambiguo, como diciendo: «Hágalo y acabe de una vez».

—Va —dijo él como si la comprendiera. Y disparó.

Dio la vuelta al rollo y fue a sentarse junto a ella.

—Te enviaré la foto. Es decir, yo mismo te la llevaré a la tienda.

—Bueno.

—¿Te aburres a mi lado?

—No.

De pronto, él le agarró una mano y se la oprimió de modo turbador entre las dos suyas. Con cálido acento que estremeció a la joven, dijo, sin soltar los dedos que aprisionaba una y otra vez, con súbita ansiedad, desconocida para Grey.

—No sé qué decirte, Grey. Es todo tan… tan extrano. ¿De qué puedo hablarte? ¿De mí? ¿Y qué te diría? Eres demasiado niña. Dices que te trato cómo a una colegiala. Si te hablara como a una mujer… te asustaría. Además, ¿de veras quieres que te hable como hablaría a una de mis amigas? No podría, Grey —sonrió suavemente—. Tú no eres una amiga más. Yo tengo muchas, ¿sabes? Y no soy hombre considerado. Aprovecho en la vida todas las ocasiones que ésta me brinda. Pero tú… eres como un paréntesis puro, aislado en mi vida. Todos los hombres tenemos uno en la existencia. Por muy pervertidos que estemos; por mucho que hayamos vivido, por muy viciosos que seamos (yo soy un hombre vicioso), admiramos a una mujer. Yo te admiro a ti. No te mancharía por nada del mundo.

Calló. En su mano continuaban los dedos temblorosos de Grey. Ella no la miraba. Clavaba los ojos en la colina con obstinación. Y en su rostro se apreciaba el esfuerzo que hacía para comprender sus frases. No era fácil, pues Jepp, por primera vez en su vida, admiraba el espíritu elevado de una mujer esencialmente pura. Y hablaba, no para ella, sino para sí mismo. Como si después de caminar diez años por un Sendero trillado y lleno de sensuales emociones, hallara una verdad espiritual; pero negábase a reconocerlo así.

Estaba demasiado habituado a vivir la emoción simple del momento y en cualquier recodo del camino, y seguir éste de la mano de una muchacha sencilla y buena no le sería posible, lo que provocaba su gran lucha espiritual para escapar de aquella atracción que él creía monótona.

* * *

El sol declinaba. La tarde se hacía plácida, invitadora, y llenaba el espíritu turbulento de Jepp de una extraña y bienhechora paz.

—Me gustaría ofrecerte grandes posibilidades de ventura —añadió súbitamente, tras un largo silencio—. Pero no puedo.

Ella le miró y rescató su mano. Lo hizo con rara brusquedad y Jepp sonrió sin preguntar.

—Sería delicioso, sí —insistió con acento contenido— detenerme aquí, tomarte en mis brazos y… —se echó a reír—. Pero no es posible. Además, no tengo derecho a privarte de la felicidad junto a tu novio.

Grey se puso en pie y se quedó mirando a lo lejos. Jepp recostóse contra el árbol y entrecerró los ojos.

—Es deliciosa esta paz —dijo como si su voz viniera desde lejos—. Pero demasiado pasiva.

Quería seguir su conversación, pero no podía. Era tan deshilvanada. ¿Por qué le decía todo aquello? ¿Por qué le hablaba de Gerald? De pronto, ella se dio cuenta de que había obrado ligeramente, de que ni su madre ni su novio merecían que les engañase. Y los había engañado. Por primera vez había cometido un pecado, y todo por un hombre que hablaba de modo raro.

—Siéntate, Grey. Es pronto para regresar a casa.

—Preferiría… regresar.

La miró, extrañado.

—¿Por qué? ¿Te ofendí en algo?

—No.

—Vamos, Grey, siéntate… un poco más. Sé que no comprendes exactamente lo que digo… Pero es mejor así para ti.

—Ya… sé.

—No, no sabes. No puedes saber lo que piensa y siente un hombre como yo. No soy bueno, ¿sabes? Ni honrado. Pero me gustaría que tú me consideraras poseedor de ambas cualidades. Al menos, para ti quiero serlo.

—No se… esfuerce usted.

Jepp se puso en pie bruscamente y la miró desde su altura. La dominaba, y Grey sintió aquel vértigo extraño bajo el influjo de sus vivos ojos grises.

—Quiero que sepas —dijo con voz enronquecida— que te tomaría en mis brazos y te besaría hasta rendirte, pero no quiero hacerlo. No… debo hacerlo. —Y alejándose de ella, exclamo—: Vamos, creo que es lo mejor.

Lo siguió hacia el auto, desconcertada y suspensa. Jepp mantenía la portezuela abierta, en espera de que ella subiera. Al hacerlo, Grey tropezó, él la sostuvo por un brazo. Fue todo muy natural, muy desconcertante para los dos. Al sentir los dedos masculinos en su brazo, Grey se estremeció de pies a cabeza. Jepp sintió aquel estremecimiento como una sacudida, como una llamada. Era hombre qué sabía doblegar sus deseos, pero no siempre se podían doblegar éstos… En aquel instante no pudo, o no quiso, o la mirada quieta de Grey no se lo permitió. Lo cierto fue que la atrajo hacia sí y besó su boca. Fue un acto natural, sencillo, sin pasión primero, sin pecado. Pero al sentirla junto a sí, todo su ímpetu se volcó en los, labios inocentes. La besó con intensidad, y Grey no luchó. Supo que no podía luchar, pues desde el momento que él la miró por primera vez, estaba deseando aquel instante. Y fue el instante más extraño y turbador de su vida. La experiencia desconocida y vivida de modo súbito, inesperado, despertó en ella anhelos que hasta entonces estaban o habían estado dormidos.

* * *

Se miraron como dos extraños. Jepp comprendió que había ido demasiado lejos, pero no intentó disculparse. Hubiera sido peor. Conocía a las mujeres y supo que aquella chiquilla le amaba. ¿Qué podía decirle?

—Grey…—empezó.

Ella apartó los ojos y dijo muy bajo:

—Se hace tarde. Quedé en estar en casa a las ocho…

Subió al auto con rapidez. Jepp dio la vuelta a aquél y se sentó ante el volante. El auto rodó colina abajo. El sol desaparecía tras la montaña, envuelto en un deslumbrante disco rojizo.

—Grey…

—Hace… una tarde espléndida.

—Sí. Yo…

—Mi madre estará preocupada por mí…

—¿Sabe que has venido conmigo?

—No… lo sabe nadie.

—Tu novio…

—He de decírselo.

—¡Ah!

Por primera vez en su vida, Jepp se sentía culpable. Había pasado tardes y días enteros con muchas mujeres, pero jamás con una chiquilla como Grey, y Jepp tenía su conciencia, aunque la alta sociedad londinense no lo creyera así, pues era hombre a quien las mujeres deseaban, aunque lo considerasen un vividor aprovechado y vicioso. El no había querido ofender a Grey por nada del mundo y, sin embargo, la había ofendido, y al mismo tiempo descubrió algo que no quería haber descubierto. No era él hombre que jugara con el amor de una niña inocente. ¿Por qué había sido tan estúpido?

—Grey…, te pido perdón.

Ella agito la mano, como diciendo: «Olvide eso, por favor. Estoy muy ofendida, pero no puedo culparle a usted. Yo he sido una inocente».

—Grey…

—Se lo ruego…

—Está bien. Pero dime que me perdonas.

Alzóse de hombros y replicó fríamente:

—Le… disculpo.

—Pero no perdonas.

—Antes tendré que perdonarme a mí misma. Y Gerald tendrá que perdonarme a su vez.

—Vas… a decírselo.

—Es mi deber.

—Estamos sometidos a tantos deberes y, no obstante, nos callamos tantas cosas que la conciencia nos indica decir.

—Nunca… me he visto en ese trance. Nunca tuve nada que ocultar.

—Eres… demasiado mujer.

—Para usted soy una niña.

—Es… lo que deseo que seas—dijo de modo raro, con voz contenida—, pero no lo consigo. No, en modo alguno.

Ella miraba al frente con obstinación, como si de pronto todo su amor por aquel hombre se desvaneciera. Pero no era así. ¡Oh, no! Era todo lo contrario.

—Admiro tu rectitud —observó Jepp—. Ojalá yo pudiera ser como tú.

—Tal vez soy menos recta de lo que supone.

El auto se detuvo a la entrada del pueblo.

—Gïrey…

Abrió la portezuela y bajó.

—Adiós, señor Anderson.

—¿Cuándo podré verte otro día?

Alzóse de hombros.

—¿Y para qué? —preguntó, poniendo la mochila al hombro—. La tarde de hoy fue… para mí como una lección. La lección que la vida reserva a cualquier mujer.

—Vas a despreciarme.

—No.

—Me amas —dijo sin preguntar, con voz queda.

Ella le miró. Eran sus ojos quietos, más bonitos cuanto más inexpresivos.

—Y ello… le enorgullece.

—Te equivocas, Grey. Me empequeñece. Me hace insignificante.

—Adiós, señor Anderson.

—Espera, muchacha. Eres como un licor embriagador. Si yo pudiera… Pero temo no poder… Tú eres demasiado niña para comprender estas cosas.

—Adiós.

La asió por la mano antes de que huyera. Porque Grey huía, y Jepp presintió que huía para siempre.

—Grey…, escúchame.

—Prefiero no hacerlo.

—Me amas mucho.

—Sí, al menos eso creo. Pero… me voy a casar con Gerald. Creo que él… —se aturdió— me merece más que usted.

—Sí, yo también lo creo.

Y la dejó marchar.

Atravesó las calles casi corriendo. Iba sofocada, violenta. Necesitaba meditar y no podía. Se daba cuenta de que para Jepp ella era un entretenimiento, una vanidad más, y eso no. Nunca podría ser un juego para un hombre, aunque éste fuera Jepp Anderson,

Entró en su casa a paso ligero. Su madre le salió al encuentro.

—Grey…

—Hola, mamá.

—Has tardado mucho. Ven, está aquí Sandra. Hemos pasado la tarde juntas. ¿Dónde has estado tú todo el día?”

A Gerald tenía que decírselo, a su madre, no. Gerald la comprendería, aunque le apostrofara su conducta. Su madre no la comprendería, se limitaría a enjuiciarla. Y no podría resistirlo.

—En la colina. He leído un libro.

—Qué rara eres, hijita. Pasa al salón. Sandra te esperaba. Quería verte antes de marchar.

Siguió a su madre. Sandra la besó en la frente.

—Querida, qué sola te ha dejado Gerald. Pero pronto vendrá.

Todos la querían y la mimaban. Y ella no sabía apreciar aquellos cariños. Era injusta y mala, y acariciaba sueños absurdos. Se quedó muy quieta ante las dos mujeres.