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—Pero, Grey…

Esta bebió el contenido de la taza y miró a Milly con impaciencia.

—Te he dicho, Milly…

—Me has dicho —cortó ésta con enojo—. ¿Y qué me has dicho en realidad? Antes eras más franca. Yo no sé qué diablo te ocurre de un tiempo a esta parte para que siempre parezcas en las nubes.

—Son figuraciones tuyas.

—Bueno, mías, eso es lo que tú dices, pero no lo que pienso yo.

—Milly, ¿quieres dejar de pensar tonterías?,

—¡Hum!

Se hallaban en la terraza de un café. Era el atardecer. La terraza estaba atestada. Ellas, casi a la entrada, en torno a una mesa, tomaban sendas cervezas heladas. El calor era sofocante. El sol había lucido durante todo el día, y del asfalto subía un vaho bochornoso.

—¿Cuándo viene Gerald? —preguntó Milly de pronto.

—Pasado mañana.

—¿Lo amas?

—Sí —dijo con nergía. Y bruscamente—: Le amo cada vez más.

—Mejor es así. Gerald no merece que le admitas despechada.

—Milly…, eres cruel.

—A veces, uno tiene que. serlo. Hay hombres que merecen miles de faenas de sus novias o esposas. Pero hay otros que merecen sólo veneración.

—Y tú crees que Gerald es uno de éstos.

—Estoy segura. Ya no es un niño. A los treinta y cinco años los hombres tienen las ideas bien definidas. Gerald te ama intensamente.

No respondió. Por un instante se detuvo a reflexionar. ¿La quería Gerald intensamente? Nunca se lo había demostrado. Para el amor era un hombre pasivo, casi indiferente. ¿O lo demostraba así, y era todo lo contrario? Prefería que fuera pasivo e indiferente. Ella nunca podría corresponder a su pasión.

—Grey…, ¿dónde estuviste el domingo?

¿Cuántas veces hizo Billy aquella pregunta? Un sudor frío la invadió. Engañar a su madre era fácil. Engañar a Sandra, también. Tal vez lo fuera igual, si pretendía ocultar la verdad a Gerald; pero engañar a Milly…

—Grey…

—Te he dicho —dijo, serena, cortante— que lo pasé tendida al sol, leyendo un libro en la colina.

—Es lo que no acabo de comprender. Tú no eres amiga de la soledad. La detestas. Y tampoco te apasiona la lectura de un libro.

—¿Marchamos?

—Grey…, soy tu amiga.

—Por eso mismo, Milly, deja de hacer preguntas. Si crees que miento, respeta mi mentira.

—Es que quiero ayudarte, Grey. Me da la impresión de que pasas por un momento crucial en tu vida de mujer y necesitas una ayuda y un consejo. Cierto es que tenemos la misma edad, y que responderás que mi consejo carece de juicio, pero yo no estoy enamorada de un hombre que sólo me ofrece la posibilidad de una oscura ilusión.

—¿Te quieres callar?

Un auto frenó en aquel instante ante el elegante café. Descendió una mujer rubia, muy distinguida, y tras ella… ¡¡Jeppü Grey entrecerró los ojos y Milly rezongó entre dientes:

—Espera y verás como no te conoce.

En efecto, el hombre y la mujer pasaron a su lado. Como en otra ocasión, el hombre llevaba un brazo sobre los hombros de la mujer y la miraba amorosamente. Grey sintió como si el mundo la aplastara en aquel instante.

Se puso en pie y dijo, roncamente:

—Vamos, Milly.

Bajaron presurosas. Se lanzaron calle abajo, una al lado de la otra.

—Grey…

—No me digas nada.

—¿Lo ves? Esos hombres…

—Cállate, Milly. Te lo pido por favor.

—Quisiera poder evitarte este sufrimiento.

Grey no contestó. Sentía un nudo en la garganta y unos deseos enormes, incontenibles, de llorar.

* * *

Tendida en la cama, miraba al frente. A ella la invitaba, la besaba, le decía que le gustaba o se lo indicaba, pero al mismo tiempo agregaba que era imposible, y, en cambio, no lo era para aquella bonita y rubia mujer que llevaba apretada contra sí. Lloraba. Y eran sus lágrimas silenciosas, como si al salir de sus ojos entrara en ellos una humillante decepción.

—¿Duermes, Grey?

No contestó. Se volvió de lado. En aquél instante no podía resistir a su madre. Tal vez menos a su madre que a nadie, pues la había engañado. ¿Y por qué la había engañado? Por un hombre que no la merecía. Por un hombre que tenía una novia de su clase y, no obstante, invitaba a una chiquilla inocente a entretenerlo una tarde. ¡Era… humillante!

—¿Duermes, hijitá?

Cerró los ojos con fuerza. Los pasos de su madre se alejaban. Mejor. Se sentía culpable, ella que jamás había mentido. Ella que siempre había obrado con rectitud. ¡Si no hubiera sentido nunca la mirada de los ojos de aquel hombre! Ella hubiera amado a Gerald.

Al pensar en éste, un raro estremecimiento la recorrió. A Gerald le diría la verdad, aunque la despreciara. Y la despreciaría, y ella se sentiría muy sola, porque Gerald era un compañero silencioso, tolerante, comprensivo. Pero aquello… no lo comprendería. La enjuiciaría, y ella quedaría muy abandonada.

Se levantó. Ya estaba su madre en el comedor.

La besó en la frente.

—¿Has descansado, hijita?

—Sí, mamá. Gracias. ¿Y tú?

—He dormido cinco horas seguidas. Para mí, eso es mucho —rió—. ¿Piensas ir a la playa esta mañana? Habló Milly por teléfono. Le he dicho que te llame más tarde.

—No voy a la playa. Puedes quedarte en casa, Yo iré a la tienda.

—No quiero que te sacrifiques. Te gusta la playa.

—Hoy, no.

La miró, extrañada.

—¿Estás disgustada, o me lo parece a mí?

—Te lo parece a ti.

—Es mejor así. Estoy deseando que regrese Gerald. Desde que él marchó, pareces desconcertada.

—No…, no…

—Sí, sí. Ya sé lo que es eso. Cuando tu padre marchaba me sentía muy sola y como desorientada. Es lógico.

¿Y si le dijese a su madre que ella no amaba a Gerald? ¿Que lo había aceptado despechada? Sería como propinarle un mazazo, en la cabeza, y eso no lo merecía su madre.

—Pero pronto vendrá. Mañana, ¿no?

—Sí, mamá.

—Supongo que vuestras relaciones no se eternizarán, ¿verdad?

—¿Cómo?

—Quiero decir, que os casaréis pronto.

—¡Oh, hay tiempo!

—No creas. Yo me he casado tarde y sufro siempre temiendo morir y dejarte sola.

—No pienses en eso —alcanzó el bolso y la chaqueta—. No vayas por la tienda. Yo la atenderé.

—Te lo agradezco, pues tengo mucho quehacer en casa.

La besó.

—Hasta las dos, mamaíta.

—Si cambias de parecer, llámame por teléfono.

—No te preocupes.

Cruzó la calle a paso ligero. Al pasar frente a la gasolinera, Tony le dijo:

—¿Ya sabes, Grey? Gerald llega hoy.

Se quedó suspensa.

—¿Quién te lo dijo?

—Acabo de recibir un telegrama.

—Mejor. —Y riendor—: Hasta otro momento, Tony.

Llegaba Gerald un día antes. Mejor. Le diría toda la verdad y la comedia cesaría. Ella no podía engañar a Gerald. No era hombre que mereciera un engaño.

* * *

Le vio entrar y estuvo a punto de echar a correr. ¿A qué iba allí? ¿Qué pretendía de ella?

—Hola, Grey.

—Hola —replicó serenamente.

—Pasaba por aquí y me dije: «Voy a ver a mi amiguita».

No contestó. La novia, la otra, la que llevaba asida por los hombros, la que exhibía por todos los cafés y fiestas. Ella, la amiguita que se ve a escondidas, que se besa…, que. se humilla.

Iba a odiarlo tanto como en silencio lo había querido. Su dignidad la obligaba a ello. Estaba segura de que iba a odiarle con todas sus fuerzas, y aún tenía muchas.

—¿No vas a la playa? —preguntó, recostándose en el mostrador.

—No.

—Pues hace una espléndida mañana.

—Sí…

—¿Y por qué no te bañas?

—Porque no tengo ganas.

—Es una razón plausible, ¿no?

—Para mí, sí lo es.

—¿Cuándo regresa tu novio?

Estuvo a punto de contestarle de forma descarada, pero no pudo. Ella era cortés y educada ante todo, y por muy herida que se sintiera, él no lo sabría jamás.

—Hoy.

—¡Ah! —rió—. Por eso no vas a la playa.

—Tal vez.

Entró un cliente. Lo despachó y volvieron a quedar solos.

—Pues yo voy a bañarme —dijo Jepp, mirándola de aquel modo—. ¿De veras no piensas ir hoy a la playa? Precisamente tengo un plan y pensaba invitarte.

—Gracias.

—¿Vas… a ir?

—No.

—Así, rotunda.

Alzóse de hombros.

—Estás distinta. ¿Qué te ocurre?

Aún se atrevía a preguntarle qué le ocurría. Era como para abofetearle. Pero no lo hizo. Ni siquiera contestó a la pregunta. De contestarla, tendría que decir: «¿Por qué entras aquí, y, en la calle, cuando vas con la mujer rubia a quien amas, me ignoras?» Sería darle valor, sería hacerle ver que le amaba. Eso ya lo sabía él, los hombres como Jepp no ignoran nunca lo que las mujeres sienten por ellos. Pero lo olvidaría. Tenía ese deber.

—Parece que estás enfadada conmigo.

—¡Bah!

—¿Lo estás?

—¿Cree que tengo motivos?

—No, por cierto. Si te he faltado, te he pedido perdón. Me hace gracia —añadió, sin transición—. ¿Por qué no me tuteas? Es absurdo que a estas alturas me trates como a un extraño.

La entrada de un cliente evitó la respuesta. Quería un jabón especial, y Grey se entretuvo más de lo preciso en buscarlo, haciendo tiempo para que él se fuera. Y lo consiguió…

—Hasta otro momento, Grey —dijo al fin, yendo hacia la puerta.

—Adiós.

Y ni siquiera le miró. Despachó al cliente y se quedó ensimismada, al otro lado del mostrador. No quería pensar y pensaba. Era más fuerte que ella aquella necesidad de pensar y pensar, hasta agotarse…

La llegada de Milly evitó que estos pensamientos se adentraran demasiado en su corazón y le hicieran daño.

—Hola, monada —saludó Milly, alegremente—. Tu madre me dijo que no tenías intención de ir a la playa.

Sin que Grey contestara, dejó la bolsa de baño sobre una silla y entró tras el mostrador.

—Si tú no vas, yo tampoco. Me quedaré contigo despachando.

—Te lo agradezco.

—Tony me dijo que Gerald llegaba hoy. ¿No estás emocionada?

—Sí —rió, burlona—. Estoy temblando.

—Guasas, no.

—Si no son guasas.

—Bueno, mejor para ti. Yo en tu lugar, estaría emocionadísima. ¿Qué te traerá de Londres?

—Un cascabel.

—Hoy estás de burla subida.

Rieron las dos. Milly, sincera; Grey, para disimular su desesperación.

—Esto huele a habano. ¿Entró aquí el tipo del castillo?

—Sí.

—Y lo dices con esa sencillez. ¿No temes que a Gerald le parezca mal?

—Se lo pienso decir.

—¿Qué?

—Eso.

—Tú estás loca. ¿Qué crees que vas a conseguir con todo eso? Perder a Gerald, y no por eso vas a conquistar a Jepp Anderson. Ese es de los tipos que hacen concebir ilusiones a las chicas y luego las olvidan como yo olvido una barra de carmín, después de haberme pintado los labios.

—No pienso en Jepp…

—Ya. Fue una lástima que le hayas conocido.

—Milly, te ruego que no hablemos de eso.

—Sí, será mejor.

—Hace una mañana espléndida.

—Ciertamente. ¿De veras no piensas bañarte?

—Saldré de la tienda para ir a casa.

—Por la tarde no vendrás, ¿eh?

—No. Deseo esperar a Gerald en casa. Nunca entró en ella; pero, dada la circunstancia de nuestras relaciones, espero que hoy vaya a saludarme.

—Me gustaría presenciar el encuentro —rió Milly despreocupada.

Grey pensó que ella prefería lo contrario.